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Misión de Loreto, 28 de febrero de 1619

Obedeciendo a las órdenes de Marciel de Lorenzana, rector del colegio de Asunción y superior de las misiones jesuíticas de la provincia del Guairá, Enrique Madrigal emprendió viaje por las selvas del Paraguay con destino al lugar concreto del Paraná donde estaban las reducciones de Loreto y San Ignacio, a las que debía incorporarse como misionero. Fue una travesía lenta de más de dos meses, pues debía transportar cincuenta vacas que enviaba el gobernador, don Hernando Arias de Saavedra, como donación personal suya, atendiendo a las peticiones de los padres solicitando ganados que les eran muy necesarios.

Enrique, llevó consigo a Marcos Cabrera, para que iniciase su labor de imaginero. Les acompañaron varios soldados y un sargento para protegerles de los peligros del camino, así como los indios que debían guiarlos hasta su destino a la vez que acarreaban las vacas y se encargaban de transportar las imágenes y otros bártulos, aunque en escasa cantidad, pues ya sabemos lo que había pasado con los que venían desde España.

Fue una travesía sin más contratiempos que los inherentes a un viaje de aquellas características: lluvias, tormentas, inundaciones repentinas que anegaban los senderos; calor, mosquitos, polvo y la fatiga propia de las largas jornadas a lomos de mulas por agrestes parajes, subiendo y bajando cerros y adentrándose en espesos bosques donde se extraviaron un par de veces. Indios salvajes sólo vieron en las proximidades del Paraná; pacíficos unos, que les salieron al paso sonrientes e intercambiaron con ellos sus productos por cuentas, espejos o cuchillos; muy hostiles, en cambio, otros que les arrojaron flechas desde la lejanía, aunque fueron espantados pronto por los estampidos de los mosquetes de los soldados y huyeron para perderse en las impenetrables y tupidas selvas que sólo ellos conocían bien.

Llegaron a la reducción de Loreto el día último de febrero, cuando estaba atardeciendo. Lo primero que divisaron a lo lejos, en una zona llana, amplia y desforestada, fue una gran empalizada que rodeaba toda la misión, fuera de la cual se extendían los huertos, plantaciones y arboledas de frutales. Cientos de indios que concluían sus trabajos agrícolas regresaban al pueblo, de cuyas casas, muy ordenadamente dispuestas, salían hilillos de humo por las chimeneas e iban a perderse en un cielo limpio, que a esa hora se tornaba anaranjado.

—Bueno, padre, hemos llegado. Ahí tiene Loreto —dijo el sargento.

Enrique descabalgó y contempló emocionado la misión desde un altozano. Loreto estaba ubicada en un magnífico lugar de la ribera del río Paranapané, cerca de donde éste confluía con el Pirapó, de menos caudal. Ambos ríos eran muy ricos en pescados. En sus orillas tenían los indios sus sementeras, muy frondosas por la tierra fértil, dejando la isla que se formaba entre los dos caudales para el ganado que pastaba libremente, muy tranquilo y orondo.

Reinaba una calma especial a esa hora. La iglesia, de aspecto robusto, se alzaba al final de una plaza por donde transitaba la gente: niños, labradores a lomos de pequeños asnos, mujeres de paso sosegado hacia la iglesia, algún perro… Las construcciones que rodeaban la plaza principal tenían soportales sujetos por estructuras de madera muy bien dispuestas. Las casas se alineaban en un clásico plano en damero, con calles rectas que se cruzaban y un orden preciso que casi daba la sensación de pertenecer a un campamento militar. El conjunto era agradable a la vista, con sus árboles en las traseras, cuadras con cerdos, aves de corral subiéndose a los palos de los gallineros para dormir y, delante de las casas, un ir y venir de indios, vestidos de manera semejante, con aperos de labranza en las manos o descansando ya sentados junto a sus puertas, conversando amigablemente.

Enrique estaba asombrado, absorto ante aquel espectáculo que tanto había deseado llegar a ver. Perdió los ojos en el horizonte, en una azulada hilera de montañas que se elevaba más allá de los bosques, y dio gracias al Creador por estar por fin allí.

—Bueno, padre, ¿entramos en la misión o qué? Se va a hacer de noche… —le sacó de su meditación el militar.

—Ah, sí, sí, claro —dijo él subiéndose de nuevo a la mula.

Los indios arrearon al ganado y lo fueron llevando, varas en ristre, por la suave pendiente. El jesuita iba delante, haciendo trotar briosamente a su cabalgadura, muy contento. Atravesaron la puerta que se abría en la empalizada y penetraron en la misión, avanzando por una ancha calle central que desembocaba en el edificio más alto, la iglesia. Los guaraníes saludaban alegres a su paso y una bandada de niños corrió a rodear la mula de Enrique gritando bulliciosamente:

—¡Paí, paí, paí…!

El jesuita, Marcos, los soldados que iban con ellos, los indios y las vacas, en el medio de la plaza de la misión de Loreto, levantando polvo a esa hora de la tarde, componían un curioso espectáculo. Enseguida acudieron varios centenares de guaraníes curiosos que se fueron concentrando en los alrededores para observar a los recién llegados que venían a romper la rutina diaria. En ese momento, la campana de la iglesia inició un sonoro tintineo, para llamar seguramente a la oración de la tarde, pero que sonaba como un saludo.

Varios indios corrieron a avisar a los padres que estaban al frente de la misión y que vivían en una casa alzada al lado de la iglesia. Salieron dos jesuitas: alto y muy delgado el uno, el padre Diego de Boroa; español y además de Trujillo, como Enrique. El otro padre, Roque González, era más bajo, delgado también y de semblante sereno. Ambos, sonrientes, manifestaban con sus gestos la agradable sorpresa que suponía para ellos la repentina llegada de visitantes a la misión, especialmente por tratarse de un nuevo miembro de la Compañía que venía a incorporarse.

—¿Eres Enrique Madrigal? —le preguntó el padre Diego de Boroa.

—¡El mismo! —respondió Enrique mientras descabalgaba e iba hacia ellos.

—¡Ique, paisano! —exclamaba el padre Boroa—. ¡Bendito sea Dios! ¡Qué sorpresa! ¡Así, al pronto, no te había reconocido!

El encuentro entre ambos trujillanos fue gozoso. Se conocían desde la infancia y hacía diez años que no se veían; el tiempo transcurrido desde que Diego de Boroa se embarcó destinado a la provincia del Paraguay.

La plaza a esa hora estaba inundada por el bullicio de los indios que venían a la oración de la tarde, el cual se vio incrementado por la presencia del ganado y los visitantes. Las mujeres corrían de una casa a otra y los hombres se reunían alrededor de las vacas, observándolas con gran interés. Los soportales eran un enjambre de cuchicheos y el ir y venir no cesaba. La campana intensificaba su tintineo arriba en el campanario. Con tanto jaleo, apenas podían los jesuitas entenderse entre ellos.

—Entremos en el templo a hacer la oración —propuso el padre Roque González.

—Eso, entremos, es la hora —dijo el padre Boroa—. Daremos gracias a Dios.

Entraron todos en la iglesia seguidos por la muchedumbre. Los sacerdotes fueron a revestirse y pronto estaban frente al altar. Era por entonces la Cuaresma y había exposición del Santo Sacramento. El padre Roque fue a por la custodia y la situó en el expositor con mucha reverencia. Los indios asistían a la ceremonia en absoluto silencio, muy atentos sus ojos a las evoluciones de los padres jesuitas. Los monaguillos, con sus sotanillas y roquetes estaban muy graciosos, desenvolviéndose con una solemnidad y compostura digna de acólitos catedralicios.

De repente, se inició un conocido himno litúrgico y Enrique se maravilló al escuchar las voces de los guaraníes entonar perfectamente el canto, acompasadas con tal musicalidad y dulzura que le arrancaron escalofríos. Miró alrededor y vio a aquel gentío arrodillado, participando del rito con mayor veneración que la más cristiana de las feligresías. Entonces comprobó por sí mismo lo que ya sabía por la formación que había recibido: que los indios guaraníes eran singularmente sensibles a cualquier tipo de manifestación religiosa. El canto era muy valorado por ellos y los congregaba mejor que ninguna otra cosa. También les causaban un asombro y admiración grandes los gestos de la liturgia con los elementos propios del ritual cristiano: letanías, elevación de la custodia, uso de paños, vestiduras ceremoniales y objetos preciosos.

A esa hora de la tarde, con la luz dorada entrando en finos rayos por los ventanales, las velas encendidas delante de los altares, el humo del incienso y la cera quemada, creaban su peculiar atmósfera, sacral y misteriosa. Y los centenares de indios inmersos en la oración, mientras los coros cantaban acompañados por una perfecta armonía instrumental, produjeron a Enrique la sensación de haber llegado de repente a un lugar fuera del espacio y del tiempo.

Estaba por fin en las renombradas reducciones del Guairá. Su largo viaje había culminado. Y se encontraba envuelto por el peculiar ambiente de celebración, tan especial, de estos pueblos de indios fundados por los jesuitas. Una extraña emoción le embargó cuando se detuvo fijándose en los rostros de aquellos guaraníes que le rodeaban, con sus ojos muy oscuros, atentos, como ojos de niños; sumidos por completo en el misterio de la celebración, mientras la música parecía adueñarse de ellos y transportarlos a otra dimensión.