59

Asunción del Paraguay, 15 de junio de 1619

Llovía en Asunción monótonamente, caían finas gotas desde un cielo sin color, mortecino y triste. La tierra rezumaba humedad y la exuberante vegetación brillaba mojada. Frente al colegio de los jesuitas, los grandes árboles chorreaban y en el patio solitario el agua de los tejados resbalaba e iba a estrellarse en las rojas baldosas.

Enrique Madrigal convalecía en una fría habitación de la enfermería, donde sólo había un catre, una silla y una jofaina con su jarro de porcelana blanca española muy desconchada. La única ventana estaba muy alta y sólo se veía por ella un pedazo de cielo gris casi tapado por las hojas de una palmera, de manera que entraba poca luz. El jesuita leía acostado, acercándose cuanto podía a la llama de un candil que pendía de la pared, junto a la cabecera. Su debilidad era tan grande, que frecuentemente se le caían los párpados y se quedaba dormido.

El ruido del picaporte le despertó. Se abrió la puerta e irrumpieron en el cuarto el hermano enfermero, el rector del colegio y el provincial de los jesuitas del Paraguay, el padre Diego de Torres, que acababa de llegar de Buenos Aires. Sobresaltado, Enrique se removió e intentó incorporarse.

—No, no, no, padre Madrigal, no se mueva —le ordenó el enfermero—. Ya sabe que debe estarse quietecito.

El rector se quedó junto a la puerta. El padre provincial caminó hacia la cama y le tocó la mano, mientras desplegaba una forzada sonrisa que no pudo borrar la preocupación de su semblante. Miró a Enrique y comprobó por sí mismo lo que ya le habían descrito: el joven jesuita estaba muy desmejorado; sumamente delgado, los huesos de los pómulos y el mentón se adivinaban casi bajo la piel seca, surcada de grietas y requemada por el sol; sus cabellos enmarañados y quebradizos parecían estopa, y había perdido ese halo de fortaleza física y salud que antes era tan suyo. Era inevitable mirar hacia la gran herida, supurante y de aspecto desagradable que tenía abierta en el hombro, con oscurecimientos de la infección que casi le alcanzaba el cuello.

El padre Torres no pudo reprimir una mueca de estupor y se volvió hacia el enfermero para decirle:

—Por Dios, hermano, ¿cómo es que está esa herida al descubierto?

—Si la tapamos con vendas no curará, padre —explicó el enfermero—. Es necesario lavarla diariamente con jabón y verter en ella aguardiente puro con esencia de romero. Una herida tan fea sólo se secará al aire.

—Pero… hay moscas —replicó el provincial.

—¿Y qué le vamos a hacer? —se excusó el hermano—. Vengo cada hora y procuro matar a las que se cuelan. Ya ve vuestra paternidad que hay una tela mosquitera en la ventana, pero siempre pasa alguna.

—Ya está mucho mejor —comentó el padre Lorenzana—. Tendría que haber visto vuestra paternidad cómo vino el pobre.

El provincial meneó la cabeza con disgusto y se lamentó mirando al enfermo:

—¡Qué fatalidad!

—Dios le sanará —observó el rector—. Dentro de nada estará de nuevo en danza, ¿eh, padre Madrigal?

Enrique sonrió y asintió con la cabeza. Sus ojos lucían grandes ojeras, pero estaban llenos de ardiente exaltación.

—¡Eso —asintió forzando la voz ronca—, estoy deseando volver a Loreto!

—Bueno, bueno, eso será más despacito —le dijo el padre Lorenzana.

—¡Qué exageración! —exclamó el enfermero jocoso—. ¡Ha estado con un pie en la otra vida y ya piensa en seguir bregando! ¡Qué Enrique éste!

—Bien —dijo con autoridad el provincial—, salgan, por favor, y déjennos a solas vuestras reverencias.

Salieron el rector y el enfermero de la habitación y cerraron tras ellos la puerta. Un silencio tenso se dejó sentir entre Enrique y el superior. Tal vez para disipar la distancia, el padre Torres se sentó en la cama y trató de normalizar la situación.

—¿Duele eso? —preguntó.

—A ratos —contestó Enrique.

El provincial lanzó entonces un profundo suspiro y se pasó la mano por la frente. Observaba a Enrique con todos sus sentidos, sin conseguir abandonar su expresión preocupada. Paseó los ojos por la habitación y después por la cama. Vio los miembros enflaquecidos del joven jesuita abultando escasamente debajo de las ropas de la cama y se dio cuenta de que Enrique temblaba a causa de la fiebre que no le abandonaba ni de día ni de noche, según le había dicho el enfermero. Se fijó también en las manos grandes y agrietadas que sostenían un libro.

—¿Qué lees? —le preguntó.

—La Utopía de Tomás Moro —respondió Enrique alargándole el libro a su superior.

—Vaya, vaya —comentó el padre Torres cogiendo el libro y hojeándolo con interés—. Es un precioso e ingenioso escrito, éste. Es una de las fantasías más hermosas que el hombre ha podido idear.

—No es sólo una fantasía, padre —observó Enrique—. Es más que una obra ingeniosa; es una manera concreta de dar solución a problemas reales de los hombres.

—Sí, sí, padre Madrigal —replicó el provincial—. Pero no debe tomarse a pie juntiñas, como si fuera un tratado. No debe olvidarse que es literatura; algo ideado en la mente del buen hombre que era Tomás Moro. Es sólo fruto de su imaginación.

—Pero se trata de una imaginación creadora. Ya sé que la perfección que presenta Moro en su obra no es posible en su totalidad, pero ahí están los métodos, las formas y el fondo de una sociedad justa. ¿Porque sea irrealizable hemos de desecharlo? Yo creo que no. Intentarlo es la mejor manera de aproximarse al ideal. Hay que luchar por ello, hay que…

—Está bien, está bien, padre Madrigal, no se altere. Tiene razón en eso. Ya sabe vuestra paternidad cómo se lucha en la Compañía para conseguir la justicia. Estamos aquí para eso. Pero ¡cuidado!, demasiada pasión no es conveniente. Es la templanza en el actuar, la paciencia y la esperanza lo que nos mueven. No cualquier otro tipo de lucha donde la intemperancia acabe por arruinar los esfuerzos.

Aquello sonaba a reprimenda y Enrique ya se lo esperaba. El provincial había venido a interesarse por su salud, pero sus acciones violentas en la misión de Loreto ya habían trascendido. Tarde o temprano, la llamada de atención de los superiores tenía que llegar.

—Hay que actuar con cordura —continuó el padre Torres—. El libro Utopía de Moro es el arquetipo de una literatura que sueña con un lugar ideal, donde los hombres sean iguales y vivan en armonía, en una sociedad perfecta. Pero, repito, eso es literatura. Al fin y al cabo, es el sueño de los hombres de bien: la justicia en este mundo…

—Y es lo más oportuno —le interrumpió Enrique—. ¿No quiere Dios eso de los hombres? ¿No quiere Él que vivamos como verdaderos hermanos?

—Naturalmente, padre Madrigal. Y de ninguna manera yo quisiera que vuestra paternidad pensara que yo no estoy a favor de eso. Me refiero a las formas; a la manera de llevar a la práctica esa justicia. ¿No se da cuenta, padre Madrigal, de que ni Moro ni nadie nos dice cómo hemos de dar el paso?

—No comprendo —dijo Enrique con rostro sincero.

—Yo se lo explicaré. No se obsesione vuestra paternidad con el sueño de Tomás Moro; ya le digo que es el sueño de muchos hombres. Su Utopía es literatura, insisto. Hay otros que ya han hablado de cosas semejantes: Lo infinito de Ludovico Agostini, escritos en los cuales se habla de un estado ideal y de una república imaginaria; la Reipublicae Christianopolis descriptio, de un protestante llamado Valentín Andreae, teólogo luterano; y, recientemente, Ciudad del sol, de Tomás Campanella… Por no hablar del consabido ideal de república de Platón o De Civitate Dei de san Agustín. Pero… ¿cuál de estas obras nos dice cómo hemos de llegar a esos estados de perfección? ¿Se da cuenta? Nos dicen el «qué», pero no hablan del «cómo».

—No estoy del todo de acuerdo —replicó Enrique—. Moro expresa con claridad que la manera es suprimir el dinero y la propiedad privada. Llegando a la posesión en común de los bienes se alcanza un estado en el que las instituciones puedan hacer posible que se viva la regla evangélica; la fraternidad y la igualdad de los hijos de Dios.

—¿Y cómo suprimimos la propiedad privada? —preguntó con naturalidad el superior.

Enrique se quedó callado. Ambos sabían que sólo hay una manera: la violencia. Levantarse contra los hombres que esclavizan, explotan y abusan beneficiándose del trabajo de los otros. La defensa armada del modelo ideal era la única solución posible.

—La violencia sólo engendra violencia —sentenció gravemente el padre Torres.

—Pero hay veces que la defensa es la única salida —contestó Enrique—. ¿Debe el hombre dejarse esclavizar y matar, padre? ¿Eso es lo que Dios nos pide?

—No, desde luego que no. Pero no somos nosotros quienes debemos ejercer esa fuerza. No es nuestra misión.

—¿Y cuál es nuestra misión?

—Mostrar el camino —contestó muy seguro el provincial—. Hay un potencial en la naturaleza humana que está llamado a manifestarse. Pero será sólo cuando llegue a su madurez. Y la maduración requiere tiempo, paciencia, eficacia… Utopía es ciertamente un modelo de solución de los problemas del hombre, una realidad concreta que debe buscarse; pero bajo la guía de la razón y madurando mediante las indicaciones de la experiencia.

Se hizo un gran silencio. La lluvia golpeaba afuera las hojas de la gran palmera que había en el patio. En alguna parte, los niños del colegio de los jesuitas aprendían un canto; sus voces sonaban a rutina de escuela, con frecuentes interrupciones del maestro para corregir los errores.

—Nuestras reducciones, padre Madrigal —prosiguió el provincial—, no son un camino más de los emprendidos por los hombres para alcanzar el bien. Al menos, eso se pretende. Si nuestra lucha buscara una liberación rápida y eficaz, terminaríamos inmersos en las violencias de los hombres. Confiamos en Dios y el camino de Dios va por otros derroteros… Él tiene un plan divino escondido hasta la eternidad que se va revelando progresivamente en el tiempo.

—Pero también decimos que somos las manos de Dios —observó Enrique.

—Sí, naturalmente, pero principalmente somos su palabra. No olvidemos que seguimos a Jesús. Nuestra orden lleva su nombre. Y Jesús es verbo, palabra de Dios encarnada. Nuestra utopía no busca sólo el bien material de los hombres, sino sobre todo el bien espiritual de la persona. Este mundo es pasajero; el espiritual, en cambio, permanece.

—Comprendo —dijo Enrique—, pero aún no termino de ver cómo puede vencerse el egoísmo, la maldad y las costumbres corrompidas de los hombres de nuestro tiempo. ¿A qué hay que esperar?

—Las costumbres humanas pueden modificarse con sabios razonamientos, con la enseñanza de las virtudes y, sobre todo, con el buen ejemplo. Sólo si el que enseña y trasmite es íntegro, santo, se obrará el milagro: el egoísmo, el individualismo y la voluntad de dominio serán desbancados, de forma que resulte espontáneo y natural para el hombre hacer el bien.

—Y por el contrario —añadió Enrique—, unas instituciones malas terminarán corrompiendo las costumbres y falsificando la vida de los hombres.

—Eso es —asintió el padre Torres.

De nuevo se hizo el silencio. El canto de los niños proseguía y la lluvia también.

—Me gustaría salir un momento a ver la luz exterior —pidió Enrique.

—Creo que no le hará mal —accedió el superior.

Enrique se levantó trabajosamente, se envolvió en el manteo y salió al exterior ayudado por el padre Torres.

Estuvieron contemplando en silencio la Plaza Mayor de Asunción desde la galería que se extendía en el piso alto del colegio. El río Paraguay iba turbio, por afluir a él las aguas embarradas de mil arroyos. Las canoas cruzaban de una orilla a otra y en el embarcadero había movimiento de hombres y bestias de carga. La catedral estaba oscurecida, pues las terrosas paredes absorbían la humedad de la lluvia, y las banderas del palacio del gobernador lucían mustias, empapadas.

—La tierra es nuestra vida —comentó Enrique dejando fluir en voz alta el pensamiento que acudió repentino a su mente—. No conocemos otra cosa que este mundo en el que vivimos. Crecí soñando con el Nuevo Mundo que estaba al otro lado del Océano y no había visto más mar que la seca extensión de pastos de mi tierra, con sus onduladas superficies, como crestas de olas. Pero allí se piensa en las Indias como en la gran esperanza… Para los indios, en cambio, la tierra es ante todo el lugar que Dios nos dio, donde Él nos crio, donde Él nos reúne…

—Sí —observó el provincial—. Y no olvidemos que quienes vienen aquí desde España, equivocados, ansiosos, vacilantes, creen tener un derecho secular a expandir su dominio y poder. El hombre que viene a las Indias busca sobre todo libertad, plenitud. Y en éste, como en el Viejo Mundo, no hay otra vida que la misma sucesión de las horas y los días. En ningún lugar de la tierra el hombre puede escapar de la muerte.

Enrique perdió los ojos en el horizonte. Se extendía a lo lejos una superficie muy verde que parecía ser infinita, monte tras monte, selva tras selva.

—¡Qué poco tiempo he estado con los indios! —suspiró.

—La vida es larga —sentenció el padre Torres.

—Sí —afirmó él—. Todo lo que Dios quiere. Pero no lo suficiente para llegar allí.

—¿Llegar allí? ¿Qué quiere decir, padre Madrigal?

En ese momento, Enrique pensaba en el Yvymaranéÿ, la Tierra sin Mal de los guaraníes. El lugar no comparable de manera exacta con nuestra noción de eternidad ni de cielo y que percibía como un espacio físico de juventud y felicidad. Para él, se había convertido en la razón de su lucha. Era una convicción particular de que la última palabra no la tiene el momento presente, con su carga de fatalidad y dramatismo, cuando los males dan la cara. Ni el dolor físico o espiritual, ni la separación, ni la misma muerte son el único horizonte. Aunque la realidad que le toque vivir a muchos hombres de este mundo sea la incertidumbre, la inseguridad, el caos, incluso la muerte; nuestra relación con la tierra es tal que aspiramos al mundo nuevo por variados caminos. El mañana es incierto; pero ese sueño es una fuerza interior capaz de saltar barreras de todo tipo, para tener la osadía de creer y soñar en ese mundo nuevo, aunque no se perciba por la estrecha ventana de la realidad del momento.

Un año de camino hacia el poniente le había servido a Enrique para alcanzar este convencimiento.

Por eso se consideraba eminentemente nómada; buscador del Yvymaranéÿ, como el lugar ideal, el mundo nuevo que está dentro de cada uno, incluso en el tiempo y espacio concreto que le corresponde habitar. Y aunque había perdido su salud, era esto sólo algo más que se quedaba atrás. Porque los que caminan dejan lo que hoy tienen y se aventuran a lo incierto que hay adelante. Y lo que hasta hoy ha sido válido y justificaba estar detenido, mañana se abandona para dirigirse uno hacia lo nuevo, el horizonte que señala el lugar sin mal.

—¿Llegar? —insistía el padre Torres, pues su pregunta se había quedado flotando en el aire—. ¿Llegar adónde? —Miró a Enrique y vio que su mirada febril estaba perdida—. En fin, regresemos adentro —dijo—; esta humedad no creo que le beneficie.

—¿Volveré allí? —le preguntó Enrique mientras caminaban en dirección a la enfermería—. ¿Me dejará regresar a la reducción?

—¡Qué obstinación! Primero le dieron una pedrada y le abrieron la cabeza, después un tiro de mosquete que casi le mata… ¿Qué será la próxima vez? —refunfuñó el provincial.

—¿Regresaré? —insistió él.

—Claro, hombre. ¿Quién puede sujetar ese ímpetu? Regresará cuando se recupere.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Enrique, estallando en un arranque de gratitud.

El padre Torres se le quedó mirando un momento con cierta ternura y luego, con gravedad, le dijo:

—Créame, padre Madrigal, no hay ninguna fórmula para crear aquí una sociedad perfecta. Nuestras reducciones son sólo algo transitorio, como cualquier obra humana. Por muy completas y acercadas a la Utopía de Moro que lleguen a ser, su destino siempre será efímero, contingente. Ninguna imagen concreta del presente, por ideal que parezca, es comparable a lo que Dios reserva para los hombres. En eso se distingue nuestra fe de los proyectos meramente humanos.

—Pero no debemos dejar de luchar por el reino de Dios y su justicia —añadió Enrique—. ¿Cuál es pues el secreto para no adormilarse pensando sólo en ese Más Allá?

Con una sonrisa enigmática, el provincial contestó:

—Trabajar todo lo que uno pueda, por supuesto; intentar cambiar este mundo. Pero mantener la mirada en lo definitivo, en las cosas más grandes y mejores. Ése es el secreto de la utopía. Un secreto que Nuestro Señor mismo desveló en su promesa: «Veréis cosas mayores que éstas…».

Cuando el padre Torres se hubo marchado, estas últimas palabras permanecieron durante un rato en la mente de Enrique, muy sensible ahora a causa del dolor y de la fiebre. Un barullo de ideas pugnaban sumergiéndole en cierta confusión. Acudían también las imágenes del horror vividas en Loreto. Más tarde arreció la lluvia. El peculiar invierno paraguayo estaba encima. El murmullo de las gotas en las hojas de las palmeras y en los tejados le habló de la vida. Enrique terminó serenándose. Aquélla era la lluvia densa y hospitalaria que calma la sed de la tierra y que llama al sueño, al descanso profundo.