Misión de Loreto, 6 de marzo de 1619
Era ésta una época calurosa en el Guairá, que despertaba en la naturaleza fogosas explosiones de vida; las selvas agrestes brillaban exuberantemente verdes; había frutas en sazón y revoltosos y gritones pájaros en las arboledas. Los días eran de un cielo azul parejo; las noches, con estrellas brillantísimas. La rutina diaria seguía su curso en la reducción de Loreto. Se levantaban los guaraníes al toque de alba y acudían a la iglesia para la oración que daba comienzo a la jornada. Entre dos luces todavía, las velas encendidas creaban una atmósfera casi mágica, hospitalaria y de recogimiento. Se iniciaba entonces el canto del salmo. Las voces tan hermosas de los indios flotaban y se interrumpían en cada estrofa, mientras las chirimías, los arpones y el órgano les hacían como un eco grave y solemne. El canto era en lengua guaraní para las antífonas y en latín para las estrofas, cuya traducción resultaba muy sugerente:
Siembran los campos, y plantan huertos,
que producen abundantes frutos.
Y los bendice el Señor, y se multiplican,
y se acrecientan sus ganados.
Dad gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
Los indios marchaban después a los campos, pues era tiempo de cosechas. Se repartían por el tobambaíe, el abambaé o el tupambaé, según les correspondiera, y constantemente regresaban con su cargamento de frijoles, habas, cebada, batata, mandioca y caña de azúcar; pues otros productos, como el maíz, los melones o la cidra se recolectaban más adelante.
Enrique contemplaba extasiado los frutos que se iban extendiendo en las eras para el inventario.
—¡Me parece increíble! —exclamaba—. ¡Qué cosecha!
Pero el padre Roque González meneaba la cabeza con gesto de disgusto y decía:
—No lo crea, padre Madrigal, no es una buena recolección la de este año. La época de la lluvia vino tardía y luego sopló el viento sur, que aquí es ardiente por venir del Chaco. Será un mal año éste.
El padre Roque González de Santa Cruz era un misionero de gran prestigio en la Compañía. Tenía por entonces cuarenta y tres años y podía considerarse con razón uno de los fundadores principales del sistema de las reducciones. Era paraguayo de nacimiento, de Asunción, y poseía un talento poco común y la elocuencia propia de las gentes de estas tierras. De mediana estatura, robusto e infatigable, hacía de carpintero, albañil y arquitecto; manejaba el hacha, labraba la madera y apenas se tomaba reposo en su faena. Era gran conocedor de las costumbres y de la lengua aborigen; fue el primero en adoptar la música, la danza y el cántico para atraer a los guaraníes. Sabía bien que el trato dulce y amigable, la conversación y la paciencia eran el mejor cauce para ganarse a los indios. Esto le había convertido en el verdadero creador del método de catequización que se usaba en las misiones guaraníticas.
Hasta la llegada de Enrique, él se había ocupado de los niños; no sólo de enseñarles a leer y a escribir, sino también de organizarles el tiempo libre, adentrarlos en los talleres, llevarlos de excursión y dirigir lo que más les gustaba a los pequeños guaraníes: el teatro.
Cuando llegó Enrique, pasada la primera semana en la que el joven jesuita se adaptó al nuevo destino y a la vida de la misión, se hizo el reparto de las tareas y el padre Roque González dijo muy seguro:
—Yo ya voy estando algo mayor para hacerme cargo de la chusmita —que era como cariñosamente se llamaba en las Indias a la infancia, sin sentido peyorativo alguno—. El trabajo con los niños cada día pide más esfuerzo y, no es que no me guste, pero la reducción crece y cada vez exige más dedicación de mi persona en tareas como la organización de las instituciones, el gobierno de las cosas de la Iglesia, la intendencia general… En fin, se hace necesario que alguien se encargue casi exclusivamente de los pequeñuelos —miró directamente a Enrique.
—Bueno, padre Madrigal —dijo el padre Diego de Boroa mirando también a su paisano—, es una buena manera de empezar.
—Acepto —contestó muy obediente Enrique, decidido—. He venido para hacer lo que se me mande.
Así comenzó su labor, a la que se entregó con mucho entusiasmo desde el primer día. Estaba tan deseoso de ser útil en las reducciones que pidió comenzar enseguida.
Debió de causar una gran impresión a los niños guaraníes aquel jesuita tan alto, con el pelo color manzanilla y unos ojos muy azules, porque, lo primero que hicieron cuando se presentó a ellos, fue observarle atentamente, de arriba abajo, con unas miradas agudas y penetrantes, como si fuera un bicho raro. Fue en el aula principal del colegio, donde varios centenares de pequeños indios, de entre ocho y once años, se reunían para la enseñanza cada día. El padre Roque, con un tono dulce, les habló primero en guaraní y les dijo algo que Enrique no entendió. Luego le pidió a él:
—Les he dicho a los niños quién eres; pero será mejor que te presentes tú mismo. De manera que háblales algo, ya que la mayoría de estos niños comprenden ya el español.
Enrique se puso en medio del aula, miró alrededor muy sonriente y comprobó que aquella multitud de niños estaban muy atentos. Aun así, para hacerse escuchar bien, hinchó sus pulmones y saludó con voz potente:
—¡Hola! ¡Soy paí Enrique!
En estampida, los niños salieron corriendo despavoridos, algunos se cayeron de espaldas del susto y otros prorrumpieron en sonoros llantos. El caso es que el aula se quedó vacía.
—Oh, Dios mío, ¿qué ha pasado? —dijo Enrique, muy confundido.
—¡Ja, ja, ja…! —rio a carcajadas el padre Roque González—. Los has asustado, hombre. Con esa voz tan fuerte… ¡Ja, ja, ja…! A los guaraníes hay que hablarles con dulzura, con muchísima delicadeza. Las voces les atemorizan.
—Pero… si lo hice para que me oyeran bien, para ser simpático con ellos. En mi tierra un vozarrón es algo campechano y amigable.
—Pues aquí no, padre Enrique, ¿ves? Esto es diferente, hay que aprender muchas cosas acerca de los indios. Ése es precisamente el problema; que muchos se piensan que deben comprender nuestras maneras, nuestros gestos y costumbres. No, padre; somos nosotros quienes hemos de adecuarnos a ellos.
—Comprendo, padre Roque —dijo humildemente Enrique—. En adelante procuraré observar más y actuar más despacio.
—No te preocupes —le dijo paternalmente el padre González, dándole una palmada cariñosa en el hombro—. Enseguida aprenderás a tratarlos. Ya verás como vas a quererlos muchísimo.
11 de marzo de 1619
Era una tarde espléndida. El intenso sol paraguayo caía sobre los tejados y arrancaba densos aromas vegetales de las selvas, los campos de labor y los huertos de la reducción. Los loros parloteaban contentos en sus palmeras y un rumor lejano de cánticos llegaba desde alguna parte. En el colegio, los niños languidecían desfallecientes a causa de la canícula, mientras el padre Diego de Boroa trataba de enseñarles la doctrina. Enrique aguardaba a que terminase su compañero para empezar su clase de teatro.
—Está visto que hoy no queréis hacer nada —dijo finalmente Boroa, al ver que sus alumnos se adormilaban sin prestarle la menor atención—. ¡Ay, Dios mío, qué cruz! Con este calor no hay manera. Ande, padre Enrique, empiece con el teatro.
Como si les hubiese despertado el picotazo de un aguijón, los niños guaraníes se removieron y saltaron entusiasmados hacia Enrique gritando:
—¡Paique, Paique, Paique…!
Era como le llamaban ya. Padre Enrique les era muy difícil de pronunciar y mucho más complicado todavía llamarle padre Madrigal; así que, casi espontáneamente, le pusieron «Paique» y a Enrique no le pareció mal.
Se encargaba el joven jesuita de momento de enseñarles las canciones y el teatro. Eran estas dos actividades las favoritas de los pequeños guaraníes, por lo que su tarea desde el principio resultó muy gratificante.
Se trataba de ensayar con ellos una clásica obra de colegio, cuya representación estaba prevista para la Pascua. Justo después de la Semana Santa si se podía, y si no en la fiesta del Corpus Christi, que en la misión era muy celebrada. Participaban una cincuentena de actores, los demás niños formaban los coros. Versaba el argumento sobre una lucha entre ángeles y demonios que era una bonita alegoría sobre la pugna entre el bien y el mal; el reino de Dios y las potestades malvadas que reinan en el mundo. A los niños esta historia les encantaba. Todo lo que era simbólico, musical y expresivo les atraía, por lo que no resultaba nada difícil adentrarlos en el tema y conseguir que participaran activamente.
Y Enrique era feliz con este trabajo. Le costaba que le entendieran al principio, pero poco a poco, con gestos y de manera intuitiva, haciendo uso de los conocimientos de la lengua española que tenían los niños indios, iba logrando una gran conexión con ellos que a veces le resultaba casi milagrosa. Los alineaba en filas, los organizaba en movimientos precisos, les transmitía interés y, finalmente, veía satisfecho cómo el ensayo avanzaba, lo cual le hacía albergar la esperanza de poder representar la obra en la Pascua, en la plaza de Loreto, con la presencia de todo el pueblo como espectador. Y esta ilusión le llevaba a sudar cada tarde la gota gorda poniendo todo su entusiasmo.
Después, cuando el calor remitía un poco, iba con sus alumnos al tupambaé, donde, por estar todo ya recogido, en las eras expeditas podían jugar a los juegos que el jesuita había importado de España: la gallina ciega, el pañuelo, las fronteras, el pingoné…
A última hora de la tarde estaba rendido. Pero los niños le manifestaban tanto cariño y se mostraban tan dóciles y felices, que cada día le merecía la pena todo ese sacrificio. Al fin y al cabo, siempre había imaginado su misión en las reducciones como una lucha sin tregua para ganarse a indios hostiles, fieros y salvajes, y que su vida estaría siempre pendiente de un hilo; así que esta placentera y agradable tarea, a pesar de las dificultades del clima, los mosquitos y las incomodidades, era para darle gracias a Dios constantemente.
Por las noches, después de la oración de la tarde, los jesuitas cenaban una ligera colación en el refectorio y después dedicaban un largo rato a profundizar en sus conocimientos sobre el mundo particular de los guaraníes. En esto el padre González era un experto, gracias a lo cual Enrique pudo aprender muchas cosas sobre los mitos y costumbres de los indígenas. El joven jesuita se maravilló escuchando las peculiares leyendas que estaban en las raíces de este pueblo que tan espiritual era en el fondo.
—No hay otra raza o tribu —explicaba el padre Roque—, téngalo por cierto, a la que mejor se aplique la palabra evangélica: «Mi reino no es de este mundo». En efecto, toda la vida de los guaraníes converge en el Más Allá. No tienen deseos de ganancias, ni de bienes materiales, ni ambiciones de poder o cualesquiera otras aspiraciones terrenales. Nada significan estas cosas para ellos; no les preocupan.
—¿Entonces, qué les mueve? —preguntó Enrique muy intrigado.
—El misterio —respondió gravemente el padre González—, la divinidad. Es un pueblo místico que posee las mejores disposiciones espirituales para oír la voz de la revelación.
—¿Y cómo es posible eso, si son idólatras y paganos? —replicó Enrique.
—Ah, padre Madrigal, ésa es precisamente la cuestión —contestó el padre Boroa.
Y ambos misioneros comenzaron a desvelarle a Enrique el profundo misterio de los guaraníes, el cual habían conocido los misioneros por una experiencia directa y personal, después de convivir con ellos en actitud dialogante durante años.
Las más notables de estas creencias de los indios —le contaron—, eran las referentes a un ser sin fin ni comienzo, extra-temporal, creador del cielo, la tierra, los pájaros y los animales. Tenía este ser todas las perfecciones y bondades que los cristianos descubren en Dios. Este ser supremo, llamado Ñamandú, «el primero, el origen y principio», o Ñandeyara, «nuestro dueño», podía relacionarse con los hombres, pues era una entidad espiritual concreta y se manifestaba como Tupá, en la plenitud de la naturaleza y del cosmos, pero nunca en una imagen material. Por eso, desde el principio de la conquista, llamó mucho la atención de los conquistadores hispánicos el hecho de que los guaraníes no poseyeran templos, ni imágenes o ídolos que venerar. Muchos creyeron que eran pueblos sin creencias. Pero la verdad es que los guaraníes tenían una religión profundamente espiritual.
—¡Es increíble! —exclamó Enrique—. Es como la revelación que hizo Jesús de que «Dios debe ser adorado en espíritu y en verdad».
—Exacto —asintió Diego de Boroa—. Esta naturaleza grandiosa con sus energías contenidas y su belleza; sus ríos, montañas, selvas, animales…; éste es su inmenso templo.
Pero aún se maravilló más Enrique al conocer que los indios creían también en un Dios-niño, una Madre de Dios y la leyenda del diluvio universal. Estaba también la otra dimensión de la realidad espiritual, el Mal, al cual llamaban Añá. Esta otra fuerza era la generadora de la muerte, la enfermedad, la escasez de alimentos y las catástrofes naturales. El equilibrio podía romperse en cualquier momento y entonces venían los males a causar sufrimiento a los hombres.
Enrique estaba mudo de emoción al escuchar tales relatos. En el gran silencio de la noche, sólo las chicharras intensificaban sus cantos, como un acompañamiento misterioso.
—Es la Providencia Divina —observó al fin Enrique—. Dios ha mostrado sus misterios a estos indios.
—En efecto —afirmó el padre Roque—. Y conociendo bien el parecido de las supersticiones de estos pueblos con las creencias del cristianismo, nos hemos servido de esas coincidencias para llevarles a la fe.
—Aunque hay que tener sumo cuidado —advirtió el padre Boroa con gravedad—. Porque por haber adoptado en nuestros catecismos figuras, conceptos y términos de los mitos y leyendas indios hemos sido acusados por la Inquisición. Es pues éste un asunto delicado en el que hemos de andarnos con pies de plomo.