En los memoriales enviados a la Corona por el gobernador Hernandarias hubo ecos lastimeros de los desmanes hechos por los bandeirantes de San Pablo contra las reducciones del Guairá. Por su parte, los jesuitas del Paraguay escribieron al Prepósito General de la Compañía, el padre Vitelleschi, exponiendo puntualmente cómo las misiones habían sido atacadas y el estado de peligro constante que se vivía en las lejanas y desamparadas reducciones de Loreto y San Ignacio. El Rey tuvo conocimiento de los hechos y determinó por Real Cédula que los gobernadores de Asunción y Buenos Aires procurasen «por todas las vías posibles haber a las manos y castigar con grandes demostraciones los delincuentes y personas que se ocupan y entienden en las dichas crueldades».
Don Manuel de Frías llegó finalmente a las Indias para hacer efectiva la separación de las provincias y mandar cumplir las disposiciones de la Corona. En Río de Janeiro fue recibido a cañonazos; en San Vicente con hostilidad, insultos y se libró del hundimiento de puro milagro. Informó al Rey con estas palabras: «puedo decir que fui más mal recibido en Buenos Aires que en Río de Janeiro, todo en odio de esta permisión de Sevilla y en amparo de los portugueses». El navío fue llevado a tierra y apresado y maltratado el maestre, a instigación de los poderosos comerciantes Juan de Vergara y Diego de Vera, quienes solían negociar con Clemente Alvares y Manuel Prieto. Y no terminaron sus desventuras. La embarcación que les llevaba por el Río de la Plata anegó y después ocurrió lo mismo con las balsas que debían llevar al gobernador al Paraguay.
Pero, finalmente, don Manuel de Frías llegó a Asunción y se posesionó del gobierno de la provincia el día 21 de octubre de 1621. Tampoco aquí pararon los problemas. Los asuncenos no veían bien la presencia de un gobernador que venía a hacer efectivas definitivamente las Ordenanzas de Alfaro. Incluso el obispo de Asunción, fray Tomás de Torres, chocó con él y lo, acusó de haber engañado al Rey en la división del gobierno que nadie había pedido ni deseado y que suponía «la ruina de todos».
Las intrigas consiguieron que Frías fuera enviado a prisión por la Audiencia y que compareciera en la Plata. Los jesuitas tomaron partido por el gobernador y el obispo obtuvo el cierre del colegio que la Compañía tenía en Asunción. Pero los jesuitas lograron que el Rey cesara provisionalmente al obispo y finalmente hubo paz, a pesar de las calumnias y los falsos testimonios.
En poco tiempo las reducciones de la Compañía adquirieron gran esplendor, sobre todo en el Guairá, en Loreto y San Ignacio, donde acudieron muchos indios para sentirse seguros y amparados por la protección de los jesuitas. Una carta del padre Martín enviada en 1621 descubre así este florecimiento: «Es contento ver con cuanta voluntad acuden a las cosas de Dios y cúan bien las toman; verdaderamente es un consuelo muy particular ver que vinimos ayer y que todos los días, no bien anochecido, se oyen por todas partes alabanzas a Dios, porque unos cantan y otros hacen bellas músicas, como otras cosas devotas que les enseñamos; a la mañana no se comienza a tocar la campana del Ave María, cuando por todas partes se oyen salmos y cantos a Dios, Él sea bendito para siempre…».
Pero la paz duró poco. Don Manuel de Frías murió en Salta cuando regresaba de ser absuelto por la Audiencia. Hubo quien sospechó que pudo ser envenenado.
El 6 de febrero de 1625 la Corona eligió gobernador y Capitán General de las Provincias del Paraguay a Don Luis Céspedes de Xeria. Llegó éste a las Indias el año siguiente y permaneció un año en Bahía y otro en Río de Janeiro, donde trabó relación con la gente principal del Brasil e hizo grandes amistades con los paulistas. Contrajo matrimonio con doña Victoria de Saa, sobrina del gobernador Martín de Saa y así se vinculó definitivamente a la causa de los portugueses.
El 16 de julio de 1628 salió de San Pablo el nuevo gobernador, rumbo al Paraguay, con acompañamiento de una gran escolta de bandeirantes, entre los que iban los conocidos jefes Antonio Raposo Tavares, Tomás de Llera y Manuel Prieto.
Llegó aviso a los jesuitas en septiembre de que habían salido 900 paulistas y 4000 indios con el propósito de atacar a los indios de las reducciones. Por mucho que los superiores de la Compañía suplicaron, el 30 de enero de 1629 fueron asaltadas las reducciones, destruidas, incendiadas y apresado un botín humano de más de 10 000 indios cautivos que los bandeirantes vendieron como esclavos para los ingenios azucareros y haciendas de Bahía y Pernambuco.
Los jesuitas escribieron al Rey y acusaron fuertemente a Céspedes de Xeria de favorecer a los paulistas en estos criminales hechos. Pruebas no faltaban, pues la dote que había recibido doña Victoria de Saa, su esposa, era una hacienda en Bahía proveída de esclavos suficientes por el nuevo gobernador.
Tardó en contestar la Corona, pero finalmente ordenó a la Audiencia de Charcas que se investigara. El comisionado que nombró Hernandarias, oidor encargado del pleito, describió así los atropellos hechos por los paulistas en las reducciones del Guairá: «Las iglesias profanadas, las vestiduras sagradas y santos oleos arrojados por el suelo, las imágenes rasgadas, las pilas de agua bendita quebradas, los sacerdotes heridos a flechazos y maltratados, nuestra santa religión desacreditada ante los indios recién convertidos, el numeroso gentío de aquellas provincias acabado, parte muerto con extraordinaria crueldad en manos de los portugueses y sus indios tupíes, parte consumidos de hambre huyendo por los montes, parte llevados en colleras y cadenas, quedando tantos hijos sin padres, y éstos sin ellos, tantos maridos sin mujeres, y mujeres sin maridos…».
Este tétrico cuadro terminó por convencer a los superiores de la Compañía de que era necesario armar a los indios si se quería mantener el proyecto de las reducciones.
El padre Díaz Taño fue enviado a Roma y el padre Antonio Ruiz de Montoya a Madrid, para pedir los favores del Papa y del Rey y obtener la protección eficaz que necesitaban los pobres indios del Paraguay.
El 16 de septiembre de 1639 firmó Felipe IV cuatro cédulas reales, dirigidas dos al virrey del Perú, otra al gobernador de Buenos Aires y otra al gobernador del Paraguay. En ellas indicaba el Rey los hechos criminales de los paulistas, mandaba devolver a los cautivos la libertad, renovaba algunas prudentes disposiciones tomadas por los reyes anteriores para proteger a los indios, pero no permitió el uso de las armas en su defensa.
Los jesuitas insistieron y enviaron nuevos memoriales detallando los atroces hechos de las bandeiras. Por fin, después de largas disputas, el Rey se decidió, y en Real Cédula del 21 de mayo de 1640, declaró la dificultad que tenían los indios de ser socorridos por los españoles, por la proximidad que tenían los aventureros portugueses de San Pablo; y ordenó el virrey «Que habiendo oído a los gobernadores, dispongan lo que les pareciere más conveniente sobre armar a los dichos indios con las armas de fuego para su defensa».
El virrey del Perú, don Pedro de Toledo y Leiva, marqués de Mancera, expidió en Lima el 19 de enero de 1646 una provisión mandando que los indios pudieran ser armados con armas de fuego, y dando las necesarias disposiciones para que los agentes subordinados proveyeran de la pólvora y otras municiones necesarias para el nuevo armamento.
Los jesuitas entonces se apresuraron a buscar arcabuces y municiones. El hermano coadjutor Domingo Torres, que había sido soldado, instruyó a los indios en el manejo de las armas.
En enero de 1641 salieron 450 bandeirantes de San Pablo y 2700 indios tupíes, como era costumbre en ellos, para asaltar las reducciones. Descendían por el río Uruguay embarcados en 300 canoas. Apenas se tuvo noticias de esto por parte de los jesuitas, se llamó a las armas a todas las misiones. Pronto se reunieron en la orilla del río 4200 guaraníes de los cuales 250 tenían arcabuces, y los demás flechas, lanzas y macanas.
Los padres subieron río arriba en una canoa para parlamentar con los bandeirantes, rogándoles que no siguieran adelante. Como éstos no atendiesen a la petición y continuasen en su empeño con más denuedo, los jesuitas dieron orden a los indios de defenderse. Se trabó una batalla feroz entre ambos ejércitos que duró muchas horas, hasta que una gran tempestad y una lluvia grandísima comenzó a caer sobre los combatientes y hubo de cesar la pelea.
Después de ocho días de refriegas en medio de las selvas, comenzaron a dispersarse los paulistas y tupíes, huyendo cada uno por donde pudo. El gobernador del Paraguay, don Gregorio de Hinestrosa, escribió al presidente de la Real Audiencia de Charcas refiriéndole con gran complacencia la gran victoria que alcanzaron los guaraníes contra los enemigos, y le mostraba su esperanza de que en adelante aquellos indios organizados por los jesuitas llegarían a ser un buen medio de defensa para la gobernación de Paraguay y de Buenos Aires.
Desde el año 1641, ya no temieron las reducciones a los paulistas y pudieron vivir en paz y realizar su misión durante cien años.