La Iglesia en las Indias. El lamento misionero

Es difícil hablar de la Iglesia en general, porque la Iglesia reunía en sí muchas cosas al mismo tiempo: jerarquía (obispos, arzobispos y superiores de órdenes; curas y párrocos); fieles, teólogos, religiosidad popular… También se instauró en América la Inquisición, que no podía actuar sobre los indios. Hubo desde luego un clero y unos obispos acomodados a la vida intrigante de sus vecinos, que entraron en sus negocios y participaron plenamente en los abusos que se hicieron sobre los naturales.

Pero, al mismo tiempo, hubo misioneros entregados incondicionalmente a la defensa de los indios. Las cartas enviadas por cientos de estos religiosos están llenas de dolorosas lamentaciones y existen numerosos memoriales y documentos explícitos que describen las persecuciones y violencias que padecían los pobres indios, obligados a trabajar por encima de sus fuerzas y a no ganar en su vida ni un miserable vestido para sí. Son conocidísimos en este sentido el célebre sermón del padre Montesinos o los escritos de Bartolomé de las Casas.

En 1592, el padre Angulo, uno de los primeros jesuitas que habían entrado en Paraguay, escribió a Santo Toribio de Mogrobejo una carta diciendo lo siguiente: «Los españoles y encomenderos están apoderados y señoreados de los indios, que no hay esclavitud ni cautiverio en Berbería ni en galera de turcos, de más infección, porque desde que nacen hasta que mueren, padres e hijos, hombres y mujeres, chicos y grandes, sirven personalmente en granjerías de los amos, sin alcanzar los pobres indios una camiseta que se vestir, ni a veces un puñado de maíz que comer, y así se van muriendo a grande priesa… V. S., como Metropolitano, podrá tratar con Su Majestad y con el señor virrey saquen esta mísera gente de este cautiverio tan estrecho, quitándoles el servicio personal». El arzobispo de Lima envió esta carta en copia textual a Felipe II por parecerle asunto de suma gravedad.

Durante la investigación que precedió a la escritura de esta novela, leí múltiples cartas semejantes a ésta que me gustaría transcribir aquí, especialmente los fragmentos que con tanto detalle describen los abusos de los encomenderos, pero no es tampoco el fin de esta nota extenderme en tales detalles. Recordaré, eso sí, que en el capítulo 46 recojo textualmente lo que el padre Diego González escribió a sus superiores al respecto, gracias a lo cual fueron dadas las llamadas Ordenanzas de Alfaro.