Misión de Loreto, 20 de marzo de 1619
Los primeros días de estancia en la misión, Enrique los dedicó a conocer en profundidad el sistema de una reducción, que respondía al esquema general que la Compañía estableció en los pueblos que fundaba. La forma exterior de Loreto era pues semejante a la de otras misiones. Presentaba un plano bastante uniforme, según una plantilla adoptada por los jesuitas porque les parecía más cómoda para el buen gobierno de los indígenas. Se escogía un lugar llano donde inicialmente se marcaba el perímetro de la población y la planta general donde debían irse levantando las diversas construcciones. El edificio central era la iglesia, de gran tamaño y consistencia, cuyo techo descansaba sobre gruesos tabiques, en los que se acomodaba un falso entablamento, sostenido por pilastras o columnas muy gruesas, hechas de impresionantes troncos de árboles. Los muros eran de adobe o tapia y el suelo estaba muy bien cubierto con losetas de barro cuadradas. Resultaba sorprendente encontrar templos tan capaces y tan sólidamente hechos, de tres o cinco naves, en lugares tan apartados, donde no había arquitectos, ni oficiales, ni maestros experimentados que prestasen sus servicios en las obras.
Enrique se maravillaba, sin salir de su asombro, mientras el padre Diego de Boroa le iba mostrando cada detalle del edificio.
—Sigo sin poder comprender cómo es posible una construcción así —decía—, aquí, en las Indias. ¿Y dice vuestra paternidad que no hubo maestros al frente de las obras?
—Nada, ni maestros ni oficiales —explicaba el padre Boroa—. Los padres Antonio Ruiz de Montoya y Cataldino fueron quienes fundaron esta reducción hace ahora seis años. El padre Montoya fue a Ciudad Real en busca de oficiales para la obra, pero nadie consintió en venir. Había entonces muchos peligros. Consiguió, eso sí, unos planos y explicaciones sobre la manera de trabajar, pero no sabía nada de albañilería. Y con tan escasas informaciones se convirtió en improvisado arquitecto. Fue una buena ocasión para admirar las cualidades de los indios, de muy buenos ingenios y habilidades. ¡Ah, si tuvieran maestros!, serían magníficos artesanos.
Al lado de la iglesia, Boroa le mostró a Enrique el colegio. Era otro buen edificio, con amplias ventanas que aportaban luz suficiente, patio de recreo y comedor. Cuatrocientos niños indios recibían allí enseñanza, muchos de los cuales sabían leer y escribir perfectamente. Contaban los jesuitas con un catecismo en la lengua de los indios, el guaraní, redactado por el gran lingüista franciscano, fray Luis de Bolaños, con ayuda de indígenas y traductores lenguaraces españoles, que había sido aprobado por la autoridad eclesiástica.
—¡Es asombroso, realmente asombroso! —exclamaba Enrique—. ¿Cómo ha podido conseguirse en tan poco tiempo que estas criaturas acepten esta manera de vivir?
—Sí, es sorprendente —asentía el padre Diego de Boroa—. Es como un milagro.
Recorrieron las aulas del colegio, donde los niños aprendían la doctrina, la escritura, la lectura, la música, la danza y el canto, así como la organización disciplinada de la niñez. Aunque los medios eran escasos, pues no tenían otros profesores que los padres jesuitas, los resultados no podían ser mejores. Enrique comprobó cómo los niños se sabían las oraciones y las enseñanzas de la religión en su propia lengua, y las expresaban con gran naturalidad.
El padre Boroa le explicó que tal éxito se debía en su mayor parte al talento poco común del padre Roque González, el cual era gran conocedor de las costumbres y de la lengua aborigen, y había sido uno de los primeros en introducir los procedimientos adoptados por la Compañía para la conversión de los indios. Encontró que los guaraníes admiraban la elocuencia en el púlpito, así como el fausto de las funciones sagradas, sobre todo las procesiones.
—Resulta que a los guaraníes les encantan las ceremonias rituales de nuestra fe —explicaba Boroa—; las procesiones con sus arcos triunfales, guirnaldas de flores, coros de niños cantando al son de flautas y timbales, los palios de vivos colores… Ya verás cuando llegue la Semana Santa. Es entonces cuando los indios disfrutan más que nunca.
A continuación del colegio estaban los talleres. Era éste un edifico austero, donde los jesuitas adiestraban a los indios en diversas artes y oficios: escultura, pintura, platería, carpintería, herrería, cerrajería… La habilidad manual de los guaraníes era una cualidad ingénita que la Compañía decidió desarrollar convenientemente. Por ello, los jesuitas solicitaban constantemente maestros europeos que estuvieran dispuestos a venir a enseñar sus artes. Marcos Cabrera, el escultor sevillano, se incorporó inmediatamente a la tarea y no tardó en admirarse ante los progresos tan rápidos de sus aprendices.
Enrique visitó también las casas de los indios. Éstas se alineaban a partir de la gran plaza central de la reducción. Eran muy simples, constituidas por una sola estancia que funcionaba como residencia, dormitorio, cocina y comedor, para toda la familia. Se construían unas al lado de otras en un sistema de cuadras en damero. Los materiales eran muy simples, adobe y maderas fundamentalmente. Todos los habitantes dormían en hamacas; no existía mobiliario y los útiles domésticos eran muy escasos. Los vastos techos de cobertura de paja y ramas, estaban muy ennegrecidos a causa del humo que no tenía otra salida que no fuese la puerta, por lo que la ventilación era casi inexistente.
El padre Boroa le explicó a Enrique que no se debía habituar totalmente a los indios a la forma de vida española, pues no era demasiado conveniente un cambio demasiado brusco en sus costumbres. Por ello, habían creído oportuno aceptar algunas formas de vida propias de los guaraníes, conservando las características principales de las habitaciones primitivas de las selvas.
—Como ves —le explicaba—, se les permite agruparse en manzanas, según la pertenencia a sus tribus de origen. En esto ellos son muy suyos.
Otras construcciones comunes eran la Casa de la Misericordia, donde se alojaban las viudas con sus hijos y las mujeres que no eran del pueblo; el hospital, que era un núcleo de cabañas algo alejadas y que se quemaban después de haber pasado por ellas algún enfermo; las carnicerías o «rastros» y edificaciones específicas como tahonas, olerías y tejerías, que estaban fuera del pueblo, junto a las huertas.
Más aún que las construcciones tan bien dispuestas, llamó la atención de Enrique la estricta y minuciosa reglamentación de la vida que regía en las reducciones. Desde la salida del sol hasta el ocaso, las actividades en la misión estaban reguladas al máximo. Salían a trabajar a los campos al alba, llevando en andas la imagen de un santo y entonando cantos religiosos. Los varones se distribuían por los huertos y plantaciones y las mujeres quedaban en sus casas para hilar y tejer. Los campos que se trabajaban estaban organizados en tres categorías: el tabanbaíe, que eran los terrenos de la comunidad; el abambaé, que era la porción de tierra señalada para el mantenimiento de cada familia; y el tupambaé, cuya producción se destinaba al sostenimiento de las viudas, huérfanos, inválidos, ancianos y para el sostenimiento del culto. La agricultura era pues la fuente de la que se mantenían principalmente los indios. Sembraban maíz, mandioca, batatas y legumbres. No eran aficionados al trigo. Eran pocos los que lo sembraban, y se lo comían cocido o molido y hecho en tortitas sin levadura. El maíz en cambio se daba bastante y lo comían cocido directamente en la mazorca o hecho también en tortas tostadas sobre platos. Algunos plantaban caña dulce, árboles frutales y había también algunas viñas. El trabajo era obligatorio.
—¿Y no se quejan? —preguntó Enrique al padre Boroa—. El trabajo del campo es duro, y acostumbrados como estaban a vivir libres en sus selvas…
—No es demasiado el trabajo —respondió el jesuita—. Se les señalan seis meses para las labranzas, en que aran, siembran, escardillan y recogen su cosecha. Con cuatro semanas efectivas que trabajen tienen bastante para lograr el sustento de todo el año, porque la tierra es fértil. Si quisieran, podrían obtener hasta dos cosechas en un año. Así son de ricos estos campos.
—¿Y no hay vagos?
—¡Humm…! Claro que haylos, como en cualquier parte. Estas criaturas además son desidiosas por naturaleza y les gusta perder el tiempo. En fin, el tiempo les hará más laboriosos.
—¿Y el que no puede trabajar?
—Se le alimenta públicamente. Los ganados pertenecen a toda la comunidad y benefician a todos. Además, hay una serie de campos, el tupambaé, que están destinados a sustentar a quienes no pueden trabajar.
También le explicó Boroa a Enrique cómo se cuidaba el ganado público por turnos. Los bueyes para la labranza eran prestados siguiendo un orden preciso, y lo mismo se hacía con los arados, azadas, y útiles entregados al comenzar la jornada y que después, una vez devueltos, quedaban depositados en los almacenes de la comunidad, lo mismo que los frutos comunes.
—Entonces, ¿carecen de propiedad privada? —quiso saber Enrique.
—No, no, ya te digo que tienen asignado lo que llamamos el abambaé, que es la propiedad privada. Pero los indios no disponen de ellas a voluntad, ni tampoco de las casas que habitan. Un magistrado las asigna y ese mismo magistrado las otorga a los herederos cuando fallece el dueño. También compete a éste entregar casa aparte al hijo que contrae matrimonio.
—¿Y qué hacen con los frutos de sus propiedades, del abambaé? ¿Los venden ellos aparte? ¿Los consumen a placer?
—También eso lo tenemos regulado comunitariamente —explicó el padre Boroa—. Los frutos del abambaé pasan previamente por manos de la autoridad, que los va entregando a las familias a medida que los necesiten para su sustento. ¡Ay, si no fuera así! Se comerían todo o lo regalarían y después tendrían que mendigar de los bienes comunes. Ése es el problema; que no son capaces de pensar en el mañana. Nos las vemos y nos las deseamos para que prevean el futuro.
A medida que Enrique iba conociendo el sistema comunitario de la reducción, se iba dando cuenta de la semejanza que tenía el proyecto de la Compañía de Jesús con la forma de vida propia de la Utopía de Tomás Moro. Era aquélla ciertamente una república única; un experimento extraordinario que desbordaba lo imaginado por el canciller inglés.
También las telas que tejían las mujeres engrosaban el acerbo común. El ganado caballar, vacuno y lanar pertenecía a todos. En común se trabajaba en la construcción y reparación de templos y edificios, así como en el cuidado de fuentes, pozos, caminos, empalizadas y puentes. Los médicos estaban al servicio de la comunidad y la atención a los niños correspondía a un organizado servicio de guarderías y colegios. Durante la noche vivían con sus padres; por la mañana y por la tarde en las escuelas de la Iglesia, aprendiendo y escuchando la doctrina; cantando, jugando y danzando.
Enrique le preguntó a su paisano Diego de Boroa cómo era posible gobernar aquel sistema tan bien tramado, sin que surgieran conflictos, rebeliones y luchas de intereses. Cuál era la fórmula de gobierno civil que permitía tener contentos y reducidos libremente a miles de indios que antes habían sido salvajes que vagaban como nómadas por las selvas, sin pueblos ni asentamientos fijos; sin agricultura, ganadería, industria ni organización alguna semejante a ésta.
El padre Boroa le contó a Enrique que, cuando se empezaron a dar los primeros pasos en la conversión de los infieles, observaron los jesuitas que los indios estaban muy atemorizados a causa del servicio personal y muy prevenidos contra los soldados españoles. Resultaba pues imposible hacerles vivir en pueblos, porque temían ser hechos esclavos y obligados a vivir de manera muy desfavorable y cruel. Juzgó pues la Compañía que no podrían hacerse las reducciones si primero no se les prometía a los guaraníes que se evitaría a los españoles entrar a ellas. Se explicó esto al gobernador Hernando Arias de Saavedra, al visitador Alfaro y a otras autoridades que aprobaron lo que pedían los jesuitas. Después confirmaron esta aprobación el Consejo de Indias y el Rey. Comenzáronse entonces a formar las reducciones con absoluta separación entre los indios y los españoles. Y se formaron los pueblos con la expresa condición de que allí las autoridades habían de ser indios exclusivamente.
—¡Es increíble! —exclamó Enrique—. ¿Gobiernan los propios indios?
—Así es —explicó Boroa—. En cada pueblo hay un corregidor, dos alcaldes mayores de primero y segundo voto, teniente de corregidor, alférez real, cuatro regidores, alguacil mayor, alcalde de la hermandad, procurador y escribano, que componen su cabildo o ayuntamiento.
—¿Y los nombran los indios?
—Naturalmente. El modo de nombrar el cabildo es éste: el primer día del año se juntan los cabildantes para conferenciar en la elección. Escriben los electos en un papel y lo traen al cura para tomar su parecer. El cura pregunta a los electores qué les parece y éstos convienen en común. Va este papel al gobernador y éste lo aprueba y firma.
—¿Y se conforman? —preguntó algo extrañado Enrique.
—Claro que se conforman. La toma de posesión se ejecuta un día después con gran solemnidad. Se junta todo el pueblo delante del pórtico de la iglesia antes de la misa. Se pone una gran mesa con el bastón del corregidor, las varas de los alcaldes y todas las demás insignias de todos los cabildantes; las llaves de la puerta de la iglesia, que pertenecen al sacristán, y las de los almacenes y demás edificios. Y delante de todo se pone a un lado y otro los bancos del cabildo vacíos, para irse sentando los nuevos cargos según son nombrados. Dispuesto todo, sale el cura con sus compañeros y, tomando por texto el evangelio de aquel día, va explicando las obligaciones de todos los cargos, el gran mérito que tendrán ante Dios en cumplirlas, los grandes bienes espirituales y temporales que se seguirán al pueblo y los grandes males que se acarrearán si no las cumplen. Acabada la exhortación, nombra al corregidor, y después a los demás alcaldes. Después hay misa, música, cantos y mucha fiesta. No hay pendencias ni bulla ni disputas.
Enrique no salía de su asombro, pues Diego de Boroa le aseguraba que todo allí se regía con una gran paz.
Y realmente la vida transcurría cotidianamente de una manera armoniosa y pacífica. Los indios eran sencillos, cariñosos y amables. Nada en ellos parecía ser como se pensaba en las colonias y en España, donde corría la voz de que eran fieros y sangrientos.