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Selvas del Guairá, 15 de abril de 1619

Siempre hacia el oeste, los paulistas recorrieron los bosques de lo que llamaban sertão y que eran los agrestes e inconmensurables parajes por donde cada año se aventuraba la bandeira en busca de indios. Los exploradores que iban delante regresaban con noticias poco halagüeñas: no había salvajes en estos territorios. Advertidos tal vez los indígenas y temerosos de caer en manos de los cazadores de esclavos huían hacia las sierras; no había de ellos sino los restos de sus poblados y los vestigios de su veloz escapada.

Entonces Clemente Alvares decidió cambiar el rumbo de la expedición. Emprendieron el descenso hacia el sur, buscando los altos del Guairá. Atravesaron la cordillera de Maracaju y siguieron por unos senderos que había en la margen del río Pardo, para ir a encontrarse de nuevo con el Paraná, que ya habían cruzado en su viaje de ida.

Tomás iba asombrado por cuanto encontraban en su camino. Pudo ver animales muy raros: cohatis, monos de diferentes tamaños, tigres, yacaríes, serpientes enormes y una variedad grande de pájaros de todos los colores. Los bandeirantes sabían manejarse bien en aquellas selvas y él aprendió muchas cosas acerca del sertão. Pero lo que más deseaba era que dieran por fin con los indios, para poder participar en la actividad principal de los paulistas: la maloca.

Por fin, cuando se aproximaban a la orilla oriental del río Paraná, llegaron muy sofocados los exploradores, gritando y haciendo grandes aspavientos.

—Senhor Alvares! Senhor Alvares! Indios! Há indios nos arredores do rio Aguaray!

El jefe de los bandeirantes pareció enloquecer repentinamente al escuchar el aviso. Enseguida dispuso a sus hombres para preparar la maloca. Era un verdadero experto que llevaba más de treinta años dedicado a este oficio, así que sus órdenes sonaban enérgicas y mecánicas a la vez, como mil veces repetidas. Los hombres obedecían y realizaban todo con una gran precisión debido a su gran experiencia: montaron primeramente el campamento; cortaron árboles, construyeron con gran rapidez una serie de cabañas; desbrozaron una parte de la selva para instalar a las bestias y después se pusieron a preparar sus armas.

Cuando cayó la noche no hicieron fuego. Aunque los indios estaban a varias leguas, debía evitarse todo lo que pudiera alertarles. En casi total oscuridad, Clemente Alvares dio las últimas instrucciones y todo el mundo se retiró después a dormir. Tomás no pudo pegar ojo, presa de la emoción.

Antes de que amaneciera, ya estaban todos los hombres en pie, armados hasta los dientes y dispuestos a emprender la marcha. Salieron delante los indios que debían abrir camino y detrás se pusieron los paulistas, que caminaban en silencio llevando sus caballos cogidos por las riendas pero sin subir a ellos, pues la vegetación era muy espesa y los senderos tortuosos.

—¿Por qué llevamos los caballos si no vamos a montar en ellos? —le preguntó Tomás a uno de los oficiales de la bandeira.

—Amigo, os indios teñen muito medo dos cavalos.

Llegaron por fin a una loma desde la que se divisaba a lo lejos el poblado de los indios. Era un núcleo de poco más de treinta cabañas situadas al lado de un río poco caudaloso.

—Son indios monteses —dijo uno de los guías—; caaguás, los llaman.

—Merda! —rugió enfurecido Clemente Alvares.

Al parecer los indios caaguás tenían poco valor. Eran considerados pusilánimes, tristes y poco laboriosos. Jamás hacían la guerra y si se les atacaba no se defendían. Así que un gran desánimo cundió en la bandeira.

Aun así, Alvares ordenó que se descendiera hasta el poblado por ver si podía sacarse algo de provecho.

Los caaguás estaban a esa hora entretenidos en pescar en su río y las mujeres cuidaban de sus hijos, avivaban el fuego y hacían diversas tareas domésticas. Cuando vieron venir a lo lejos la gran fila de hombres que componían la bandeira, se sobresaltaron y comenzaron a gritar y a emitir lamentos en su lengua, muy afligidos.

Los indios que iban con los paulistas vociferaban con ferocidad y amagaban a aquellos pobres y casi indefensos indígenas para aterrorizarlos aún más y evitar cualquier asomo de defensa. Los hombres de la tribu vinieron enseguida a hacer reverencias y saludos, con caras de temor, temblando y suplicando con gestos que se los dejara en paz. Los niños caaguás lloraban.

Con una frialdad absoluta, Clemente Alvares dio orden de que fueran capturados las mujeres y los niños. Después se registró minuciosamente el poblado y los indios de la bandeira se quedaron con cuanto consideraron de valor. En menos de una hora, el trabajo estaba terminado y los paulistas regresaban a su campamento muy contrariados por los pocos beneficios de la operación. Alvares despotricaba enfurecido culpando a los exploradores del fracaso.

19 de abril de 1619

La bandeira avanzaba lentamente por los sinuosos senderos que los guías conocían bien, al pie de la sierra de Santa Bárbara. Cruzaron el Paraná frente a la desembocadura del río Paranapamena y tomaron la dirección del oeste para regresar a São Paulo antes de que arreciaran las lluvias y convirtieran las zonas pantanosas en encharcados territorios que no se podrían atravesar. Sólo llevaban consigo un centenar de indios caaguás, mujeres y niños, que era un pobre botín para las ilusiones que se habían hecho. La decepción se palpaba. «Estos malditos indios saben latín», decían unos. «Cada vez es más difícil dar con ellos», comentaban otros.

Tomás escuchaba por el camino las repetidas viejas historias de aquellos añorados tiempos, diez años atrás, cuando se capturaban los guaraníes por millares. Pero todo había cambiado mucho en los últimos años. Ya en la bandeira del año anterior había pasado algo semejante, según decían; después de avanzar durante tres meses por el Sertão del norte, sólo pudieron hacerse con dos centenares de indios. La cosa empeoraba este año.

—¡Qué mala suerte! —se quejaba Tomás muy disgustado mientras cabalgaba junto a Antonio Raposo—. ¡Con las ilusiones que nos habíamos hecho!

Ensombrecidos por esta pesadumbre, los hombres de la bandeira estaban irritables, desasosegados, contrariados. Había quienes no se resignaban a regresar de vacío y protestaban. Pero los guías, que conocían a fondo aquella tierra, advertían de lo arriesgado que resultaba que la temporada de lluvias les alcanzase lejos de São Paulo.

Antes de que cayeran las primeras sombras del atardecer, llegaron a unos llanos que se extendían entre el río Paranapamena, por cuyo margen avanzaban, y el río Pirapó.

—¡Eh, mirad eso! —exclamó alguien—. ¡Parecen sembrados!

En efecto, se veían terrenos roturados y tierras preparadas para la labor agrícola, pero no había nadie por allí.

—Pues claro que son sembrados —confirmó uno de los guías—. Estamos cerca de San Ignacio.

—¿San Ignacio? —preguntó Tomás—. ¿Es un pueblo?

—Es una misión de los padres de la Compañía de Jesús —explicó el guía—. Por esta región hay varias de esas misiones.

—Ah, ya sé —dijo Tomás—. En la flota venían jesuitas embarcados, seguramente con destino a estos pueblos.

—¡Alto! —se oyó gritar a alguien en la cabecera de la expedición.

La bandeira se detuvo. Era una especie de valle. Se oía correr el rumoroso río Pirapó sobre su lecho de verano, sin demasiada agua. Hacia el este, enclavadas en una zona de abundantes palmeras y árboles muy altos, podían verse unas casas terrosas que asomaban desde detrás de una especie de muralla de tapias, un campanario y otros edificios más elevados.

—Ahí está San Ignacio —dijo alguien.

Clemente Alvares dio la orden de acampar allí para pasar la noche. La larga hilera de hombres y animales comenzó a extenderse por el llano.

Los bandeirantes descargaban sus mantas y sus víveres y se disponían a establecerse tranquilamente no muy lejos del río. Varios de ellos empezaron a decir:

—¡Hala, vamos al pueblo! ¡Vamos allá! ¡A ver qué hay ahí!

—¡Quieto todo o mundo! —gritó Clemente Alvares con autoridad.

El jefe les dijo que no era conveniente que se acercasen a la misión y que debía ir él primero a pedir permiso a los padres. No había terminado de decir esto, cuando se vio venir a lo lejos a un jesuita montado en una mula, seguido por varios indios.

—Senhor Alvares un pai vem! —avisó uno de los bandeirantes.

Vieron acercarse al jesuita, que venía despacio. Vestía el hábito negro y llevaba puesta su birreta. Cuando estuvo a la altura de los paulistas saludó en perfecto español.

—Dios sea con vuestras mercedes. ¿Qué desean?

—Vimos do sertão —contestó muy sonriente Clemente Alvares—. Vamos a São Paulo. Só queremos acampar em istos campos.

—No sé portugués, señor —observó el jesuita.

—El señor Alvares dice que vamos a San Pablo y que sólo queremos acampar aquí —tradujo uno de los oficiales.

—¿No saben vuestras mercedes que el Rey prohíbe a los paulistas aproximarse a las misiones de la Compañía? —dijo muy serio el jesuita.

Clemente Alvares, con suavidad, le explicó que sólo pretendían pernoctar y que no harían ningún mal a los indios de la reducción. El oficial traducía. El jesuita, inflexible, contestaba una y otra vez:

—No pueden vuestras mercedes estar aquí. Daré parte al gobernador.

—O Gobernador? —se enardeció Alvares—. Mais que dize você! Vamos acampar aquí! E quase a noite!

—¡No pueden hacerlo! —replicó el jesuita con voz potente—. ¡Les denunciaré!

Los paulistas se iban concentrando alrededor y asistían muy atentos a la discusión. Algunos comenzaron a refunfuñar y a protestar por lo bajo:

—¡Quién se cree que es este cura! ¿Nos va a decir lo que hemos de hacer? ¡Entremos ahí y demos su merecido a esos indios!

Anochecía y el jesuita se mantenía firme, sin descabalgar, repitiendo una y otra vez que debían irse de allí. Era un hombre de aspecto recio, con semblante duro y unos ojos que estaban fijos en Alvares, sin pestañear. Tenía una barba crecida, muy negra también, y llevaba un bastón en la mano.

—¡Márchense! ¡Márchense inmediatamente! —repetía.

—Não, não, não…! —gritó enfurecido Alvares—. Vamos a dormir aquí! Já está!

El jesuita, viendo que los bandeirantes empezaban a ponerse violentos, tiró de las riendas e hizo dar media vuelta a su cabalgadura. Se marchó al trote y entró en la misión. Las puertas de la muralla se cerraron.

Los bandeirantes encendieron un gran fuego. Sacaron sus vituallas, comieron y después se pusieron a beber ron. Al cabo de un rato, en la negra noche, los rostros fieros resplandecían iluminados por las llamas, rojos de sol, alcohol y rabia. Discutían, porfiaban y hacían suposiciones.

—¿Cuántos indios habrá ahí? —preguntaba uno.

—Por lo menos dos mil —aventuraba otro.

—¡Cinco mil habrá! —decía un tercero.

—¡Claro, así cómo va a haber indios en el sertão! —concluían los demás—. Con estos curas por aquí, reuniéndolos en pueblos, dentro de poco no habrá ni un indio salvaje en las selvas.