Las reducciones jesuíticas

Después de las frecuentes protestas de los religiosos misioneros por el abuso que los conquistadores hicieron con los naturales del Nuevo Mundo, en 1537 el papa Paulo III condenó inequívocamente la esclavitud de los indios. Los reyes de España promulgaron leyes en su defensa, como hemos visto en el apartado anterior. Pero los colonos hacían caso omiso y, en el mejor de los casos, redujeron a los indios a la servidumbre de las encomiendas; en el peor, los entregaban a los mercaderes de esclavos.

Los jesuitas comprendieron que para proteger a los indios debían separarlos en comunidades alejadas de las zonas colonizadas por los europeos, pues de otra manera el problema no terminaría nunca. Para poder cumplir con este propósito, la Compañía insistió en que la obra misionera caía dentro de la jurisdicción del Papa y no de los reyes de España y Portugal. Obtuvieron entonces de Felipe II el derecho a reagrupar a los indios bajo su protección y aislarlos por completo de las colonias de europeos. Los indios vivirían en sus propios pueblos: las reducciones.

La primera reducción fue construida en 1609. Dependía directamente de la Corona española y los europeos tenían restringido el acceso a ella, si no era con el permiso expreso de los misioneros jesuitas. Después fueron levantándose unos pueblos y llegó a construirse una especie de confederación de poblados guaraníes, en una amplísima extensión entre los actuales Brasil, Paraguay y Argentina.

En las reducciones, los jesuitas intentaron realizar el sueño de construir una república teocrática, lejos de la influencia nefasta de las colonias españolas donde primaba el afán de enriquecimiento. La organización era de tipo democrático, de acuerdo con sus propias leyes. Cada reducción elegía su propio consejo municipal, compuesto por funcionarios cuyos cargos no eran vitalicios; algo inaudito en la organización de la sociedad española de entonces. La pieza más importante de este nuevo método de evangelización era la colaboración libre de los propios indígenas. Para conseguir este objetivo, el misionero tenía que hacerse simultáneamente discípulo y maestro: adentrarse en el mundo de los indios para conocer sus aficiones, aprender su lengua y sus posibilidades y limitaciones; pero, al mismo tiempo, mostrarles las técnicas de un mundo nuevo que se acercaba peligrosamente y con el que el indígena necesitaba encontrarse en condiciones de igualdad.

Algo realmente sorprendente es el convencimiento y la docilidad de los indios a la hora de aceptar este sistema tan novedoso para ellos, que cambiaba radicalmente sus hábitos de vida. Los investigadores del interesante período de las reducciones coinciden en afirmar que rara vez algún indio abandonó los pueblos mientras los jesuitas los gobernaban. Tampoco se hizo intento alguno de rebelión; algo muy extraordinario en la historia de cualquier institución humana.

En la Historia Critica del Pensamiento Español de José Luis Abellán, descubro un interesante análisis crítico de las reducciones en el que se sopesan con gran cordura e imparcialidad los estudios tanto a favor como en detracción del sistema misionero jesuítico. El ensayista llega a la conclusión de que «Los únicos dos principios que los jesuitas inculcaron permanentemente en los indios fueron: 1) que la tierra en que vivían, con sus misiones, iglesias, rebaños, etc. era de su propiedad, y 2) que los indios eran libres, y que regulaba su situación un edicto del rey de España, confirmándoles esa libertad, por lo que no debían nunca caer en esclavitud. Estos principios —sobre todo el que garantiza la existencia de propiedad privada— son los que ponen el experimento jesuita en conexión con el mito de la Edad de Oro (donde no existían las palabras “tuyo” y “mío”) y hacen de sus “misiones” una auténtica Arcadia».

Hoy es indudable que las reducciones alcanzaron en el siglo XVII un alto nivel de desarrollo, de progreso agrícola, ganadero y técnico, de autoabastecimiento y de gobierno propio, bajo el control jesuita. Montesquieu y Muratori, el gran erudito que domina todo el siglo XVIII italiano, hicieron el elogio de una sociedad donde las diferencias entre ricos e indigentes, nobles y villanos se hallaba abolida, ya que todo el mundo allí practicaba las dos virtudes cristianas de la caridad y la frugalidad.