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Misión de Loreto, 21 de abril de 1619

En la Plaza Mayor de la reducción se había desplegado un colorido que complacía a los ojos. Era la Pascua, la fiesta más grande en la república jesuítica. Una vez terminada la Semana Santa, durante los ocho días que seguían al Domingo de Resurrección, era domingo en Loreto; la llamada Octava de Pascua. Por todas partes colgaban guirnaldas de flores, cintas, banderas con matices blancos, rojos, azules, y adornos vegetales de ramas de palmeras, bejucos y juncos que iban desde el verde profundo al amarillo y el ocre. Pero era la gente, los indios, bulliciosos, sonrientes, los que daban el mayor esplendor al conjunto, adornados con plumas, barbotes, camisones de fiesta, collares de cuentas y abalorios de todo tipo. Se escuchaban los pífanos o flautas con las cuales festejaban sus descansos, y en otro tiempo se incitaban a la pelea, pero que ahora sonaban a celebración, bajo un sol que ascendía a lo alto, sin asomo de nubes en el cielo.

Cualquiera hubiera aplaudido al ver tan bien dispuesto el escenario al fondo de la plaza, delante de la puerta principal de la iglesia. Todo el mundo miraba hacia allá, animoso, impaciente, aguardando a que diera comienzo la función de teatro que los niños guaraníes habían estado ensayando con ahínco. Este año, la esperada obra era el aliciente mayor de la Pascua; en parte por la novedad de la llegada de Paique, que no dejaba de llamar la atención de los indios, y en parte porque los propios niños se habían encargado de transmitir su entusiasmo, encantados como estaban con el teatro.

En el escenario se veía una especie de pueblo con cabañas hechas de maderas y ramas, una iglesia con su campanario, una especie de castillo y una arboleda formada por pequeños arbustos muy juntos, como un bosquecillo. En la parte derecha, había una cueva cuya boca oscura quedaba algo oblicua, asomando entre el follaje y unas grandes telas a modo de rocas.

Enrique estaba muy nervioso, dentro de la iglesia, dando las últimas instrucciones a los muchachos. Llegó entonces el padre Roque y le apremió:

—Vamos, padre Madrigal, ¿a qué está esperando? La gente se impacienta.

Salió Enrique un poco azorado. Carraspeó y, temeroso de asustar a la gente, habló muy bajito:

—Queridos ciudadanos de Loreto…

Nadie le hacía caso. La gente parloteaba, las flautas seguían sonando, algunos cantaban…

—Queridos ciudadanos de Loreto… —insistió con idéntica suavidad.

—¡Así no! —le gritó Roque González desde una esquina—. ¡Hable todo lo fuerte que pueda!

—Pero, padre —replicó él—, se van a ir corriendo, asustados.

—¡No, hombre de Dios, no…! —le contestó Roque, muerto de risa—. ¡Aquí puede vocear cuanto quiera!

Enrique se encogió de hombros, puso cara de no comprender y se dispuso a obedecer al consejo del padre González. Hinchó cuanto pudo los pulmones y gritó:

—¡Silencio! ¡Por favor, señores, silencio! —y más enérgicamente aún, puesto que no terminaban de prestar atención—: ¡Vosotros, eh, vosotros de ahí atrás! ¿No oís? ¡Silencio! ¡Comienza la función!

Cuando vio que la mayor parte de los ojos estaban fijos en el escenario, hizo una señal a los músicos. Se inició una melodía dulce de pífanos y dio comienzo la representación del misterio que se llamaba Los nueve ángeles y las nueve jerarquías.

Se veía primeramente a un grupo de chicos que iban ataviados como aldeanos. Representaban agricultores y ganaderos que salían del pueblecillo del decorado e iban a un campo central, donde trabajaban alegremente con sus azadones, como si labraran en un huerto; a su vez, otros cuidaban de unos terneros y corderillos, echándoles forraje y pastoreándolos. Los espectadores saludaron la escena con un gran aplauso.

—¡No, por favor, no aplaudan! —suplicaba Enrique—. ¡No aplaudan hasta el final!

Proseguía la obra por los cauces de un auto sacramental de los que eran muy celebrados en la época. Aparecían de repente unos diablos con sus trajes llenos de llamas y serpientes, muy pintados de rojo vivo, que tentaban, hostigaban y molestaban a los pacíficos campesinos, impidiéndoles realizar sus tareas y creando confusión entre ellos. Al ver esto, los indios espectadores se indignaron mucho y abuchearon e insultaron a los demonios.

—¡Por caridad, dejen que continúen, no les interrumpan! —protestaba Enrique, preocupado porque todo se echara a perder por las intervenciones del público.

—No se exaspere, padre Enrique —le calmaba Diego de Boroa—. Esto es así. Los indios necesitan participar de la función. Ello significa que les motiva, que les gusta. Déjelos que se manifiesten espontáneamente.

Se veía ahora a lo niños que hacían de campesinos ponerse de rodillas y orar. Aparecían entonces nueve ángeles, con san Miguel a la cabeza, con espadas y broqueles muy vistosos, de madera, en los que estaba escrito Quis sicut Deus? (¿Quién como Dios?). Ante esto entraba en escena el caudillo de los diablos, Lucifer. Se encontraban ambos jefes, el de los ángeles y el de los demonios, y trababan coloquio. Se veía ensoberbecerse a Lucifer y decir furioso que los hombres, con sus labores y pertenencias eran suyos. «¡De Dios son! —gritaban los ángeles—. ¡Libres son para Ñamandú!».

En ese momento, daba comienzo la danza. Tocaban clarines y cajas una violenta melodía y ambos ejércitos, diabólico y celestial, entraban en combate, chocando sus armas y haciendo rápidos y ágiles cruces entre ellos. Al compás de la música danzaban y peleaban, con cambios de filas, gráciles saltos y maniobras muy bien ideadas. Vencían finalmente los ángeles y tendían en el suelo a los diablos. Éstos se levantaban y eran perseguidos a palos con gran estruendo de tambores. Por último, eran echados a la cueva, que representaba el infierno, por el humo que de ella salía (dentro estaba Marcos encendiendo juncos húmedos y sufriendo mucho a causa del calor y el humo que había). Cogían los ángeles las adargas que quitaron a sus enemigos, y cargando con ellas y las suyas daban vueltas correteando por la plaza, hasta una calle, por donde venía una imagen del niño Jesús, representado con unos diez u once años de edad, al que los indios tenían gran devoción, y que era traído en andas por un nutrido grupo de muchachos. La gente enloquecía de contenta con tan simbólico espectáculo, todo el mundo aplaudía y vitoreaba, entusiasmado. El coro iniciaba en ese momento el Jesu dulcis memoria, por el triunfo de la victoria y los ángeles vencedores iban de dos en dos presentando las armas enemigas a Jesús con muchas vueltas, reverencias y genuflexiones, siempre danzando con gran variedad de movimientos y sin cesar los clarines y las cajas.

Finalizada la obra, la multitud daba saltos de alegría y no cesaba de aplaudir y celebrar el colofón. Contagiados de este entusiasmo, los jesuitas también vitoreaban muy contentos. Los padres González y Boroa felicitaban a Enrique:

—¡Enhorabuena, padre Madrigal! ¡Una representación excelente! ¡Maravilloso! ¡Muy bien!

—Nada, no es nada —contestaba él con modestia.

Seguidamente, como solía hacerse en esta fiesta, se dio un gran banquete en la plaza. Tenían ya preparados varios terneros desollados y abiertos en canal que se asaron sobre las brasas. También se repartió maíz cocido, tortas, frijoles, sacos llenos de bizcochos, huevos duros, golosinas y varias arrobas de yerba mate, de la que tanto les gustaba tomar a los indios. Como la música no paraba, los habitantes de Loreto danzaban y danzaban sin darse descanso. Duró la fiesta desde la una del mediodía hasta la puesta del sol.

A última hora de la tarde, todavía iban los músicos de acá para allá con su zarabanda y los muchachos aguantaban incombustibles danzando.

Los jesuitas, muy satisfechos, contemplaban la plaza desde la ventana de su casa. Enrique estaba fatigado, pero pletórico. Apenas llevaba dos meses en Loreto y sentía que había sido creado para vivir allí.

Por la noche, una vez en la cama, repasó en su mente el largo viaje de un año desde que salió de Trujillo. Las imágenes pasaban rápidas y los personajes que había conocido se sucedían vertiginosamente: Salamanca, Sevilla, Tenerife, otra vez el mar, las Indias, Brasil, Asunción y, por fin, las misiones, Loreto. De repente todo parecía unificarse. Estaba contento y en paz. Se daba cuenta de que había vivido con alguna impaciencia hasta este momento; llevado por su ansiedad, por los deseos de cambiar las cosas, el mundo. Incluso en cierta ocasión tuvo que repetirse a sí mismo: «Al día le basta con su tarea» y comprender que la vida debe vivirse paso a paso. Ahora que todo parecía salir como había esperado, y que una vez llegado a su destino se sentía útil, experimentaba una confianza que antes no había tenido. Lo importante es fiarse de Él, se decía. Entonces vio con claridad que su misión estaba unida a una suerte imprevisible. No se había entregado a esto para ser considerado entre algodones, sino para estar incluso ahí donde todo fuera difícil, oscuro.

Como acunado por esta confianza, le venció el sueño enseguida y se durmió plácidamente.

Sus sueños le llevaron de vuelta a Trujillo. Su casa apareció en pleno día. Un tímido sol bañaba el patio. El jazmín estaba en su esquina, como siempre, brotando de la vieja tinaja; las cigüeñas martilleaban con sus picos y los vencejos surcaban el cielo azul, tan limpio, de su tierra. Una campana sonaba en alguna parte. Una luz especial perfilaba los quicios de las puertas y las esquinas encaladas. La campana repiqueteaba frenéticamente. Magdalena, su madre, se vio venir muy arreglada, vestida con sus ropas de luto que tan elegante la hacían por el contraste de los rubios cabellos recogidos y arropados por el negro velo de encaje de Bruselas. Estaba muy guapa y Enrique la miraba. Ella sonreía, algo impaciente, como era su carácter, nervioso, algo exasperante.

—Ique, Ique, hijo, vamos —le decía—, vamos a misa.

—No puedo, madre, estoy en las misiones. ¿No ves que ahora vivo en Loreto? Ve tú sola a la misa, que ya iré yo aquí.

La campana insistía con su toque tan estridente, cada vez más fuerte. Su madre le llamaba y le agitaba cogiéndole el antebrazo.

—¡Ique, Ique, Ique…! ¡Enrique! ¡Enrique!

Despertó de repente. Frente a él estaba el padre Roque González, muy alterado, cogiéndole el antebrazo.

—¡Enrique, despierta! ¡Vamos, levántate!

—¡Eh, qué pasa…! —balbució él, sobresaltado.

—Hay problemas. Vístete y baja al refectorio, allí te explicaremos.

Era todavía de noche. La campana de la iglesia tañía llamando a rebato y en la calle sonaban voces. Cuando Enrique entró en el refectorio, encontró allí a sus dos compañeros y a otro jesuita que él no conocía. Los candiles estaban encendidos. Los tres parecían preocupados.

—Éste es el padre Martín Javier Urtasun —explicó el padre Roque—. Está en la misión de San Ignacio, al otro lado del río Pirapó a una jornada de camino de aquí. Viene a avisarnos de algo que ha ocurrido en aquella reducción. Pero será mejor que lo explique él.

El padre Martín era muy joven, más aún que Enrique; parecía un muchacho, casi. Estaba sofocado y se le veía agotado. Tenía un tazón de leche caliente entre las manos que apuraba en ese momento.

—A ver, padre Martín, explique otra vez todo desde el principio —le pidió el padre Diego de Boroa.

—Anteayer, a última hora de la tarde —comenzó a narrar el joven jesuita—, se presentaron los paulistas en San Ignacio. Eran varios cientos de hombres, muy armados; portugueses, españoles, mestizos e indios que venían de sus malocas, de las sierras de más allá del Paranapamena. Habían capturado indios caaguás, mujeres y niños mayormente. ¡Qué lástima! Daba mucha pena verlos atados unos a otros, llevados como animales.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Enrique.

—Dejadle terminar —pidió Boroa.

—Querían acampar en los prados de la misión —prosiguió el padre Martín—, pero mi compañero, el padre Ruiz de Montoya se fue a ellos y les advirtió de que irían en contra de las leyes del Rey si hacían tal cosa; que no podían estar en los terrenos de las misiones. Ya saben vuestras paternidades…, la Ley…

—Sí, sí, siga, por favor. ¿Qué pasó entonces? —le apremió el padre González.

—Pues que hicieron caso omiso de las advertencias y acamparon. Por la noche encendieron fuegos y se pusieron a beber. Cuando estaban muy borrachos vinieron a querer entrar en el pueblo de la misión con grandes exigencias y malas maneras.

—¡Malditos paulistas! —dio un puñetazo en la mesa Enrique.

—Padre, repórtese —le pidió Boroa—, y deje que termine el relato.

—Esos diablos parecían estar dispuestos a hacer cualquier barbaridad —prosiguió el jesuita de San Ignacio—. Entonces el padre Ruiz de Montoya me mandó venir a avisarles de que estuvieran preparados. Ya saben cómo son los bandeirantes; nada se les pone por delante. Si habían de hacer alguna tropelía en San Ignacio, al menos que Loreto se librase. Así que cogí unos cuantos indios de los que conocen bien estos territorios y anduve sin parar para venir a dar el aviso. ¡Ay, Dios mío, lo que siento haber dejado allí al padre Ruiz!

—Nada, no se mortifique vuestra reverencia —le tranquilizó cariñosamente Roque González—. Ha hecho lo que debía.

—¿Y qué haremos nosotros? —preguntó Enrique muy nervioso.

—De momento hemos ordenado que suene la campana llamando a rebato —dijo Diego Boroa—. A estas horas deben de estar reunidos los cabildantes con los alcaldes y los maestres. Hemos de prepararnos por si la cosa se pone fea.

—¿Y qué puede pasar? —se preocupó Enrique—. ¿Vendrán aquí esos malditos?

—Eso no lo sabemos, padre Madrigal —respondió con serenidad el padre González—. De momento, no podemos hacer otra cosa que aprestarnos y estar prevenidos. Confiemos en que esos bandeirantes teman a Dios y a las leyes del Rey y nos dejen en paz.

—¿Y si no?

—Padre, no se ponga en lo peor —dijo Boroa—. Confiemos en Dios. No ha de faltarnos la Providencia Divina.