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São Paulo, 9 de marzo de 1619

Una gran agitación reinaba en São Paulo. La bandeira se preparaba para emprender próximamente su marcha. Alvares daba sus órdenes con energía, con garbo, iracundo y desafiante. Quería contagiar a sus hombres su coraje y su orgullo de conquistador, aventurero y cazador de indios. Los oficiales repetían sus palabras sin omitir jamás el nombre de su jefe: «O senhor Alvares dize…», «O senhor Alvares manda…», «O senhor Alvares ordena…». Todo el mundo iba de aquí para allá muy activo, nervioso, pues muchos eran los preparativos que requería una expedición de tal envergadura. Debían reunirse bestias adecuadas; caballos, mulas, asnos; armas, pólvora y municiones en cantidad suficiente para las batallas que se darían; alimentos, vituallas, ron; también maíz en abundancia para alimentar por el camino a los indios que serían apresados; y, lo más importante, reunir al personal humano: bandeirantes, paulistas, portugueses y españoles recién llegados, holandeses, mestizos e indios para formar el gran ejército que componía la bandeira.

En Santa Catarina, Alvares tronaba alborotado y apresuraba a sus gentes para salir en el momento preciso; justo cuando empezaban a remitir los calores, pero antes de que se avecinara la temporada de lluvias. Los exploradores que habían salido a escrutar las selvas para determinar dónde se encontraban los indios ya iban regresando con sus pronósticos. Con cada noticia acerca de si guaicurúes, carios, tupís o guaraníes estaban aquí o allí, la colonia se llenaba de pesadumbre o de júbilo. «No hay indios en el Paranaiba», anunciaban, y todo el mundo se enfurruñaba. Cuando avisaban de que había movimiento de guaraníes hacia tal o cual selva, río o montaña, crecía la inquietud y el deseo de ir a por ellos. Cada vez que regresaba un grupo de exploradores, la colonia se agitaba en violentas oscilaciones que transformaban a los bandeirantes en gentes impacientes, irritables, sujetas a la incertidumbre y a la rabia. Pero los preparativos no se interrumpían, sino que se apuraban, como si mañana mismo fuera el día de la salida. Alvares revisaba todo personalmente, sin dejar de escupir insultos por su boca, hecho una verdadera fiera. Todo el mundo cuidaba de no cruzarse en su camino, pues nada le parecía que estaba bien hecho. Blasfemaba, rugía, profería exabruptos y daba las órdenes con violencia, como si estuvieran en guerra. Las órdenes pasaban a los sargentos, de éstos a los cabos, y después se extendían por todo São Paulo, hasta el más insignificante de los esclavos.

Durante aquellos días se vivió con una agitación tan grande que Tomás apenas podía ver a Gracia. A él, como a todo el mundo, le entusiasmaba la bandeira; pero su amada ocupaba toda su mente, lo que le daba un aire de despistado. Y a Manuel Prieto, que no se le escapaba una, se le acentuaba la rabia y los celos, pues percibía sin duda alguna lo que al joven le pasaba.

—¡Idiota! —le decía despectivamente—. ¡Estás atolondrado! ¡Anda y cuida de ese caballo como Dios manda!

Tomás se daba cuenta de la situación tan difícil que tenía. Por una parte, doña Ursula le agasajaba, le trataba privilegiadamente; manifiestamente le quería para su hija. Por otra parte, Prieto se enfurecía más y más, pues quería a Gracia para él. Y mientras más melindrosa estaba la señora para con el joven, más le hacía el sargento la vida imposible.

Una mañana, doña Úrsula se presentó en el polvorín donde estaban preparándose las raciones de pólvora. El sargento Prieto tenía encomendado el reparto y le ayudaban sus subalternos Raposo y Tomás, haciendo los pesajes y disponiendo los paquetes de munición que debían ser entregados a los hombres.

—¡Buenos días! —saludó ella muy sonriente—. ¡Uf, qué olor tan desagradable! —se quejó mudando la expresión.

Los hombres que estaban allí se apresuraron a ponerse de pie y a saludar reverentemente a la esposa de su jefe. Ella paseó la mirada por el almacén y puso los ojos en Tomás.

—Mozo, ven conmigo —le ordenó—. Mi marido quiere hablar contigo.

A Tomás le dio un vuelco el corazón. Se puso lívido.

—¿Yo…, señora…? —balbució.

—Sí, tú, mozo —le dijo doña Úrsula—. Anda, no le hagamos esperar.

Cuando Tomás salía del polvorín se volvió y vio que su amigo Raposo le compadecía con la mirada. Por su parte, el sargento Prieto meneaba la cabeza, con cierto asomo de satisfacción en los ojos.

La mujer de Clemente Alvares iba delante, protegiéndose del sol con una sombrilla y andando briosa, como era su estilo, seguida por las esclavas que no la dejaban ni a sol ni a sombra. Tomás iba unos pasos detrás de ellas, descompuesto, atemorizado. Tantas veces le había advertido el sargento de que se la estaba jugando por acercarse demasiado a Gracia, que ya se veía hecho el blanco de las iras del bandeirante. Y precisamente ahora, cuando el carácter de Alvares estaba tan encrespado y no había quien se aproximara a él. Mil conjeturas le pasaban por la mente: sería azotado, expulsado de la colonia, encerrado en los calabozos… ¿Muerto tal vez?

Entraron en Santa Catarina por la puerta de atrás. Atravesaron los pasillos que conducían a las dependencias privadas de la familia, emprendieron el largo corredor que conducía al salón donde Clemente Alvares despachaba, completamente abarrotado de armas y animales disecados pendiendo de las paredes. Tomás sólo había entrado allí una vez en todo el tiempo que llevaba en São Paulo. Hasta se imaginó que el bandeirante, sin mediar palabra, cogería una de las espadas y le atravesaría de parte a parte.

—¿Marido, da vuaced su permiso? —llamó doña Úrsula golpeando la gran puerta con los nudillos.

—Adiante, esposa! —autorizó desde dentro Alvares, con una voz cavernosa.

Pasaron a la sala. Tomás temblaba. Clemente Alvares estaba de pie, muy serio. Al fondo, sentadas en sendas butacas, estaban también sus hijas. Al joven le pareció que Gracia sonreía de forma extraña.

—Sentem-se —dijo autoritario Alvares—. Nós temos de falar.

Doña Úrsula y Tomás se sentaron. Alvares se fue entonces hacia una vitrina y cogió una hermosa botella de cristal labrado y dos finas copas. Sirvió un oporto rojo oscuro, cuyo aroma agradable se extendió por la sala.

—Posso oferecer-lhe una bebida? —le dijo delicadamente a Tomás, alargándole una de las copas llenas de vino—. É vinho do Porto. O melhor vino do mundo!

Tomás cogió la copa con su mano temblorosa. Esperó a que Alvares bebiera y luego bebió él. El vino era exquisito, pero en ese momento no estaba para recrearse apreciándolo.

El bandeirante miró entonces a su mujer, con una sonrisa ufana, y le dijo:

—Esposa amada, fale você, por favor.

Doña Úrsula sonrió de oreja a oreja, cruzó las manos sobre su regazo, entrelazó los dedos, y comenzó un pequeño discurso:

—Querido Tomás, el señor Alvares te ha mandado llamar porque tiene algo muy importante que decirte. Resulta que nuestra amada hija Gracinha tiene buenas, loables, cristianas intenciones de contraer matrimonio —dicho esto, se quedó parada un momento, escrutando la reacción de Tomás. Después prosiguió—: Y el señor Alvares considera que su querida hija debe casarse con el hombre que quiere, que para eso tiene bienes suficientes y puede darle la dote que se merece…

—Por favor, nao fale tão rápido! —la interrumpió Alvares, que no podía seguir a su esposa, por hablar ésta en español muy deprisa y con marcado acento andaluz.

—Perdone vuaced, marido —se excusó doña Úrsula. Prosiguió—: De manera que, sabedores como somos de que nuestra querida Gracia te ama a ti, Tomás, el señor Alvares ha decidido otorgártela, para que te cases con ella.

Tomás dio un respingo en su asiento y el vino se le derramó en el muslo. Aquel impactante anuncio le dejó obnubilado. No sabía qué contestar. Con una sonrisa bobalicona paseó sus ojos desorbitados por la estancia, de doña Úrsula a su marido, de Alvares a Gracia, de ésta a Isabel y de Isabel de nuevo a Gracia.

—Vamos, hijo, di algo —le animó maternalmente doña Úrsula—. ¿Tú también la quieres a ella?

Tomás asentía con la cabeza, en movimientos muy rápidos, nerviosos, y se le escapaba una risita de satisfacción; aunque la emoción le impedía articular palabra.

—Vamos, criança —exclamó Alvares abriendo los brazos—, un forte abraço!

El joven abrazó a su futuro suegro. Se sentía como en una nube. Durante días había visto a Alvares como una fiera a la que nadie podía ni siquiera acercarse, y ahora estaba cariñosamente abrazado por él, como si fuera un familiar cercano. No le extrañaba ser tratado con mucha deferencia por doña Úrsula, pues ya Gracia le había dicho que le caía muy bien a su madre; pero Clemente Alvares era mucho Clemente Alvares, y verse querido por un ser tan bruto e intempestivo era demasiado para lo que él podía esperarse.

El jefe de los bandeirantes llenó de nuevo las copas. Brindaron una y otra vez. Doña Úrsula besaba a Gracia; Isabel también la felicitaba. Todos estaban encantados. Hablaban de la boda, de dónde y cómo sería celebrada. Era un acontecimiento muy importante y debían prepararlo todo convenientemente. Las tres mujeres estaban muy alborotadas; discutían cariñosamente, reían, lloraban… De repente, Clemente Alvares, que bebía con Tomás, dijo con tono autoritario:

—Un momento! O primeiro é a bandeira.

—Claro, claro —asintió doña Úrsula—. Lo primero es la bandeira. ¿Cuándo saldrán vuacedes, marido?

—Antes de urna semana —contestó rotundo Alvares.

Después el jefe de los bandeirantes comenzó a dar explicaciones orgulloso acerca de los sitios adonde irían a cazar indios. Le prometió a Tomás que le daría la oportunidad de hacerse rico, si era un hombre tan intrépido y valiente como parecía. Le aseguró que le otorgaría un buen puesto en la bandeira, al frente de muchos hombres, y que tendría a su disposición caballos y armas, mosquetes, pólvora y municiones. Y siguió así un buen rato, enumerando los lugares donde había indios en abundancia y nombrando este o aquel tratante de esclavos; los contactos que tenía en São Vicente, en Santos y en Bahía y que le pagarían en plata contante y sonante.

—A mía filha tenhá o cassamento que corresponde —dijo finalmente, lleno de orgullo, palmeándole afectuosamente el hombro a Tomás.

—¡Eso es! —exclamó doña Úrsula—. ¡Va a ser sonado! Anunciaremos el compromiso este mismo domingo. Iremos a hablar con los curas y lo prepararemos todo. ¡Qué maravilla! Cuando regreséis de la bandeira, cargados de indios, tendremos boda en San Pablo y una fiesta como no ha habido otra desde que los cristianos pusieron pie en esta condenada tierra.

Cuando Tomás salió de la casa de Clemente Alvares iba muy contento, silbando y casi dando saltos camino del polvorín, para contarle lo sucedido a su amigo Raposo. Atravesó jardines que se extendían por las traseras y enfiló un caminillo que discurría entre palmitos y que llevaba a las cuadras. Al torcer una esquina, se encontró de repente a Manuel Prieto y se sobresaltó.

—Vaya, vaya, parece que vienes como si tal cosa —le dijo el sargento, con los brazos en jarras y una expresión rara—. Te da igual todo, Tomás. ¿Cómo no me he dado cuenta de que eres aún más espabilado de lo que aparentas? ¡Menudo zorro estás hecho!

—No sé a qué viene esto, señor Prieto —le contestó Tomás, muy serio.

—Anda, mozo, no te hagas el tonto —le espetó rabioso Prieto, moviéndose hacia él con cara de pocos amigos—. A mí no me engañas, don Tomasito. Tú vas de simpático y te metes donde te place. ¡Por los clavos de Cristo que te tengo calado! Pero de mí no se ríe nadie…

—¡Eh, ya está bien, señor Prieto! —se irguió Tomás en actitud gallarda.

—¡Anda con don Tomasito! ¿Te vas a poner gallito conmigo? ¡Menudo sinvergüenza! ¿Te has creído que puedes beneficiarte a la hija del señor Alvares y quedarte así, tan fresco? ¡Pero yo te voy a poner en tu sitio! —se abalanzó y le agarró por la pechera—. ¡Te voy a dar…!

Tomás le dio un fuerte empujón y el sargento casi se cae de espaldas.

—¡Déjeme vuaced en paz! —le gritó—. ¡No quiero entrar en pendencia!

—¡Pues yo sí, hijodeputa! —rugió Prieto abalanzándose de nuevo sobre él y echándole mano al cuello.

Forcejearon, cayeron al suelo y rodaron. El sargento era más grande que Tomás, pero éste no se quedaba manco. Se golpeaban, gruñían, maldecían, se insultaban… sin que la pelea se decidiera por ninguno de los dos. Tomás entonces vio que la cosa iba en serio, cuando Prieto se puso como fuera de sí e intentaba estrangularle, el joven sacó todas sus fuerzas y comenzó a propinar fuertes puñetazos a su contrincante.

—¡Eh, quietos! —gritó alguien—. ¡Deteneos! ¡Aquí, socorro, que se matan!

Pronto acudieron varios lacayos a la llamada de Maximino. Se arrojaron sobre los dos contendientes y los separaron.

—¡Yo a ti te mato! —gruñía Prieto—. ¡Maldito, gusano!

—¡Celos es lo que tienes, viejo asqueroso! —le replicaba Tomás—. ¡Gracia es mía! ¡Entérate! ¡A ti te iba a querer!

Avisados a causa del escándalo, acudieron doña Úrsula y Clemente Alvares. Enseguida se formó un gran corro de criados, esclavos y hombres de la bandeira que vinieron a curiosear.

—¡Qué vergüenza! —exclamó doña Úrsula—. ¡En mi casa! ¡Fuera! ¡Cada uno a lo suyo!

Se hizo un gran silencio. Nadie se movía de allí.

—Não ouêm? —gritó Clemente Alvares—. A senhora dize que todo o mundo fora de aquí! Fora!

Criados y esclavos fueron los primeros en quitarse de en medio. Después se dispersaron los bandeirantes murmurando entre ellos. Quedaron sólo allí Tomás y Prieto, frente a doña Úrsula y Clemente Alvares.

—O que passa…? —comenzó a preguntar el jefe de los bandeirantes, con cara de consternación.

—Nada, señor marido —dijo doña Úrsula dispuesta a tomar las riendas del asunto—. Son cosas de hombres. Aquí no ha pasado nada. Una fanfarronada, sólo eso. Hala, daos la mano —les dijo a Tomás y a Prieto, poniéndose en medio de ellos—. No es nada conveniente un escándalo de este tipo, precisamente ahora, cuando está a punto de partir la bandeira. ¡Ah, qué insensatez! ¡Daos la mano he dicho!

Remoloneando, ambos se estrecharon la mano, aunque sin demasiado entusiasmo.

—Ya está —zanjó la cuestión doña Úrsula—. Y una cosa os digo: que no se hable más de este asunto. ¿Entendido?

Asintieron ellos con la cabeza, obedientes ante el poderío de la dama.

—Pues, hala —dijo ella—, cada uno a sus quehaceres.

Se separaron. Desde aquel día, Tomás procuró evitar al sargento. Sabía que no tenía nada que temer en Santa Catarina, protegido como estaba por Alvares y su mujer. Pero Manuel Prieto no dejaba por eso de ser un hombre muy peligroso.