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São Paulo, 30 de mayo de 1619

Gracia se quedó en silencio, pensativa, cuando Tomás concluyó el relato de su aventura en la bandeira. Él la contemplaba absorto por su belleza, que cada vez le parecía nueva. Tenía ella una expresión concentrada y sus bonitos ojos, siempre tan vivos, estaban ahora muy quietos, perdidos en algún lugar del jardín. La toquilla que le cubría la espalda se deslizó y apareció un hombro desnudo, redondo y blanco.

—Y bien, ¿qué te parece? —le preguntó él un poco ansioso al ver que perdía la atención de la muchacha—. Tantas ganas tenías de que te lo contara todo y ahora no dices nada.

—¡Ay, qué maravilla! —suspiró ella ladeando un poco la cabeza y volviéndose para mirarle con ojos intrépidos—. ¡Quién fuera hombre para vivir experiencias como ésas!

—¡Ah, querida! —replicó él jactancioso—. No aguantarías ni un día. No creas que es un paseo, la bandeira; se pasan muchas fatigas, calores, sed y los mosquitos te comen a picotazos.

—¿Y no pasaste miedo?

—¿Miedo? ¿Te refieres a lo de Loreto?

—¡Claro, tonto! No me irás a contar que no te asustaste cuando esos indios se lanzaron contra vosotros.

—Sí, si te refieres a eso… —contestó él con gesto honrado—. ¡Cómo no íbamos a pasar miedo! Esos indios venían como fieras, gritando y llevando lanzas, azadones, guadañas, arcos y flechas. Eran por lo menos un centenar.

—¡Madre mía! —exclamó Gracia, llevándose una mano a la cabeza—. ¡Qué miedo!

—Pero enseguida les dimos su merecido —continuó él—. Iba al frente de los indios un cura de esos, ya sabes, los jesuitas que están de parte de los indios y… —se detuvo repentinamente.

—¿Y qué? —le apremió ella impaciente—. ¿Qué sucedió con ese cura?

—Bueno, pues… —dijo él con cautela—. Haré como tú sueles hacer, Gracita. Sólo te lo contaré si me juras primero que jamás se lo dirás a nadie.

—¡Qué tonto eres! —se enfurruñó ella—. ¿Hay acaso secretos entre nosotros? Te he contado todo lo mío…

—¡Júralo! Es algo que nadie debe saber —insistió él cogiéndole las manos.

—Anda, cuéntalo, que lo juro.

—Pues mira —dijo Tomás con tono misterioso—, a ese cura que iba al frente de los indios lo conocía yo.

—¿Tú? ¿Y de qué ibas a conocerlo?

—Sí, Gracia. Era uno de los jesuitas que viajaban en la misma flota cuando yo venía a las Indias. Ya me habían advertido a mí de que eran unos pendencieros los curas esos. En vez de dedicarse a rezar, decir misas y los demás menesteres propios de su oficio, andan armando a los indios para enfrentarlos a las encomiendas y hasta tienen de su parte a los gobernadores. ¡Claro, quieren a los indios sólo para su beneficio!

—Sí —comentó ella—, ya he oído hablar de eso. Aquí en São Paulo no se los puede ver. ¿Y qué pasó con ese jesuita?

—¡Uf! ¡Menuda mala sangre tenía el cura! Venía con una espada en la mano a insultarnos y a querernos meter miedo en las carnes. ¡Se creía que por llevar hábito nos íbamos a quedar quietos! Cogió Raposo y le pegó un tiro, de aquí a ese árbol, al ladito.

—¿Lo mató?

—Pues claro, ¿qué iba a hacer? Cuando le dejamos tieso, no nos fue difícil cargarnos al resto de los indios.

—¿Y matar a un cura no es pecado? —observó ella pensativa.

—Si es en defensa propia…

—Ah, claro.

—Pues ya ves —dijo Tomás mientras se rascaba la cabeza, muy serio—. Lo que no termino de comprender es por qué tu señor padre decidió luego dejarse allí a todos esos indios, ya que teníamos el pueblo en nuestras manos y nos habíamos llevado por delante a los más fieros. El caso es que se echó atrás cuando los jesuitas le dijeron que escribirían al Rey y todo eso. Se amedrentó tu padre y les dejó los indios a los curas. ¡Qué estupidez!

—Bueno —supuso ella—, se estará haciendo viejo Clemente Alvares. Ya sabes, cuando la gente se hace vieja se ablanda.

—Pues no les gustó nada a los bandeirantes eso —observó Tomás—. Después de pasar tantas fatigas para llegar allí y dejarse luego a los indios…

—¡Bah! ¿Qué importancia tiene eso ahora? Con los indios caazapás que trajisteis y los guaraníes de San Ignacio, todo el mundo está contento. Y para mí lo más importante es que tú has regresado —le abrazó y le besó dulcemente—, y ahora que ya eres un bandeirante podremos casarnos.

—Pues sí, Gracita —asintió él muy satisfecho—. Pero la próxima vez… ¡Ya tengo ganas de que llegue la próxima bandeira!

—Vaya —comentó ella—, ya te ha picado a ti el gusanillo de la bandeira.

—Naturalmente, Gracita —le susurró él al oído—. ¿Sabes una cosa? Me encanta esta tierra. Es fantástico vivir aquí.

—Eh, ¿cómo es que dices eso ahora? —se extrañó Gracia.

—No sé —respondió Tomás con ojos soñadores—. Supongo que es porque aquí uno se siente muy libre.