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Misión de Loreto, 23 de abril de 1619

Una extraña quietud y un gran silencio se adueñaron de las selvas. Había amanecido ya y el cielo estaba plomizo; el aire, espeso de humedad, detenido y sofocante.

—¡Pay! ¡Pay! —se oyó gritar—. ¡Viene gente por el camino de San Ignacio!

Los jesuitas estaban rezando cuando les sobresaltó este aviso.

—Ya están aquí —dijo el padre Roque González con gravedad.

Los cuatro salieron en silencio de la capilla y subieron por la escalera del campanario. Una vez arriba, el indio que oteaba el horizonte desde hacía dos días les indicó:

—Allá, saliendo de la espesura. ¿Los ven?

Los padres aguzaron la vista. En efecto, se veía negrear a lo lejos una gran fila de hombres que brotaba de las selvas y emprendía el camino que pasaba por en medio de los campos de labor.

—Sí, no hay duda —confirmó el padre Boroa—, son los paulistas.

Se miraron entre ellos sin decir nada. Los cuatro rostros reflejaban la perplejidad y el temor que albergaban.

—Bien —dijo al fin Roque González—, no perdamos la esperanza. No hay por qué pensar que vienen con malas intenciones. Al fin y al cabo, las leyes nos protegen. No se atreverán a…

—¡Miren allá! —gritó de repente el vigía señalando con el dedo—. ¡Traen guaraníes cautivos! ¡Traen muchos guaraníes!

Los padres volvieron a mirar hacia los campos. Se veía avanzar la fila de bandeirantes armados delante, a pie y a caballo; detrás de ellos venían cientos de indios armados también con lanzas, arcos y flechas; y a continuación iba saliendo de los bosques una larguísima cuerda de cautivos, hombres, mujeres y niños que eran conducidos con violencia, arrastrados casi.

—¡Santo Dios! —exclamaron los jesuitas—. ¡Virgen María!

—Es la gente de San Ignacio —observó muy afligido el joven padre Martín—. ¡Finalmente esas fieras han cautivado a nuestros pobres guaraníes!

—¡Rápido, no hay tiempo que perder! —ordenó el padre González—. ¡Pongamos en práctica el plan previsto!

Los jesuitas descendieron aprisa desde la torre y se apresuraron a dar las instrucciones oportunas a las autoridades civiles de la reducción. La campana comenzó a tañer llamando a rebato y pronto estaban los indios corriendo de un sitio para otro, cada uno a su puesto.

Durante el día y medio transcurrido desde que el padre Martín llegó avisando de que los bandeirantes estaban a las puertas de San Ignacio, se convocaron reuniones para determinar qué hacer en el caso de que se les ocurriera venir a Loreto. Se reforzaron las murallas y las puertas y se había dado la orden de que todo el mundo permaneciese dentro de la reducción. También se trazó un plan organizado por gremios y edades para defender las provisiones, y poner a salvo a las mujeres y los niños si los cazadores de esclavos tenían finalmente la intención de cautivar indios. Pero no llegaron a perder la esperanza en que los paulistas estuvieran sólo de paso y no se les ocurriera atacar la reducción.

—¡Hay que defenderse! —propuso Enrique con exasperación—. ¡Tenemos que sacar las armas!

—¿Armas? —le respondió Roque mirándole con extrañeza—. ¿Cómo armas?

—Sí, padre González —repitió Enrique—. Hay que defenderse. Nuestros indios saben hacer arcos y flechas. Ellos tienen lanzas y otros útiles para la caza…

—Pero… ¡qué dices! —gruñó el padre Boroa—. ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo vamos a poner en pie de guerra a nuestros guaraníes?

—¡Claro! —replicó Enrique—. Ellos eran un pueblo guerrero; saben defenderse. No vamos a dejar que los capturen como a mansas ovejas.

—¡Eso no puede ser, padre Madrigal! —comentó bruscamente Roque—. Las leyes del Rey prohíben a los indios armarse y hacer guerras y violencias.

—Es en defensa propia —observó Enrique—. La defensa es legítima cuando uno es atacado injustamente.

—¡Calle, padre, por el amor de Dios! —dijo Roque mordiéndose los dedos—. ¡Eso es una barbaridad! No estamos aquí para justificar ninguna guerra.

—¡La defensa es legítima! —insistía Enrique—. ¿No han oído hablar del bellum iustum, la guerra justa?

—No, no, no —contestó Boroa—; nada de guerra. Parlamentaremos con esos bandeirantes.

—¿Y si no entran en razón? —insistía Enrique con ojos anhelantes.

Estando en esta discusión, el vigía dio un nuevo aviso:

—¡Se acerca un pay!

Los jesuitas se asomaron por encima de la muralla y vieron venir a alguien a lomos de una mula, al trote.

—¡Es el padre Ruiz de Montoya! —advirtió Boroa—. ¡Rápido abridle la puerta!

Antonio Ruiz de Montoya venía muy sucio, sudoroso y con el rostro desencajado. Descabalgó gritando:

—¡Esas fieras! ¡Hijos de Satanás! ¡Diablos encarnados!

—¿Qué ha pasado? —le decían—. ¡Tranquilícese!

—Lo hicieron de noche —contaba el padre Ruiz—, como las alimañas. Entraron y capturaron a los indios. ¡Oh, Dios mío! —sollozaba—. ¡Ha sido horrible!

Pasada una hora, los bandeirantes estaban ya concentrados delante de la puerta principal de Loreto. Los indios cautivos se veían a lo lejos, atados unos a otros, en los campos de labor, y se les oía gemir. Era un triste espectáculo.

—Iré a hablar con ellos —dijo el padre González.

—No le harán caso —comentó Ruiz Montoya.

—Iré —repitió Roque—. Hay que intentarlo. Reúnan vuestras paternidades a los indios en la iglesia y comiencen a rezar.

Cuando el padre González se disponía a salir por la puerta de la muralla, el vigía del campanario anunció:

—¡Se acercan unos bandeirantes!

Venían seis paulistas a caballo. Se detuvieron delante de la muralla y gritaron:

—¡Abran, padres!

—¿Qué quieren vuestras mercedes? —les contestó Roque González desde lo alto—. ¡Márchense de estas tierras! ¡El Rey sabrá lo que están haciendo! ¡Escribiremos a la gobernación!

—¡Abran, sólo queremos hablar!

Enrique se fijó en el oficial que iba al frente de los paulistas.

—¡Eh, a ése lo conozco! —dijo al ver que era Manuel Prieto—. Es el maldito sargento que nos engañó. Él nos robó los bártulos que traíamos desde España.

—¡Abran! —gritaba Prieto desde el pie de la muralla—. ¡El maestre de la bandeira, el señor Clemente Alvares, tiene algo que decirles!

—Abriremos —dijo el padre González—. No tenemos más remedio.

—¡No, padre! —exclamó Enrique—. No conoce a esa gente. Son una banda de forajidos sin escrúpulos.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —respondió afligido Roque—. ¡Abrid esa puerta!

Enrique, malhumorado, triste, se retiró de allí y fue a buscar a Marcos Cabrera.

—Marcos, ya ves lo que pasa —le dijo.

—Sí, padre Enrique —contestó Marcos—. ¿Vamos a consentir que esa mala gente se lleve a los indios?

—No, hay que defenderlos —respondió con decisión Enrique—. ¡Vamos, sígueme!

Fueron hasta donde estaban muchos de los indios reunidos, atentos a lo que pasaba, muy pendientes de las conversaciones que los padres mantenían con los bandeirantes. Entre ellos estaba el corregidor, que era un anciano llamado Juan, muy buena persona y muy respetado por todos.

—Señor Juan —le dijo Enrique—, tenéis que defenderos. Esos bandeirantes quieren llevarse a vuestros hijos. ¿Vais a consentirlo?

—No, Paique —contestó el corregidor con la incertidumbre grabada en el rostro—, no queremos ir con esa gente. Nos convertirán en esclavos y moriremos.

—¡Haced algo, pues! —le apremió Enrique—. ¡Id a por vuestras armas!

—Esos bandeirantes tienen mosquetes, espadas y sus indios llevan arcos y flechas —respondió el señor Juan muy asustado—. ¿Qué podemos hacer frente a ellos? ¡Dios nos librará!

—¡No, señor Juan! —gritó uno de los indios—. Paique tiene razón. Si no nos defendemos, nos llevarán.

Se hizo una larga pausa. Los indios se miraban unos a otros, ansiosos, angustiados. Con mucha decisión, Enrique ordenó:

—¡Marcos, ve a los almacenes y reparte las hachas, las azadas, los machetes…! Todo!

—Sí, padre —contestó Marcos—. ¡Venid conmigo!

Los indios dudaron un momento, pero luego muchos de ellos fueron detrás de Marcos.

—¡Todos los que tengan armas que vayan a por ellas! —gritó Enrique.

Los indios corrieron en todas direcciones. Al momento, regresaron con lanzas, arcos, flechas y espadas. Enrique les pidió que fueran a las traseras del pueblo y que aguardaran allí muy quietos, esperando a ver qué sucedía.

El sargento Prieto regresó a donde estaban los bandeirantes concentrados. Tomás le vio venir a toda prisa, al galope, dirigiéndose a gritos al jefe de la bandeira:

—¡Señor Clemente, los padres se niegan a soltar a sus indios! ¡Esos testarudos curas no entran en razones!

Alvares meneó la cabeza y les ordenó a sus hombres:

—Adiante!

—Viva Clemente Alvares! Viva a bandeira! Viva, viva, viva! —contestaron con fiereza los paulistas.

El ejército se puso en movimiento a paso ligero. Delante avanzaban los indios de la bandeira y detrás, bien pertrechados, los paulistas con sus mosquetes. Tomás y Raposo iban el uno al lado del otro.

—Esos guaraníes no se defenderán —comentó Tomás—. Será como en San Ignacio. Es más fácil de lo que yo pensaba, esto de cazar indios.

—Sí —asintió Raposo—. Es pan comido.

Iban ambos deseosos de aventuras. En San Ignacio nadie les presentó batalla. Estaban acampados frente a la reducción, sobre los huertos y, de repente, alguien empezó a decir: «¿Por qué nos entramos ahí y nos llevamos a esos indios?». Clemente Alvares dudó al principio, pero luego, algo borracho, se animó y decidió complacer a sus hombres que venían cabizbajos tras el fracaso de la maloca, después del fatigoso trayecto por las selvas. Entraron en el pueblo y, limpiamente, sin derramamiento de sangre, apresaron a cuantos indios consideraban útiles para sus negocios. Una vez hecha la fechoría, muy satisfecho, el sargento Prieto le decía a Alvares: «¿Te das cuenta? Estos indios son mejores que los salvajes; están hechos al trabajo».

Avanzaban Tomás y Raposo con los de caballería, inmediatamente detrás de los mosqueteros, y tenían como principal misión impresionar a los indios que temían a los hombres a caballo. El trabajo más sucio, en el caso de que hubiera enfrentamiento, les correspondía a los indios de São Paulo, que iban armados con lanzas, arcos y flechas y no dudaban en masacrar a quienes se les pusieran por delante. Después de todo, a pesar de su fuerza, los paulistas de origen europeo no estaban dispuestos a arriesgarse lo más mínimo en estas empresas.

La bandeira llegó frente a la primera empalizada y se detuvo. Después de un momento de inmovilidad, el jefe dio la orden de que se dispararan mosquetazos al aire para amedrentar a la gente de Loreto y que se entregaran sin más.

—¡Vamos adentro de una vez! —gritaban los paulistas—. ¿A qué tantas contemplaciones? ¡Entremos a por los indios y no perdamos más tiempo!

Tomás y Raposo se miraron divertidos. Les hervía la sangre por dentro. Habían desenvainado sus espadas y, como los demás, coreaban:

—Viva a bandeira! Viva São Paulo!

Jesuitas y guaraníes, dentro de la reducción, eran presa de una tensión y un pánico grandes. Los niños estaban abrazados a sus madres y los hombres corrían de un lado para otro, apilando troncos contra las puertas, colocando sacos para reforzar las empalizadas o simplemente desorientados sin saber qué hacer.

—¡Mujeres y niños a la iglesia! —ordenó el padre González—. Padre Boroa, véngase conmigo. ¡El corregidor, los cabildantes y los alcaldes vénganse también!

Enseguida, acudió el señor Juan, los miembros del cabildo, los alcaldes y los alguaciles. Muy atentos a las decisiones del padre Roque González, se alinearon en la plaza.

—¡Pónganse las insignias y cojan los bastones de mando y las varas! —les mandó el jesuita—. Traigan también las cruces de guía, las mangas, los pendones y las banderas. ¡Padre Boroa, exponga en el altar mayor el Santísimo Sacramento!

—¿Qué se propone, padre? —le preguntó Antonio Ruiz de Montoya.

—Esa gente debe ver que somos cristianos —respondió Roque—. Nuestra fe y nuestras costumbres piadosas han de detenerles.

—Es una gran idea —comentó Ruiz de Montoya—. No serán capaces de atentar contra los signos sagrados.

Por su parte, Enrique y Marcos trasteaban en los inmensos almacenes de la misión reuniendo todo aquello que pudiera servirles para la defensa.

—¡Padre Madrigal, hay aquí por lo menos veinte arcabuces! —gritó Marcos, que revolvía entre montones de cacharros viejos, aperos de labranza y otros bártulos.

Corrió Enrique hacia allí y observó las armas. Eran viejos y desusados arcabuces comidos por el óxido y llenos de polvo.

—Aquí están los barriles de pólvora, las mechas y el plomo —indicó el almacenista—. Pero hace diez años como poco que están ahí esas armas.

—¿Sabe alguien cargarlas? —preguntó Enrique.

—Déjeme vuestra paternidad —dijo Marcos—. Serví en la milicia.

—¿En la milicia? —se extrañó el jesuita—. ¿Cuánto tiempo?

—Cuatro meses.

—Pues estamos listos.

—Paique —dijo uno de los indios—. Un guaraní que se llama Isabelino sabe manejar eso.

—¡Corre, tráelo aquí! —le apremió Enrique.

El indio salió en busca del tal Isabelino. Ellos siguieron buscando. Encontraron algunas alabardas de las que se usaban sólo para hacer guardia delante del sagrario el Jueves Santo, pero eran sólidas y estaban en buen uso. También había media docena de rodelas, espadas, lanzas y picas de las que utilizaban los indios para cazar jabalíes.

—Todo eso sirve —decía Enrique—. Coged también los azadones, los martillos, las palas y las horcas.

—¿Y las guadañas? —preguntaban—. ¿Y esas hoces?

—También, también, todo lo que pueda servir para herir a alguien.

Mientras reunían todo ese material guerrero, constantemente iban llegando indios, muy decididos a unirse a la defensa. Habría ya más de doscientos.

Mientras tanto, el resto de la gente de la reducción se concentraba dentro de la iglesia, acomodándose como para asistir a una de las frecuentes celebraciones religiosas. Los músicos llevaron sus instrumentos: violines, tiples, claves, bajones, chirimías…, y el padre Martín se sentó al órgano. El coro ocupó su lugar y la escolanía de niños también. Pareció que la gente se iba serenando en el ambiente familiar y sacro del templo.

Se hizo un gran silencio cuando apareció el padre Boroa en el presbiterio, revestido con ropas litúrgicas, acompañado por acólitos y monaguillos. Situó la custodia en el expositor y todo el mundo se arrodilló con reverencia. Entonces el coro inició una imprecación muy conocida, con música de Claudio Monteverdi:

Dern in auditorium meum intende. Domine ad adiuvandum me festina.

[¡Oh, Dios, ven en mi ayuda! ¡Señor, socórreme presuroso!]

Fuera de la reducción, los bandeirantes se impacientaban. El murmullo de los indios paulistas crecía, los caballos rezongaban y levantaban polvo con sus patas y todos los ojos estaban clavados en las murallas, donde no se veía ni un alma.

—Saem issos indios de urna ves? —gritaba Alvares—. Vamos puxar a porta abaixo!

—¡Abrid de una vez! —secundaba Prieto—. O abrís o entramos a la fuerza.

De repente, crujió la gran puerta de la reducción. Se hizo entonces un gran silencio. Los paulistas se miraron entre ellos satisfechos, presintiendo que su codicia de cazar indios sería pronto satisfecha.

—Están cantando —observó alguien.

En efecto, la bella composición de Monteverdi se escuchaba a lo lejos:

Rogate quae ad pacem sunt Ierusalem:

et abundantia diligentibus te.

Fiat pax in virtute tua:

et abundantia in turribus tuis.

Propter fratres meos et proximos meos.

Loquebar pacem de te!

Propter domun Domini Dei nostri,

quaesivi bona tibi.

[Pedid paz para Jerusalén:

que vivan en paz los que te aman.

Reine la paz y la virtud

dentro de tus muros y palacios.

Por mis hermanos y mis amigos diré:

¡Paz a ti!

Por la casa de Dios, nuestro Señor,

rogaré por tu dicha.]

Las puertas se abrieron. Apareció ante los bandeirantes la avenida central de Loreto, con la iglesia al fondo. Venía hacia ellos, muy solemne, una procesión: delante, la cruz de guía; detrás, los pendones, las mangas, las banderas, los ciriales y otros símbolos litúrgicos. Muy ordenadamente, los cabildantes, los alcaldes y los alguaciles indios desfilaban con solemnidad. Por último, iba el corregidor con el bastón de mando y a su lado el padre Roque, con un gran crucifijo en sus manos, junto a una imagen de la Virgen llevada en andas.

Después de unos instantes de inmovilidad, Clemente Alvares arreó a su caballo y avanzó lentamente hacia la puerta. Miraba aquella procesión con unos ojos raros, llenos de sorpresa e indecisión. Detrás de él, avanzaron sus oficiales, que también parecían sorprendidos por la inesperada aparición de la fila de indios, las imágenes y el sacerdote. Manuel Prieto parecía más decidido. Llevaba una sonrisa de medio lado, socarrona.

En la parte de atrás de la bandeira, los hombres se erguían sobre sí y trataban de ver por encima de las cabezas.

—¿Qué pasa ahí delante? —preguntaban impacientes—. ¿Salen o no salen de una vez los malditos indios?

—Están ahí esos curas —decían los de la caballería que contemplaban todo desde su altura—, y los indios con pendones, cruces, estandartes y otros bártulos.

—¿Pues a qué esperamos? —se intranquilizaban—. ¿Vamos o no a por ellos?

Como viera que Clemente Alvares estaba indeciso, Manuel Prieto le incitaba a sus espaldas:

—¿Se piensan esos jesuitas que nos vamos a amedrentar por ver todo eso? ¡Que suelten ya a los indios y acabemos de una vez!

Con gran ánimo de espíritu, al observar que titubeaban los bandeirantes, el padre Roque González empezó a caminar hacia delante. El señor don Juan, el corregidor, también fue decidido hacia los paulistas, seguido por algunos de los cabildantes.

—Este territorio pertenece al rey de las Españas —inició un discurso con firmeza el jesuita—. Y estos indios son súbditos de Su Majestad. Somos un pueblo de cristianos en el que se cumplen las leyes divinas y humanas, se teme a Dios y se venera a la Santísima Virgen María. Si atravesáis esa puerta para hacer violencias a las personas y a las cosas, Dios os castigará con las penas del infierno en la otra vida y el Rey en ésta.

Se hizo un gran silencio. Nadie se movía ni en un sentido ni en otro. Envalentonados al ver tan detenidos a los bandeirantes, los indios avanzaron hasta la misma puerta. El corregidor cojeaba por su ancianidad, pero iba muy digno, caminando todo lo derecho que podía y llevando su bastón de mando.

—¡No somos esclavos de nadie! —gritó con dulce acento guaraní—. Pertenecemos al Dios que nos crio. Sólo a él servimos y a nadie más. Aunque sabemos que hay un rey bueno en España, al otro lado del gran mar, que nos gobierna en nombre de Dios. Dejadnos vivir en nuestro pueblo, hermanos de San Pablo. ¡Id en paz a vuestras tierras!

Sólo se escuchaba el rezongar de los caballos y los cantos de los guaraníes, allá en la iglesia.

Clemente Alvares estaba muy quieto, mirando fijamente al corregidor. Detrás de él, Prieto refunfuñaba:

—¿Vamos a escuchar a un indio? ¿Quién se cree que es este espantajo?

El padre Roque y don Juan estaban muy serios, clavados en el suelo, firmes y decididos a no moverse. Sus rostros delataban el cansancio, el dolor y la angustia sufrida.

—¡Márchense en paz! —clamaba el corregidor con su voz quebrada de anciano indio, suplicante y noble a la vez—. ¡Vayan con Dios! ¡Márchense a…!

De repente, una lanza voló desde las filas de los bandeirantes y se le clavó en la cara, destrozándole la mandíbula y saliéndole por la base del cráneo. El anciano cayó desplomado al suelo. Un gran grito de espanto brotó unánime de los indios de la reducción.

—¡Asesinos! —exclamó desgarradamente Roque González.

Fue como una explosión. Los bandeirantes que iban en último lugar empezaron a empujar a los de delante. Las flechas volaban zumbando y los mosquetes escupían fuego con feroces estampidos. Un estruendo de pisadas, cascos de caballos e infernales alaridos rompieron el silencio.

—Parem! —ordenaba Clemente Alvares, intentando gobernar a su encabritado caballo—. Parem! Não ataquem!

Pero la acometida era ya imparable. Nadie escuchaba las órdenes y la bandeira, convertida en una turba enloquecida, se lanzó hacia la reducción con una furia incontenible.

Tomás espoleó a su caballo y emprendió el galope. Enseguida estaba atravesando la puerta en pos de los que iban delante, profiriendo alaridos y coreando:

—Viva a bandeira! Viva São Paulo! Viva, viva, viva…!

Los bandeirantes se distribuyeron por el pueblo. Entraban en las casas y las registraban. Al no encontrar indios en ellas, arrojaban con fuerza los cacharros contra el suelo, revolvían buscando cosas de valor y arrollaban cuanto encontraban a su paso.

—¡Rodead el pueblo! —ordenaba Manuel Prieto—. ¡Que no se escape nadie por la parte de atrás!

—¡Vosotros venid conmigo! —les gritó el maestre de los cavalheiros a Tomás, Raposo y los demás que iban a caballo.

Al galope, recorrieron la calle que partía desde la plaza y cruzaba la misión hacia el oeste. Después siguieron la parte interior de la muralla hacia los grandes edificios que había al final.

—¡Deben de ser los graneros! —indicaba el maestre—. ¡Vamos allá!

No había indios en las calles ni en las casas, pues estaban reunidos en el colegio y en la iglesia, excepto los que seguían a Enrique y a Marcos con lo que habían podido reunir en unas horas para armarse.

Los bandeirantes se habían esparcido como fuego en todas direcciones y rugían enfurecidos, como fieras en busca de presa. Sólo habían podido capturar a los cabildantes y alcaldes y deseaban dar cuanto antes con los tres mil indios de la reducción.

El padre Roque corría detrás del caballo de Clemente Alvares suplicando:

—¡Deténgalos, por el amor de Dios! ¡En nombre de la Santísima Virgen María! ¡Deténgalos vuestra merced! ¡En nombre del Rey de las Españas! ¡Por todos los santos del cielo!

Su voz desgarrada martilleó como un lamento divino los oídos del jefe de los bandeirantes; detuvo su caballo y se quedó mirando fijamente al jesuita. Éste se arrodilló entonces y extendió sus brazos en cruz.

—¡Por el Dios Santísimo, señor capitán! —seguía gritando—. ¡Deténgalos! ¡En nombre de Cristo!

Enrique y Marcos, seguidos por los indios, habían salido de los almacenes y corrían hacia las puertas traseras del colegio. En su camino se encontraron con una nutrida banda de paulistas. Se trabó un fiero combate.

—¡Bárbaros! ¡Bárbaros! —les gritaba el joven jesuita enarbolando una gran espada que llevaba—. ¡Hijos de Satanás! ¡Diablos encarnados!

Los bandeirantes les disparaban a bocajarro con sus mosquetes. Era un ruido atronador. Los indios caían a su lado reventados. La sangre brotaba, el polvo se levantaba como una nube irrespirable y la muerte mostró su cara más feroz. Un muchacho indio de unos quince años estaba arrodillado en la tierra y trataba de devolverse a la cuenca el ojo que le colgaba a la altura de la mejilla. Otro se tambaleaba con el vientre abierto y los intestinos fuera.

—¡Al colegio! —gritó Enrique batiéndose con unos cuantos paulistas que trataban de apresarle—. ¡Sigamos hasta el colegio! ¡Nos refugiaremos allí!

De repente, vio a Marcos caer abatido por un mosquetazo. Al momento, varios bandeirantes lo estaban rematando en el suelo a espadazos. Su sangre le salpicó. Las fuerzas abandonaban al jesuita al ver aquel espectáculo de horror. Arrinconado, con la espalda contra la pared, daba golpes con la espada a diestro y siniestro. Pocos guaraníes quedaban ya en pie. Miró hacia su derecha y vio la boca negra de un mosquete a menos de un metro de distancia. Una bocanada ardiente de fuego y humo le golpeó. Sintió como un mordisco en el hombro y cayó de lado, empujado por el ímpetu del disparo.

—¡No, al cura no! —oyó gritar—. ¡Alvares ha ordenado que no se toque a los padres!

—Él se lo ha buscado —comentó alguien.

Notaba su sangre caliente brotando y no podía mover medio cuerpo. Cegado por la llama del mosquete, se arrastraba sin ver. Luego escuchó las pisadas de los paulistas alejarse.

—¡Le habéis matado! —decía uno en su huida—. ¡El señor Alvares se enfadará!

En la plaza, la bandeira se concentraba de nuevo. Empezó a remitir el fragor del asalto. Se veían algunas columnas de humo alzándose por encima de los tejados y los bandeirantes acudían con sacos llenos de grano, balas de algodón, barriles, cestos de legumbres, aperos de labranza, asnos…; con todo lo que servía para algo.

Clemente Alvares estaba como paralizado sobre su caballo. Roque González seguía arrodillado; las lágrimas le brotaban copiosamente y su ojos suplicantes seguían fijos en él.

Manuel Prieto, ante la impasibilidad de su capitán, daba órdenes enardecido:

—¡En la iglesia están los indios! ¡Entremos y acabemos de una vez! ¡Abrid la puerta y Saquémoslos!

Varios paulistas subieron las gradas y comenzaron a empujar las puertas. Pero los más permanecían inmóviles, esperando a que Alvares dijera algo.

De repente, se abrieron las grandes hojas de la puerta. La nave del templo apareció entonces abarrotada de indios. Todos miraban hacia el fondo, dando la espalda a la entrada, arrodillados, como si lo que sucedía en la plaza no fuera con ellos. Siguiendo puntualmente las órdenes del plan preconcebido el día anterior, participaban en la oración muy atentos al altar.

En el silencio que siguió a esta visión, se escucharon con nitidez los instrumentos que acompañaban a las voces del coro, así como el salmo que éste interpretaba en ese momento siguiendo la composición del maestro Monteverdi:

Quis sicut Dominus Deus noster,

qui in altis habitat:

et humilia respicit in caelo et in terra.

[¿Quién como Dios, nuestro Señor,

que se sienta en lo alto

y se digna velar por los cielos y la tierra?]

Los hombres de la bandeira observaban atentos. Algunos se quitaron los sombreros. Se santiguaban.

—¿Se puede saber qué os pasa? —vociferaba enardecido Prieto—. ¡Entrad ahí!

—Não! —gritó como un trueno Clemente Alvares.

Todos los ojos se volvieron hacia él.

—Não há indios aí! —añadió el jefe de los bandeirantes. Tiró de las riendas de su caballo, le hizo dar media vuelta y lo espoleó en dirección hacia la salida del pueblo—. Vamos! —ordenaba con energía—. Regressemos a São Paulo! Dexiem em pax essa gente!

Los paulistas se miraban unos a otros extrañados.

—Vamos! —insistía Alvares—. Regressemos a São Paulo!

Sin dudar en cumplir la orden, la mayoría subió a sus caballos. Los oficiales repetían como un eco:

—¡Vámonos! ¡Fuera de aquí! ¡Dejémoslos en paz! ¿No habéis oído al señor Alvares?

Los miembros de la bandeira comenzaron a desfilar apresuradamente hacia la salida. Iban gritando:

—Viva a bandeira! Viva o senhor Alvares! Viva, viva, viva…!

Cuando Enrique pudo ver algo, se encontró rodeado de cadáveres. Su mente estaba muy espesa y tenía seca la boca. Marcos yacía un poco más allá con los ojos muy abiertos, vidriosos y perdidos en el infinito.

—¡Marcos! —exclamó—. ¡Marcos!

El joven escultor estaba muerto. Algunos indios se retorcían de dolor en medio de grandes charcos de sangre. Había un gran silencio, roto sólo por algún quejido.

El jesuita se puso en pie como pudo y anduvo tambaleándose en dirección al colegio. Presintió que los paulistas se habrían llevado a toda la gente y, por supuesto, a los niños. Un poco más adelante escuchó las quejas y las espasmódicas bocanadas de los moribundos. Era un espectáculo desolador. Un indio herido que cojeaba le dijo:

—Ya se han ido, pay. Esa mala gente se ha marchado.

—Vamos —le contestó Enrique—. Ya no podemos hacer nada.

Los dos llegaron a los terrenos de la iglesia apoyándose el uno en el otro.

—¿No oye los cantos, pay? —preguntaba el indio.

Los oídos de Enrique le zumbaban como si mil grillos cantaran dentro de su cabeza, a causa del estampido del mosquete. Aun así, le pareció escuchar las voces del coro. Herido y confuso, creyó estar imaginando cosas. Pero más adelante no tuvo ya dudas; se escuchaban cantos.

Las puertas traseras estaban cerradas, por lo que tuvieron que rodear la iglesia. Llegaron a la plaza y la encontraron desierta. Había frutas, hortalizas, telas, cacharros de cocina y todo tipo de objetos desparramados por el suelo. Anduvieron unos pasos y entonces vieron venir a los cabildantes y al padre Roque González hacia ellos.

—¡Padre Madrigal! —exclamó Roque al verle en aquel estado—. ¡Dios Santo! ¿Qué le ha sucedido?

Le sujetaron entre varios. Enrique se miró entonces el hombro derecho y vio las ropas desgarradas y ensangrentadas, y la carne abierta dejando asomar los huesos astillados. Su visión se nublaba y sentía aflojarse todas sus fuerzas.

—¡Los indios, padre González…! —balbució.

—Están en la iglesia —contestó Roque—. ¿No los oye cantar vuestra paternidad?

Enrique se volvió hacia la puerta de la iglesia. En ese momento salían, asustados todavía. El canto del coro proseguía:

Suscitans a terra inopem: et de stercore erigens pauperem; ut conlocet eum cum principibus, cum principibus populi sui.

[Él levanta del polvo de la tierra al desvalido y alza de la basura al pobre para sentarlo como un príncipe, con los príncipes de su pueblo].

—¿Y los bandeirantes? —preguntó Enrique con un hilo de voz.

—Se han ido —contestó el padre González—. Se marcharon sin llevarse ni a uno solo de los indios.

—¿Ha visto como teníamos que defendernos? —comentó Enrique.

—No, padre Madrigal —respondió Roque—. No han sido las armas lo que los alejaron.

—¿No? ¿Entonces…? —murmuró jadeando Enrique.

—Las cosas suceden como Dios quiere —comentó el padre González—. Pero no se fatigue ahora; está gravemente herido. ¡Vamos, entrad a Paique en la casa! —les ordenó a los indios que se habían congregado a su alrededor.

Levantaron a Enrique y lo transportaron con cuidado. Los guaraníes comenzaban a salir de la iglesia; tenían unas caras extrañas, mortecinas, pero sonreían. Al jesuita le embargó una tristeza infinita; le pareció hundirse en un pozo oscuro, en un abismo de soledad y abandono.