São Paulo, 12 de marzo de 1619
Tomás entraba y salía en Santa Catarina como si fuera su propia casa. Procuraba, eso sí, encontrarse lo menos posible con el jefe de los bandeirantes, ya que no dejaba de causarle un gran respeto, por mucho que Alvares le diera constantes muestras de afecto. Pero estos paulistas guardaban siempre para sí un fondo reservado, misterioso, que infundía desconcierto e incertidumbre. Especialmente ahora, en los días previos a la salida de la bandeira, en los que, agitados por su codicia, olfateaban las presas de su cacería y ponían a punto sus armas, como finos felinos que se aprestan, se encogen y afilan sus uñas antes de saltar sobre sus víctimas. Así era São Paulo cuando se respiraban aires de maloca.
Desde que se hizo manifiesto el compromiso de Tomás con Gracia, los encuentros entre los dos jóvenes resultaban escasos, breves, vigilados. Doña Úrsula, sobre todo, era muy celosa de la honra de su hija, pues quería que se llegase a la ceremonia sin asomos de sospechas ni comentarios malintencionados. Así era la moral de la colonia. Los hombres podían satisfacer sus pasiones con sus amantes esclavas o libres, blancas, negras, mulatas, indias o mestizas; pero el matrimonio uno, consagrado e indisoluble era otra cosa.
Cuando disponía de un rato, se acercaba a la residencia de Clemente Alvares. Los lacayos le trataban como a alguien de la casa. Pero llegar hasta Gracia no le resultaba nada fácil. En primer lugar tenía que departir con doña Úrsula, hasta que ésta creía conveniente llamar a su hija. La señora le preguntaba muchas cosas acerca de su tierra, de la forma de vida de su familia, de sus padres, de sus antepasados… Los asuntos de España le interesaban mucho a doña Úrsula. Vivía ella en una permanente añoranza.
Después, con una naturalidad digna de su aguda inteligencia, su futura suegra iniciaba otro tipo de interrogatorios, sinuosos, hábiles, para llegar a saber otras cosas que sin duda le tenían preocupada.
—Entonces, muchacho, ¿tú a Manuel Prieto dónde le conociste?
—Pues en Madrid, señora, ya se lo he dicho.
—Claro, claro, Tomás, pero quiero decir cómo, de qué manera, quién te lo presentó…
El joven le contó detenidamente y con todo lujo de detalles cómo había llegado a Madrid, su alistamiento en los tercios, la recomendación que traía, en fin, el trato que había tenido con los oficiales y todo lo que ella le iba preguntando. Y doña Úrsula, circunspecta, meneaba la cabeza y murmuraba de vez en cuando:
—Qué zorro es este Prieto, pero qué zorro.
—No se ha portado mal conmigo, señora —decía Tomás—. No comprendo por qué ahora se pone así conmigo.
—¡Ay, no conoces a Prieto, hijo! Ese rufián…
Tomás se daba cuenta perfectamente de que había un oculto mundo de intrigas en São Paulo, aunque no era capaz de vislumbrar el fondo de la cuestión. Y estaba claro que algo pasaba con el sargento Prieto. Podía ser el hombre de confianza de Clemente Alvares, pero doña Úrsula desconfiaba manifiestamente de él.
—A ver, Tomás, sólo una cosa más —le preguntó finalmente ella—. ¿En alguna ocasión escuchaste hablar a alguien de don Bento?
—Claro que sí, señora —respondió Tomás—. Era ese hombre, un portugués, con quien el sargento Prieto se veía con más frecuencia en Madrid primero y luego en Lisboa.
—¡Virgen Santa! —ella dio un respingo, se echó hacia atrás en su sillón y se puso primero lívida y después su piel blanca comenzó a teñirse de un rojo vivo, de ira, y sus ojos traslucían una rabia que le nacía de dentro.
Pasado un rato, doña Úrsula llamó a sus hijas. Llegaron enseguida Gracia e Isabel y se alegraron mucho de ver a Tomás, como siempre.
Pasearon por los jardines sin alejarse demasiado. Gracia hablaba contenta y se arrimaba a Tomás con naturalidad; y en cuanto los ojos de Isabel miraban para otro lado, le daba un beso en la cara o le rozaba la mano. Pero el joven estaba ausente. Muchas preocupaciones se agolpaban en su mente. Estaba a punto de salir la bandeira y aventurarse a esa empresa con Manuel Prieto enfurecido, celoso, ávido de venganza era un verdadero peligro. Por mucho que Tomás fuese protegido por su futuro suegro, al sargento nada se le ponía por delante.
São Paulo, 13 de marzo de 1619
Por fin, Clemente Alvares anunció la salida de la bandeira, repentinamente, para el 15 de mayo. Una explosión de júbilo se apoderó de São Paulo. Así le gustaba hacer las cosas al jefe de los bandeirantes: disponer todos los preparativos, reunir informaciones y crear entre sus hombres un ambiente de espera impaciente. Unos decían: «Será el día veinte»; otros replicaban: «Nada de eso, será el veintidós». Y así crecían sus ganas. Cuando le parecía bien, Alvares reunía a sus oficiales y, como un iluminado, lanzaba la fecha: «¡Que todo el mundo se apreste, que sale la bandeira pasado mañana!».
Ese día, con tanto revuelo como hubo, Tomás tuvo una buena oportunidad para verse a solas con Gracia. Doña Úrsula debió de despistarse a propósito para que los dos enamorados pudieran despedirse a sus anchas. Era doña Úrsula una rara mezcla entre rigidez y condescendencia.
Fue a última hora de la tarde, después de que sonara la campana que llamaba a reunión en la plaza de la hacienda.
—¡Los oficiales de la bandeira están invitados mañana, día catorce, a una cena en casa del señor Alvares! —pregonó el lacayo Maximino a voces.
—Viva Alvares! Viva a bandeira! —corearon los hombres con júbilo.
Era una costumbre de la hacienda. Siempre, el día antes de salir la bandeira, el jefe reunía a sus colaboradores en el gran salón de su residencia y les daba una opípara cena. Allí se hacían las arengas y los discursos, las advertencias y las severas reprimendas a quienes no habían estado demasiado diligentes.
Cuando todo el mundo se dispersó, una vez transmitido el aviso, doña Úrsula fue a reunirse con su servidumbre para dar las órdenes oportunas y disponer lo que debía servirse. Entonces Gracia aprovechó y corrió a encontrarse con Tomás. Ambos se escabulleron por los jardines traseros y fueron al lugar donde solían juntarse en los inicios de su relación.
—Me muero de la pena —suspiraba Gracia con ojos llorosos.
—En poco más de dos meses estaremos de vuelta —decía él.
—¡Ay, mi Tomasito! —lloriqueaba ella aferrándose a Tomás con todas sus fuerzas—. Abrázame hasta hacerme daño.
Él la rodeaba con sus brazos y sentía el talle prieto, delgado de la muchacha. «Todas las hembras deberían oler como ella», pensaba. Se besaron cuanto pudieron. Él quería llevarse el regusto en los labios, el perfume, la suavidad, el ligerísimo sudorcito, la presencia juvenil… Palpaba, palpaba cuanto podía y su deseo aumentaba.
De repente Gracia se apartó y le empujó. Él protestó con amargura:
—¿Ni siquiera hoy, Gracia? Es el último día, mujer.
—No, tonto, es que tengo que decirte una cosa importante —dijo ella muy seria—. Luego podrás aprovecharte cuanto quieras.
—Pues entonces habla rápido —suplicó él—, que tenemos poco tiempo.
—Cuídate de Manuel Prieto —le advirtió ella—. Júrame que procurarás estar siempre atento a ese… hijo de…, miserable, rufián, repugnante, canalla…
—¿Por qué me dices eso? —le preguntó él, extrañado porque ella le hiciera tal advertencia.
—Si me juras no decírselo a nadie, te contaré una cosa.
—¡Gracita, siempre igual! Lo juro, mujer, lo juro.
—Mi madre cree que fue ese bastardo quien organizó todo para que la secuestraran —reveló ella con rabia y tristeza.
—¿Y tú por qué sabes eso?
—Ah, querido, doña Úrsula nos cuenta todo a nosotras, sus hijas. No quiere que estemos ajenas a nada de lo que se cuece en São Paulo. Por si alguna vez ella falta, ¡Dios no lo quiera!
—¿Y por qué sospecha de él?
—Alguien le ha dicho que Prieto se reunía con un malvado tratante llamado don Bento.
—Se lo dije yo —reveló él—. ¿Y qué tiene que ver ese tal don Bento en todo esto?
—Muchísimo. Ese canalla organizó los tratos con mi padre cuando le fue vendida mi madre.
—Comprendo —afirmó Tomás—. Y ello quiere decir que es muy posible que Prieto estuviera detrás de todo.
—Claro —añadió Gracia—. El hijodeputa de Prieto sabía que mi padre andaba detrás de una dama europea y lo organizó todo desde España. ¿Vas comprendiendo? Manuel Prieto es el enlace de Clemente Alvares en la Corte, en España y en Portugal. Él se entera de las cosas y luego manda emisarios. Así mi padre sabe cuándo vienen armas, cargamentos de valor y… mujeres de bien, como doña Úrsula.
—Ahora comprendo por qué pudimos quedarnos con el cargamento de los tercios españoles que iban para Asunción —dijo él meditabundo—. Aquí nada sucede porque sí.
Los dos jóvenes se miraron. Se gustaban mucho. Se maravillaban al verse reflejados el uno en el otro. Se abrazaron de nuevo.
—Tú lo has dicho —murmuró ella—. Nada en esta tierra sucede porque sí. Incluso lo nuestro responde a un plan. ¡Pero es maravilloso!
Él permaneció en silencio, recorriendo con sus dedos el cuerpo suave y jugoso de Gracia. Experimentó un raro placer al saber que ella le pertenecía con la anuencia del misterioso juego de intereses que reinaba en São Paulo: celos, envidias, traiciones y puñaladas a la sombra. Pero Tomás amaba a esta mujer tan hermosa y no estaba dispuesto a perderla por nada. Sobre todo cuando ella le permitió que la desnudara. Con sus dedos temblorosos jugó con los lazos y las sedas, hasta que los pechos blancos aparecieron ante él, vibrantes de deseo, con rosados pezones que le miraban perfectos. Hundió entonces su rostro en la carne ardiente y murmuró bufando:
—Te amo, Gracia. ¡Te amo tanto…! Iré a esa condenada bandeira y cazaré a todos los indios que pueda. ¡Van a saber quién es Tomás Llera! Se van a enterar tu padre y ese maldito Prieto quién soy yo.
—¡Ah, ja, ja, ja…! —rio ella con una carcajada de placer—. Eso es, amor mío, mi Tomasito. ¡Trae esos indios y nos casaremos y les daremos a todos en las narices! ¡Viva la bandeira! ¡Viva Tomás Llera!
São Paulo, 14 de marzo de 1619
El salón principal de Santa Catarina resplandecía. Los candelabros arrancaban destellos de los muebles dorados, la plata, las porcelanas y los espejos. Había cuadros muy bellos en las paredes que representaban escenas de caza, santos, nobles caballeros y damas con elegantes vestidos portugueses; serían antepasados algunos y otros nadie sabía a quién representaban, pues habían sido comprados en los bazares brasileños.
Clemente Alvares estaba sentado en la cabecera de la mesa, a su derecha un orondo clérigo daba cuenta de las viandas que habían sido servidas en bandejas de plata. Doña Úrsula estaba a la izquierda de su esposo. Y después, ordenados por razón de su importancia, todos los oficiales de la bandeira. De manera que a Manuel Prieto le correspondía un asiento justo al lado de la dama, más o menos enfrente del clérigo. Tomás y Raposo estaban en lugares centrales, no muy próximos ni tampoco muy retirados.
Hubo muchos brindis. Y casi todo el mundo parecía estar ya entonado por el vino, aunque eran los primeros platos. El ambiente era festivo, eufórico, exaltado. De vez en cuando, alguien se ponía en pie, alzaba su copa y gritaba:
—Viva a bandeira! Viva Clemente Alvares!
—Viva! Viva! Viva! —respondían a coro los demás.
De repente irrumpió en la sala un espectáculo grandioso: media docena de lacayos llevando bandejas con pavos asados. Un delicioso olorcillo a guiso de ave se extendió por la sala y una clamorosa ovación saludó el obsequio.
—Viva a bandeira! Viva o senhor Alvares! Viva! Viva! Viva!
No había nada como cenar en casa del jefe de los bandeirantes, porque su fina y noble esposa organizaba los banquetes como nadie. Especialmente, este asado de pavo, hacía las delicias de los hombres de São Paulo. Así que un gran murmullo de aprobación ascendió hasta las bóvedas.
Doña Úrsula se puso en pie, batió palmas sonoramente y pidió silencio. Todo el mundo giró los ojos atentos hacia ella y cesaron los ruidos hasta el punto que podría haberse escuchado la caída de un alfiler.
—Señor Alvares, querido esposo —comenzó ella un discursito—, reverendo padre Efraím, miembros de la bandeira, he de haceros un anuncio.
—Isso, minha esposa, fala —autorizó Alvares.
—Pido a Dios que os guarde a todos en esta bandeira que se inicia mañana —prosiguió ella—. Y pido también que regreséis pronto. Pero este año tengo una razón especial para desear más ardientemente ese regreso —su boca se aflojó y profirió un ligero gemido. Lloró un rato. Con voz quebrada por la emoción, prosiguió—: Mi querido esposo y yo casaremos si Dios quiere a nuestra amada hija Gracia con el señor don Tomás de Llera, español, aquí presente.
Un aplauso brotó espontáneo de la concurrencia.
—Viva a Gracinha! Viva donha Úrsula! Viva o senhor Alvares! Viva! Viva! Viva!
Alvares también estaba emocionado; sacó un gran pañolón con encajes y se enjugó las lágrimas que le corrían hacia la barba.
—¡Un momento! —pidió de nuevo silencio doña Úrsula—. Y ahora, como es mi costumbre, trincharé yo misma esos pavos cuya cocción en los hornos he vigilado durante toda la tarde.
Los fieros bandeirantes, como niños en un convite, se removieron en sus asientos y prorrumpieron en risitas de satisfacción. Se les hacía la boca agua.
Doña Úrsula cogió el gran cuchillo, largo como una espada, y el tenedor con el que aseguró el ave hundiéndolo en la pechuga. Sirvió una buena presa al clérigo, y luego otra a su esposo. Todo el mundo seguía atento las hábiles operaciones que realizaba la dama. Le tocaba su turno a Manuel Prieto.
Ella estaba muy sonriente y segura de sí. Después de servir la salsa al anfitrión, cogió de nuevo el cuchillo y, en vez de irse hacia el ave, se volvió repentinamente y se lo puso a Prieto en el cuello.
Un grito de pavor brotó de las gargantas. Luego se hizo un gran silencio. Era un momento muy tenso.
Doña Úrsula dijo entre dientes, con rabia, pero de manera perfectamente audible:
—Tomás Llera regresará sano y salvo de la bandeira, ¿verdad, sargento?
Manuel Prieto estaba lívido. Sonrió forzadamente y asintió con la cabeza.
La dama entonces, como si tal cosa, retiró el cuchillo de su garganta y lo hendió en la pechuga de la pava. Un suspiro de alivio y una gran carcajada saludaron la solución del tenso incidente.
—Viva donha Úrsula! Viva a bandeira! Viva o senhor Alvares! Viva, viva, viva…!
São Paulo, 14 de marzo de 1619
—Viva a bandeira! Viva Clemente Alvares! Viva! Viva! Viva! —se escuchaba una y otra vez al amanecer.
Una gran fila de aguerridos bandeirantes, indios armados hasta los dientes, esclavos, caballos y bestias de carga enfilaba el viejo sendero que iba hacia las selvas del interior. Las banderas ondeaban, los mosquetes lanzaban sonoros disparos al aire, los cantos guerreros portugueses, el retumbar de las cajas, las voces, las risas…; la bandeira marchaba al fin a sus conquistas.