Loreto, 10 de abril de 1619
La recolección de los primeros frutos había concluido y las gotas de las primeras lluvias golpeaban el suelo; el verano paraguayo iba tocando a su fin y unos cielos plomizos parecían servir de techo a una atmósfera sofocante, muy calurosa y húmeda. Durante siete días, en la singular república teocrática guaraní, los trabajos se paralizaban para que todos los habitantes de la reducción, sin excepciones, participasen en las celebraciones más esperadas: las de Semana Santa. En este tiempo tan simbólico, y tan abarrotado de ceremonias, los indios eran particularmente felices, pues ya es conocido su entusiasmo por los ritos.
Daba comienzo la Semana Santa el domingo de Ramos. A primera hora de la mañana, toda la población de Loreto salía fuera de la misión y se concentraba frente a la puerta principal de la empalizada. Allí los padres, revestidos con sus ropajes litúrgicos, albas de puntillas, estolas y capas pluviales, bendecían los ramos y las palmas que después, en medio de un gran bullicio, eran repartidos entre los guaraníes, del más pequeño al más anciano. Entre cánticos, la muchedumbre atravesaba el pueblo por la avenida principal y avanzaba hacia la plaza. Luego, con gran júbilo, se entraba en la iglesia y daba comienzo la misa. Detenidamente, y de manera muy expresiva, el padre Roque González explicó en la homilía el sentido de esta procesión: recordar la entrada de Jesús en Jerusalén a donde iba para celebrar la Pascua. Después hizo un paralelismo entre la reducción, como ciudad terrestre, y la ciudad de Dios, cívitas Dei, donde Dios mora en medio de sus hijos, en paz y armonía.
—El hombre, el guaraní —les decía—, camina en este mundo hacia el Yvymaranéÿ, la Tierra sin Mal, el mbaé verá guazú o ciudad resplandeciente, para vivir allá con Ñamandú, nuestro Padre Grande, el Dios Bueno, que nos librará de Añá, los males del mundo.
Escuchando estas palabras, los indios permanecían muy silenciosos y atentos.
Por la noche, en su habitual reunión, los jesuitas volvieron a hablar de los mitos guaraníes. Enrique le pidió a Roque González que le explicara el significado profundo que encerraban las palabras que había dirigido a los indios en su predicación, pues no comprendía aún bien los términos de la lengua guaraní.
—Es la creencia en la Tierra sin Mal la más hermosa esperanza de estas criaturas —refirió el padre González—. Desde sus más lejanos ancestros, creen ellos que los hombres podrán llegar un día a un lugar, una especie de paraíso; el más deslumbrante de los espacios que el hombre puede soñar. Es ése el sitio de la eterna juventud; donde no se muere y reina la abundancia. El maíz crece sin ser cultivado, las flechas cazan solas y el hombre es liberado allí de la obligación del trabajo.
—¿Es pues el cielo? —preguntó Enrique—. ¿La gloria de la que hablan las escrituras?
—No exactamente —respondió el padre González—. Es para el guaraní un lugar concreto, real, que se ubica hacia el este, en la dirección de donde viene el sol, la luz. Por eso la búsqueda de la Tierra sin Mal es para ellos lo principal. Estos indios, antes de la conquista, vagaban por las selvas en un éxodo constante, subyugados por la convicción de encontrar un día su idílico paraíso. Este afán los hacía recorrer incansablemente la tierra en busca del bien absoluto y les llevaba a seguir ciegamente a quienquiera que invocase conocer a Dios.
—Y de eso nos valimos para conseguir que se redujeran —añadió el padre Diego de Boroa—. No nos fue difícil convencerles de que por fin habían encontrado el camino para llegar a la Tierra sin Mal, el Yvymaranéÿ. Les explicamos en su propia lengua que Tupá, el Dios, enviaba a su Hijo para enseñarles la forma de ir allá. Ya ellos confiaban en tiempos ancestrales en que vendría alguien enviado por Dios para mostrarles ese camino.
—¡Cuántas coincidencias! —exclamó Enrique.
—Sí —asintió Boroa—. Hemos de creer que sin duda la Providencia Divina dispuso aquí las cosas de manera que nuestra fe les fuera muy comprensible.
—Pero, decidme una cosa —quiso saber Enrique—, ¿cómo vivían antes estos indios? Quiero decir, antes de integrarse en la forma de vida de las reducciones.
—En las selvas vivían, claro está —le respondió Roque—. Ese afán mesiánico les hacía estar permanentemente en movimiento; eran nómadas. Vivían soñando con el Yvymaranéÿ, su prodigiosa Tierra sin Mal. Y mientras, en sus desplazamientos de un sitio a otro cazaban, recolectaban o cultivaban maíz, sin detenerse mucho tiempo en ninguna parte.
—Es curioso —comentó Enrique—. Es como si este mundo no les gustase.
—Sí, algo así. Por más hermoso que un lugar sea, para ellos siempre tenía sus limitaciones —explicó Boroa—. Para los guaraníes, el tigre azul, al que llaman jagua rovy, está siempre al acecho, como un mal amenazante, con ganas de probar el sabor de la carne de los hombres. Y el Mbá emeguâ, la tierra con sus males, es este mundo con sus dificultades, problemas, angustias.
—Temían pues a la muerte —concluyó Enrique.
—Claro, como todo hombre —contestó Roque—. Por eso para ellos el ideal de perfección es el Yvymaranéÿ, la Tierra sin Mal, que borrará definitivamente del mundo todo lo que sea limitación y, consiguientemente, la muerte, como el mayor de los males.
—Pero estas gentes eran caníbales; los indios salvajes son caníbales —dijo con ansiedad Enrique—. No comprendo cómo unos hombres que ansían tanto la perfección, la paz, la vida feliz y al mismo Dios son capaces de devorarse unos a otros…
—Eso es lo más extraño —observó Roque González—. Sostienen firmemente que después de la muerte de los cuerpos, las almas de aquellos que han hecho lo que debían, es decir, vivir virtuosamente, se van detrás de las montañas a danzar a bellos jardines en compañía de sus abuelos. Y, sorprendentemente, vivir virtuosamente para ellos es vengarse y comerse a sus enemigos.
—¡Qué contradicción! —exclamó Enrique.
—En efecto —dijo Boroa—. Y por eso al principio resulta difícil convencerles de que abandonen ese vicio horrible de comerse unos a otros.
—¿Y cómo se logra convencerles de que Dios no quiere eso? —les preguntó Enrique.
—Ya digo que no es fácil —respondió Diego Boroa—. Pero, con mucha suavidad y cautela, se les va llevando a nuestra fe, explicándoles que deben amar a sus semejantes y que matar es malo. Después de una detenida catequesis, se les explica que pueden hallar una fuerza mayor que la que les aporta devorar a sus enemigos: comiendo el cuerpo del Hijo de Ñanderú, el buen Dios.
—¡Oh, Dios, claro! —comprendió Enrique—. ¡La comunión! ¡La sagrada Eucaristía! ¡Comulgando alcanzan esa fuerza de Dios!
Misión de Loreto, Semana Santa de 1619
Más aún que el buen orden en el gobierno civil de la misión, a Enrique le llamaba la atención la solemnidad y devoción con que se celebraban las fiestas religiosas y los actos que de una manera u otra se referían al culto.
A primera hora de la tarde, el Jueves Santo, la iglesia de Loreto rebosaba abarrotada de fieles. Incluso tenían que estar abiertas de par en par las grandes puertas principales, al comienzo de la nave, pues apenas se cabía y el calor era sofocante a causa de tal concentración. Los jesuitas oficiaban en el presbiterio, con una turba de monaguillos que ayudaban y sacristanes que atendían a cualquier necesidad que pudiera ofrecerse. En lugar preferente, después de las barandillas, estaban los bancos de los cabildantes y cargos principales, a un lado y otro de la nave principal. En medio, sentados en el suelo, los muchachos asistían a la celebración colocados por edades, con sus alcaldes de niños muy atentos a mantener el orden. Desde ellos, se extendían cientos de indios, muy apretados, dejando en medio desde el presbiterio hasta la puerta una calle por donde debía iniciarse la procesión litúrgica del Santo Sacramento, al terminar la misa.
Como siempre, la música tan cuidada inflamaba de especial emoción estas celebraciones. Había más de treinta músicos, entre tiples, tenores, altos, contraltos, violinistas y otros instrumentos. Las composiciones de Pier Luigi de Palestrina, Orlando di Lasso o Tomás de Vitoria resultaban sorprendentes en una misa entre indios, en un lugar tan apartado. Parecía un milagro que tan cuidadas interpretaciones pudieran escucharse allí. Pero era bastante notable la aptitud que los guaraníes poseían para este arte y el buen oído que tenían para aprender rápidamente cualquier canción.
Terminada la misa, se organizó una procesión. Iban delante cinco pendones, una cruz con su manga de seda, las andas que llevaban al Santo Sacramento y detrás las imágenes de Cristo con la cruz a cuestas y la Virgen. Se hizo el recorrido por la plaza de la misión y después todo el mundo fue a retirarse a sus casas.
El Viernes Santo hubo también oficio en la iglesia y después una solemne procesión del Santo Entierro, con su urna funeraria y todo y la Virgen Dolorosa detrás, como en cualquier pueblo de España. Los músicos tocaban con maestría una marcha fúnebre y los indios iban en filas, graves, con gran orden.
El Sábado Santo, la vida en la reducción pareció quedar interrumpida. La gente deambulaba parsimoniosamente por las calles o permanecía tediosa delante de sus puertas. Después de tantas celebraciones y procesiones, parecía ser presa de un aburrimiento expectante.
Sólo Enrique trabajaba denodadamente ese día, ultimando los preparativos de la obra de teatro que venía ensayando con los muchachos durante más de un mes y que, finalmente, parecía que podría ser representada en la Pascua. Aunque todavía faltaba poner a punto el escenario y retocar el vestuario y otros elementos necesarios para que la celebración tuviera el esplendor deseado.
Los niños estaban entusiasmados, probándose los trajes, repitiendo una y otra vez las letras de las canciones y ayudando al escultor Marcos Cabrera que se encargaba de dar los últimos toques a las estructuras de maderas y telas del decorado.
El Sábado de Gloria se hizo la Vigilia Pascual y fueron bautizados muchos niños. Como se terminó tarde, todos los indios se retiraron muy somnolientos a dormir.
El Domingo de Resurrección, antes del alba, tenía lugar una singular procesión que servía de colofón a la Semana Santa. Todavía de noche, salían los hombres llevando un san Juan en andas e iban hasta la ermita que había a las afueras de Loreto. Allí aguardaban las mujeres que habían estado vistiendo de blanco una imagen de la Virgen.
—Esto es lo que más les gusta —comentó el padre Roque González—. Representa a san Juan que va a avisar a la Virgen María de que Jesús ha resucitado.
Realmente era una escena llena de emoción. Los indios ponían el san Juan delante de la ermita, danzaban, hacían sonar las cajas y entonaban cantos. Las puertas se abrían entonces y aparecía la Virgen entre las mujeres, acompañada por un gran resplandor de cientos de velas encendidas. A esa hora, entre dos luces, el encuentro de ambas imágenes por encima de las cabezas formaba un hermoso cuadro. Los indios lanzaban gritos de alegría y se les veía disfrutar mucho.
—Es verdad —observó Enrique—; les encanta. ¿Pero creéis que llegan a comprender el significado de este acontecimiento?
—Sí, claro —respondió el padre Boroa—. Es un pueblo intuitivo que sabe penetrar en los misterios religiosos como ningún otro. Para ellos, el triunfo final de la vida es un concepto comprensible. Viven en una naturaleza que constantemente se renueva. Muerte y resurrección son aquí visibles.