Nota del autor

En octubre de 2001 recibí una carta del padre José Luis Fernández Herce, jesuita e investigador histórico, que me hablaba de la apasionante vida de un misionero extremeño en la cuenca del Amazonas y gran parte del virreinato del Perú en las últimas décadas del siglo XVI y las primeras del XVII. En conversaciones posteriores, el padre Herce me dio interesantes detalles sobre las reducciones que la Compañía de Jesús inició en el Paraguay en 1609 para proteger a los indios del cruel sistema de las encomiendas. Me dio la pista fundamental de la existencia de un jesuita originario de Trujillo que participó activamente en esta gran obra humanitaria.

Comencé mi trabajo de investigación buscando en el Diccionario biográfico y bibliográfico de Misioneros Extremeños en Hispanoamérica y Filipinas publicados por la B.A.C. En él me encontré, efectivamente, con el nombre que me había propocionado el padre Fernández Herce y además con otros misioneros, también jesuitas, que partieron a las reducciones en diversas épocas, así como una importante recopilación de elementos bibliográficos que permitían seguir los pasos de estos misioneros a pesar de los casi cuatrocientos años transcurridos.

La idea de escribir una novela sobre este tema fue cobrando fuerza, pues las circunstancias ambientales de la época, el apasionante mundo de los viajes a las Indias, eran ingredientes ideales para una historia ágil y entretenida.

La Biblioteca del colegio San José de Villafranca de los Barros me facilitó tres fuentes documentales indispensables: El tomo V de la Historia de la Compañía de Jesús de A. Astraín; la colección de documentos que recopiló el padre Pablo Pastells en su tomo Historia de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay en sus documentos originales (colección de cartas anuas que permiten conocer paso a paso los viajes y la comunicación entre las provincias de ultramar y la metrópolis) y los documentos contenidos en el Apéndice del trabajo Organización Social de las Doctrinas Guaraníes de P. Hernández.

Inicié una serie de contactos en España para enterarme de lo que aún pervivía de la obra de las reducciones. Miguel de la Cuadra Salcedo —que es un gran conocedor del tema por su conocido proyecto Ruta Quetzal, que en algunas de sus ediciones pasó por los sectores de las misiones jesuíticas americanas—, me dio el nombre de Bartolomeu Meliá, un profesor de origen español que es el mayor investigador del tema jesuítico paraguayo y que vive en Asunción.

Entré en contacto con el procurador de la Compañía en España, el padre Fernando García Gutiérrez y él me facilitó las direcciones de los jesuitas del Paraguay.

Viajé por fin al Paraguay y fui extraordinariamente recibido por el provincial, padre Ortega. Me hospedé en la comunidad del colegio de Asunción y allí me informó detenidamente el padre Juan Antonio Vega Elorza de los pasos que debía dar para hacerme con el material necesario para mi novela.

En el Centro de Estudios Paraguayos, me encontré por fin con el profesor Meliá que me atendió exquisitamente y me proporcionó una bibliografía de inestimable valor: el libro Jesuitas, guaraníes y encomenderos de Antonio Astraín, publicado por el Centro de Estudios y la Fundación Paracuaria Missions Prokur S. J. Nürnberg; el trabajo de José Luis Rouillón y otros documentos de interés. Allí, en Asunción, adquirí las obras de Efraím Cardozo, gran historiador paraguayo; los ensayos de Félix de Azara y el estudio crítico de las reducciones de Blas Garay publicado bajo el título de El comunismo de las Misiones.

Siguiendo las recomendaciones que me hizo sobre el mapa del padre Antonio Rojas, de la comunidad de Asunción emprendí un apasionante viaje por el sur de Paraguay y la provincia argentina de Misiones; visité las ruinas de las reducciones de Santa Rosa, Santa María, San Ignacio Guazú, San Ignacio Miní, Jesús y Trinidad de Tavagaré. Me maravillé contemplando los restos de espléndidas construcciones y recorriendo lo que quedaba de los pueblos guaraníes, muchos de ellos rescatados de un cierto olvido de siglos y dispuestos para poder visitarse gracias a la acción de la Agencia Española de Cooperación Internacional junto con los gobiernos argentino y paraguayo.

En aquel itinerario que discurría frecuentemente por polvorientas carreteras sin asfaltar y con largos trayectos a pie, uno llegaba a encontrarse repentinamente con sorpresas que ni siquiera podía imaginar. Como el Museo que en el pequeño y apartado pueblo de Santa María de Fe regentaba y mimaba una maestra local, dedicada en cuerpo y alma a rescatar viejas tallas de las reducciones. Había allí esculturas barrocas de una calidad y en una cantidad impensable. O el Museo de San Ignacio Guazú, donde permanecía aún un inquietante y misterioso recuerdo de las misiones; suspendido en los magníficos y sólidos artesonados de la capilla o el retablo donde la talla de un hermoso niño Jesús, exultante, pletórico de salud en sus once o doce años, reinaba conservando aún el nombre de Jesús Alcalde; o la repentina visión nocturna de las ruinas de San Ignacio Miní, iluminadas por la luz de la luna llena, como un desolado recuerdo abierto en el corazón de la selva; o en las últimas comunidades de indios, menguados, errantes, fatigados, exhaustos, sin que nadie solucione sus problemas seculares…, expulsados una y otra vez de los bosques por la tala indiscriminada de árboles.

En muchos de aquellos sitios, pervivía un recuerdo nostálgico y una añoranza de las misiones, aún habiendo transcurrido ya casi tres siglos desde que fueron expulsados los jesuitas y arruinados los pueblos.