Asunción, 24 de diciembre de 1618
Sabido era que desde el principio de la conquista de las Indias los españoles y portugueses sintieron mucha inclinación a esclavizar a los naturales, del mismo modo que se esclavizaba entonces en Europa a los negros de África. Cuando los misioneros alzaron el grito contra esta iniquidad, ya Carlos V, en repetidas reales cédulas, mandó que «ningún adelantado, gobernador, capitán… fuera osado de cautivar indios naturales de nuestras Indias, islas y tierra firme… ni tenerlos por esclavos… Y asimismo que ninguna persona, en guerra ni fuera de ella, pueda tomar, aprehender, ni ocupar, vender ni cambiar por esclavo a ningún indio». Aunque parecía imposible contradecir leyes tan claras, los conquistadores y colonos se las ingeniaron para llegar al fin de esclavizar a los indios por un camino indirecto, cual fue el abuso de la institución que se llamó «encomiendas». Por este sistema, los españoles encomenderos recibían en los territorios conquistados cierto número de indios a los que tenían por mandato de los reyes obligación de procurar la instrucción cristiana y la civilización. La malicia humana convirtió estas encomiendas en un servicio semejante a la esclavitud, pues acarrearon para los indios duros trabajos como cultivar los campos, transportar los productos, construir edificios y otras obras serviles. Esto en teoría no encerraba la injusticia de la esclavitud, pero en la práctica era un vasallaje muy semejante.
En el Paraguay, como en el resto de las Indias, este sistema estaba muy arraigado a principios del siglo XVII. Ya el obispo de Tucumán, don Fernando Trejo, escribió a Felipe III el 14 de agosto de 1609 quejándose gravísimamente de los excesos que se cometían contra los pobres indios en el servicio personal. Pero la sociedad colonial no estaba dispuesta a renunciar a las encomiendas, pues les reportaban muchos beneficios a las autoridades, propietarios e incluso a las instituciones eclesiásticas.
Tal era el estado de cosas en Asunción, cuando los jesuitas decidieron tomar cartas en el asunto. El rector del colegio, el padre Diego González, escribió el 13 de marzo de 1612 al padre asistente de España describiendo los abusos que se cometían con los indios en los siguientes términos: «En dos cosas pecan los encomenderos contra los indios: la primera, en violarles la libertad natural, haciéndoles esclavos a padres e hijos y, la segunda, en no pagarles su jornal y trabajo ni dejándolos tener cosa propia… Estos pecados reinan setenta años ha, desde que se fundó esta tierra, en tanta codicia y agravio de indios, que les hacían esclavos y les daban, vendían y jugaban por moneda, poniendo los indios junto a la mesa del juego… y llevábalo el que ganaba para tener un esclavo más». La Compañía de Jesús resolvió intervenir. El general de la Orden, el padre Aquaviva, suplicó al Rey por medio de influyentes personajes cercanos a la Corte que se pusiera remedio a aquella calamidad.
Felipe III envió al oidor don Francisco de Alfaro con el nombramiento de visitador civil de Tucumán y Paraguay, revestido de autoridad competente para remediar un daño tan inveterado. El oidor recorrió las ciudades principales, haciendo todo tipo de diligencias y finalmente dio una serie de ordenanzas en las que declaraba que «el servicio personal que en esta provincia se ha usado conforme a las llamadas ordenanzas y tasa ha sido y es injusto y contra todo derecho». Prohibía asimismo el abuso de coger indios y llevarlos a trabajar a lugares apartados y mandaba que se procurase suavemente reducir a los indios a vivir en pueblos donde éstos puedan hacer sus «habitaciones y tengan comodidad para criar algunos cebones y gallinas para su aprovechamiento». Dispuso también que hubiera iglesia en los pueblos y alguna escuela donde aprender algo los indios.
Las ciudades de Tucumán y Asunción recibieron muy mal estas ordenanzas; apelaron con mucho entusiasmo y enviaron procuradores a la Audiencia de Charcas para pedir que fueran revocadas. Pero en tres sentencias en juicio contradictorio las ordenanzas de Alfaro fueron confirmadas y se mandó guardar lo ordenado por el visitador del Rey acerca de quitar el servicio personal a los indios.
Por esta razón, ahora, en la Navidad de 1618, las pasiones estaban enardecidas contra los jesuitas, pues los encomenderos les culpaban de hacer peligrar su arraigado sistema por haber escrito las cartas que hicieron venir al oidor y las consiguientes ordenanzas.
Ya el padre Marciel de Lorenzana, el rector del colegio, había advertido días antes de lo peligroso de la situación. Los ánimos estaban alborotados desde que se sabía que habían sido publicadas las ordenanzas de Alfaro y se temía que se levantara una borrasca contra los jesuitas en cualquier momento. Les habían negado en Asunción las limosnas que antes les daban y hasta habían intentado que no les vendiesen las cosas necesarias para su sustento. Muchos de los que antes eran amigos de la Compañía se retiraron de tratar con ellos y otros, aunque conservaban las relaciones, no se atrevían a entrar en la casa y ni siquiera en la iglesia. A tal punto llegaron las cosas, que incluso juzgaron oportuno retirarse de la ciudad durante un tiempo, para no dar lugar a la ira de los contrarios. Se fueron pues a recogerse a una heredad que tenían en el campo, no apareciendo en público sino sólo de vez en cuando, por algún ministerio espiritual que se ofreciese.
Pero la Navidad era una fecha demasiado significativa y se hacía necesaria su presencia en las celebraciones públicas, pues no asistir habría supuesto hacer patente una ausencia muy perjudicial para el colegio en estos difíciles momentos.
—Iremos mañana a la catedral, como cada año el día de Navidad —les dijo el día antes el rector en la reunión que tuvieron después de la cena, antes de la misa de medianoche—. No tenemos nada que ocultar. Hemos obrado como Dios nos pedía.
—Padre —observó cauteloso uno de los jesuitas—, ¿no va a ser demasiado aventurado enfrentarse al vulgo ciego y engañado de pasión y de codicia?
—¿Y qué pueden hacernos? —replicó el rector—. ¿Agredirnos? No, no creo que lleguen a eso.
—No sé, padre Lorenzana —dijo otro—. ¡Están furiosos! El jueves pasado me insultaron en las traseras del mercado, ya sabe vuestra paternidad…
—¡Por Dios, manifestemos firmeza! —intervino Enrique—. Discúlpenme vuestras paternidades si opino en un asunto para el cual, al fin y al cabo, soy un recién llegado…
—No, no, padre Madrigal —otorgó el rector—, opine, opine vuestra paternidad. Aunque recién venido de España, pertenece a esta comunidad y tiene derecho a manifestar lo que piensa.
—Gracias, padre —contestó Enrique—. Pues eso digo; que no debemos temer a la gente. Están engañados en su ignorancia y creo que nuestra presencia mañana en público, en la celebración de la Navidad, no hará sino hacerles ver que no les tenemos miedo, pues no hacemos otra cosa que atenernos a nuestras conciencias y cumplir las leyes. Al contrario que ellos, remisos como son a las cédulas del Rey.
—Sí, pero una masa enardecida… —suspiró otro de los jesuitas—. ¡No sabe vuestra paternidad cómo son los asuncenos!
—Bueno —dijo el rector—, está el gobernador, que nos apoya. Si la cosa se pone fea no dudará en defendernos.
—Sí, pero también está el cabildo —objetó el jesuita que tan temeroso estaba—. Y ya sabe vuestra reverencia lo que el cabildo y el regidor opinan. ¡Nadie salvo Hernandarias puede vernos en Asunción! Los canónigos y los curas nos odian tanto o más que el resto del pueblo.
—Bueno, bueno, no exageremos —le dijo el padre Marciel de Lorenzana—. Creo que debemos estar allí mañana. Seamos valientes. En este caso, hemos de unirnos al Señor Jesús, que no dudó en enfrentarse al pueblo y a las autoridades judías y romanas para defender la verdad.
Se hizo un gran silencio después de estas palabras.
25 de diciembre de 1618
Las gentes iban afluyendo a la gran explanada donde se alzaba la catedral de Asunción. El suelo de las calles y la plaza estaba embarrado a causa de la lluvia caída durante la noche. Hacia el oeste, se veían venir por las aguas revueltas del río Paraguay múltiples canoas con los colonos e indios que pasaban desde la otra orilla, desde el Bajo Chaco que se extendía al otro lado del río. Por las calles anchas llegaban a su vez las carretas tiradas por bueyes en las que iban acomodadas las mujeres de los colonos con sus hijos pequeños. Los rancheros venían a caballo, muy compuestos y adornados con sus mejores ropas, seguidos por sus hijos, servidumbre, esclavos y esclavas. Algunos clérigos acudían a lomos de mulas, los que vivían en lugares apartados; pero los más estaban ya congregados en los alrededores: frailes dominicos, mercedarios y franciscanos; legos, novicios y postulantes de las diversas órdenes religiosas; canónigos del cabildo catedralicio, capellanes, diáconos y acólitos.
Tal concentración de fieles y personal eclesiástico se debía a la misa de Navidad que iba a ser celebrada solemnemente por el obispo, y al officium pastorum o representación de los misterios del nacimiento de Cristo que tradicionalmente tenían lugar este día en el atrio del templo. La expectativa era enorme, pues sólo con ocasión de las grandes fiestas litúrgicas, como ésta, se reunía la población en el centro de la ciudad. Era pues una oportunidad para que los parientes y conocidos se reencontrasen, las autoridades desplegaran la parafernalia propia del poder y la colonia sintiese que era algo más que una extensa ranchería cuyos habitantes vivían aislados, dispersos por los vastos territorios de las selvas circundantes.
Los jesuitas llegaron casi con el tiempo justo para asistir al comienzo de la misa. Venían apresurados, por un sendero que discurría paralelo al puerto fluvial y llegaba hasta el lado derecho de la puerta principal de la catedral. Resaltaban los hábitos negros de los padres junto a las filas de colegiales uniformados con blancos saquillos sin mangas, largos hasta las rodillas.
Cuando se situaron en un extremo del atrio, el gentío estaba ya concentrado esperando a las autoridades y pudieron percibir el ambiente enrarecido que reinaba. Aún siendo día de fiesta mayor y una inmejorable ocasión para el regocijo popular, muchos rostros estaban graves y los colonos asuncenos se agrupaban en corrillos para murmurar entre ellos. A pesar de este panorama, el rector de los jesuitas dijo con optimismo:
—Parece que la cosa no se presenta demasiado fea.
Pero los jesuitas estaban algo temerosos, apartados casi del resto de la gente.
—No hay que tenerles miedo —dijo Enrique en alta voz—. Tenemos la razón. Y ellos saben que la tenemos, aunque obren a favor de sus intereses.
—¡Shsss…! —le requirió el rector—. ¡Guarde silencio vuestra paternidad, no sea imprudente, por Dios!
Enrique obedeció, aunque no estaba de acuerdo con tantas precauciones. Para él, la actitud cautelosa de la comunidad jesuita asuncena no era sino una claudicación ante la obstinada posición de las autoridades y colonos paraguayos. Él hubiera preferido mostrarse más abiertamente decidido a defender las ordenanzas de Alfaro y denunciar a cuantos todavía mantenían indios a su servicio, ignorando tales leyes. Así lo había manifestado una y otra vez. Pero los superiores eran partidarios de mantener una postura paciente y callada.
Las campanas de la catedral empezaron a repicar. Desde el palacio del gobernador y desde el edificio del cabildo venían avanzando las autoridades, formando dos solemnes filas por el medio de la plaza. El gentío prorrumpió en una gran ovación. A su vez, el obispo se situó delante de su residencia esperando formar la procesión litúrgica que debía seguir a las autoridades para entrar en él templo en último lugar.
Delante iban los militares, seguidos por los alguaciles de la Santa Hermandad, con los estandartes y banderas; detrás, ordenadamente según la jerarquía de la provincia, los diputados, letrados, procuradores de las ciudades, oidores, miembros del cabildo, regidores, juntas mayores, funcionarios de la gobernación y por último el gobernador, don Hernando Arias de Saavedra. Cuando éste llegó al atrio se colocó detrás de él el obispo, fray Reginaldo de Lizárraga, que iba flanqueado por el deán y por el canónigo ayudante que ejercía de maestro de ceremonia. Si no fuera porque no había cerca edificios vetustos y señoriales, sino construcciones genuinamente coloniales de tierra y maderas, todo este ceremonial hubiera diferido poco del de cualquier capital de una provincia española peninsular.
El obispo ofició revestido de pontifical y durante la celebración cantó la escolanía de niños del colegio de los jesuitas. Los bellos cantos polifónicos que acompañaban el culto eran muy apreciados por el pueblo, por lo que los jesuitas confiaban en que amainaran las pasiones en contra de la Compañía, al menos por el gran beneficio que suponía este coro a la hora de engrandecer la liturgia festiva en la catedral.
En su predicación, fray Reginaldo de Lizárraga eludió conscientemente cualquier alusión al tema de las controvertidas ordenanzas del oidor Alfaro, contrariamente a lo que muchos esperaban. Sólo unas frases de la homilía podrían interpretarse como una indirecta referencia al conflicto:
—¡Cuánto mejor para la santísima Virgen María y para san José hubiera sido que Jesús naciese en su pueblo de Nazaret! Y no en Belén, en la incomodidad de un pesebre. Pero ellos habían de cumplir las leyes humanas, como el resto de los ciudadanos del Imperio romano, y el edicto les mandaba ir a empadronarse a su pueblecito de origen, en Judea. Esto, que parecía una contrariedad, obedecía a los planes de Dios. ¡Ah, queridos hijos, hay que obedecer a las leyes de los hombres, pues obedeciéndolas se obedece a Dios!
Algunos de los importantes encomenderos que ocupaban lugares preferentes se removieron en sus nobiliarios bancos y cruzaron algunas miradas entre ellos.
Terminada la misa, todo el mundo salió de nuevo al atrio para asistir al officium pastorum. Era ésta una representación tradicional, al estilo de las que tenían lugar en España desde antiguo. Se escenificaba la aparición de unos ángeles en un Belén viviente y luego los niños, ataviados con trajes típicos, iban al portal para llevar sus regalos al niño Jesús, mientras la escolanía entonaba cantos navideños.
Excepto el padre Morato, que dirigía el coro, el resto de los jesuitas permanecían algo retirados prudentemente en un segundo plano, aunque más tranquilos ya al ver que las iras populares parecían estar contenidas.
—Parece que la gente está tranquila —comentó en voz baja el rector.
—El officium pastorum les calmará los ánimos —observó otro de los jesuitas.
Dio comienzo la escenificación del misterio. La escolanía inició un dulce canto y los niños que hacían de ángeles evolucionaron en una especie de danza delante del portal donde se habían colocado unas grandes imágenes de madera, vestidas con ricas telas, representando a la Virgen, san José y el Niño. El público estaba embobado, contemplando muy atento el pueril espectáculo, embelesado por las voces infantiles y el dulce tocar de las vihuelas. De vez en cuando se elevaba un espontáneo «¡Oh!», se arrancaba un fervoroso aplauso, o sólo se oían suspiros, cuando se hacía el silencio. Delante, próximos al escenario, estaban sentadas las autoridades civiles y eclesiásticas en los sillones que se habían dispuesto a los efectos; y sonreían ufanos al advertir la emoción que la escena causaba en el pueblo. También se encontraban sentados cómodamente los nobles, funcionarios y las familias de los principales encomenderos, en primera fila. Detrás, muy apretujado, intentaba ver lo que podía un variopinto y colorido gentío: rancheros, comerciantes, hacendados, ganaderos y mestizos. Y en último lugar, trepados a los árboles, subidos en cualquier promontorio o elevándose como podían sobre las cabezas, alcanzaban a ver algo los indios y los esclavos negros.
Los jesuitas se colocaron en las gradas de la catedral, un poco alejados, aunque podían divisar una imagen del conjunto. Enrique, gracias a su altura superior a la media, se situó en una esquina desde donde veía lo principal.
Llegó la hora en que debía avanzar hacia el portal una fila de niños y adolescentes para llevar regalos. Era éste un momento importante para las familias de asuncenos que estaban allí congregados, pues eran sus hijos e hijas quienes representaban al pueblo que iba a adorar a Jesús. La fila venía desde las traseras de la catedral y era una muestra evidente de la sociedad asuncena: los vástagos de los ricos y nobles llegaban muy bien ataviados, con cuellos de encaje, jubones lujosos, joyas y adornos; iban sobre mulas tiradas por pajes o llevados en literas, sobre andas, en actitud principesca. Los niños de familias más humildes, en cambio, llegaban vestidos de sencillos pastores, gente de campo o aldeanos, con algún corderillo, una gallina o cestas de diferentes productos típicos: maíz, frutas, miel… El conjunto resultaba conmovedor y entrañable. Todo el mundo sonreía encantado.
Estaba a punto de concluir la representación con la llegada de los últimos niños al portal, cuando Enrique vio algo que le puso fuera de sí. Al final de la fila venían unos cuantos muchachos a caballo, ataviados con vestidos españoles nobles, capas de terciopelo, jubetes de tafetán, mangas y calzones de valona, buenas botas y sombreros con plumas vistosas, que llevaban como regalo al niño Jesús una fila de niños esclavos indios y negros. Esta parte de la escenificación del misterio no reflejaba otra cosa que la manera de ver la vida que tenía la parte más pudiente de la sociedad indiana.
Enrique no pudo contenerse. Sintió que la sangre le hervía hacia la cabeza y enrojeció de ira. Mientras, la gente aplaudía y vitoreaba muy conforme con lo que veía.
—¡Esto es una infamia! —gritó por entre la gente el joven jesuita—. ¡Vive Dios! ¡Esto ofende al Creador!
Se hizo un gran silencio. Todo el mundo se volvió hacia él, sorprendido por aquella reacción.
—¿Ésta es la manera en que manifestáis vuestro aprecio por las leyes del Rey? —seguía gritando Enrique mientras se abría paso hasta el escenario—. ¿No han prohibido las ordenanzas reales esclavizar a los naturales? ¿Así obedecéis a la Iglesia y al Papa?
La gente estaba como petrificada, los ojos muy abiertos y los semblantes graves, paralizados de estupor, viendo cómo el jesuita se colocaba delante del portal de Belén. Allí, en medio de los niños, parecía mucho más alto. Su esbeltez era resaltada por el hábito negro y su mano alzada, grande y con los dedos crispados, le daba aire de autoridad y poder.
—¿Cómo no os dais cuenta? —gritaba con potente voz—. ¿Cómo comprendéis que el Niño Dios va a aceptar como regalo a unos pobres esclavos? ¿Es Dios acaso un encomendero? ¿Pensáis acaso que Dios acepta esto?
Las autoridades se levantaron de sus asientos. Nobles, hacendados y funcionarios se miraban unos a otros. De repente empezó a brotar un espontáneo murmullo de entre el gentío.
—¡Tiene razón el padre! —gritó alguien desde atrás.
—¡Qué diablos! —rugió uno de los encomenderos.
—¡Quién es éste para venir a decirnos lo que está o no bien! —secundó otro.
El revuelo fue creciendo. La gente se agitaba como si hubiera sido sacudida por temblores de tierra. Los gritos se multiplicaron.
—¡Fuera! ¡Echad a ese jesuita! ¡Que se calle! ¡Al diablo con él! ¡Dadle su merecido! ¡Que alguien le tape la boca! ¡Ha estropeado la función! ¡Fuera los jesuitas! ¡Fuera las leyes de Alfaro! ¡Fuera!
Otros, aunque en menor número, replicaban:
—¡Tiene razón! ¡No hace sino obedecer las ordenanzas! ¡Abajo las encomiendas! ¡Viva la Compañía! ¡Viva el Rey!
La multitud convulsionó y empezó a formarse un tumulto. Algunos se revolvían e iban hacia los que defendían a Enrique; otros, enardecidos, se enfrentaban abiertamente a los encomenderos.
Enrique se dio cuenta de que su actuación había provocado una reacción que no preveía. Entonces se quedó pasmado, sobrepasado por los acontecimientos. Y de repente vio que algo venía volando hacia él, sin que le diera tiempo a esquivarlo. Sintió un fuerte impacto en la cabeza, como un estallido. Le habían dado una pedrada. Se llevó la mano a la cabeza y notó que la sangre le brotaba a borbotones. Al momento su pelo rubio comenzó a teñirse de rojo.
—¡Toma! ¡Se lo merece! ¡Para que te enteres! —gritaban unos.
—¡Oh, Dios, han herido al padre! ¡Socorredle! —gritaban otros.
La pelea tumultuaria era ya inevitable. Las mujeres se tiraban de los pelos, los hombres luchaban a puñetazos y los niños corrían de un lado para otro. Las autoridades pedían calma a voces y los alguaciles trataban de contener a la muchedumbre enfurecida.
—¡En nombre de la justicia, teneos! ¡Quietos! ¡Alto!
Enrique sentía un agudo dolor en la herida y notaba que la sangre caliente le caía por el cuello, empapándole la sotana. Sin saber qué hacer, anduvo vacilante algunos pasos, hasta que alguien se acercó a socorrerle.
—Véngase conmigo —le decía uno de los alguaciles—, padre, que aquí le van a matar.
Mientras era sacado de allí, todavía recibió insultos, empujones y alguna que otra patada.
—¡Maldito! —rugían a su alrededor—. ¡Haberte quedado en España! ¿Quién te ha mandado venir a meterte en nuestros asuntos?
De repente sonaron los estampidos de los arcabuces que los guardias dispararon al aire para imponer orden. La multitud entonces comenzó a dispersarse y remitió la pelea. Los que seguían enzarzados en la lucha fueron detenidos por mandato de la autoridad.
Esa tarde en la enfermería del colegio de los jesuitas, un médico curaba la herida de Enrique, después de que el barbero le rapara la cabeza. Sentado en una silla baja, humillado y confuso, miraba sus cabellos ensangrentados esparcidos por el suelo, mientras aguantaba la reprimenda del padre Marciel Lorenzana, el rector.
—¡A quién se le ocurre! ¡Precisamente ahora! Todo echado a perder en un momento. Ahora que parecía que los ánimos estaban calmados…
—Lo siento —se disculpaba él—. Me enardecí; no pude controlarme…
—Pues hay que controlarse, padre Madrigal. Es el ejercicio de la paciencia y la templanza lo que conducirá al éxito; no las acciones violentas.
—Pero… ¡Había que hacerles comprender que…!
—No, no, padre, no de esa manera. Si perdemos la mesura, no haremos sino dar palos de ciego. Ha sido una reacción desmedida la de vuestra paternidad. ¡Sabe Dios cuándo volveremos a ser bien mirados en Asunción después de esto!
—Puedo yo hacer algo para… —dijo tímidamente Enrique.
—No, padre Madrigal, no puede hacer ya nada para mitigar el tumulto que ha causado esta mañana. Además, me ha informado el señor gobernador de que se han presentado quejas muy fundadas contra vuestra paternidad; quejas de autoridades civiles y de eclesiásticos relevantes.
—Parece mentira que los clérigos aprueben las encomiendas, padre Lorenzana —dijo Enrique—. ¡Claro, si son los curas quienes justifican los servicios personales de los indios…!
—¡Basta, padre Madrigal! Ya ha expresado suficientemente vuestra paternidad sus opiniones en este asunto. Deje a quienes tienen competencia para manifestar la posición de la Iglesia que obren en consecuencia.
—Entonces… ¿para qué he venido a estas tierras?
El superior le miró circunspecto, enarcando una ceja. Contestó impasible:
—La semana que viene partirá vuestra paternidad hacia la misión de Itapua. Allí podrá socorrer a los indios, ya que tan ferviente deseo tiene dello.