São Paulo, 24 de diciembre de 1618
—¡Eh, mozos, venid a ver el belén! —les llamó doña Úrsula desde el señorial balcón donde solía vigilar los aconteceres de su hacienda.
Tomás y Raposo estaban sentados bajo uno de los soportales que daban a la plaza porticada que se extendía delante de la residencia de Clemente Alvares. Mataban el tiempo jugando a los naipes, vencidos por la canícula del verano brasileño, molestados por las moscas y sumidos en el sopor tropical que les paralizaba casi los pensamientos. Al escuchar la llamada de doña Úrsula, que era como una orden, ambos alzaron los ojos y luego se miraron el uno al otro, adivinándose mutuamente el placer que les causaba el inesperado aviso precisamente a esa hora muerta de la tarde, cuando más calor hacía. Ambos conocían bien el frescor que reinaba dentro de la espléndida casa del bandeirante; el deleite que suponía adentrarse en el cobijo de los espesos muros, a salvo de los insectos, en la penumbra, el silencio, el orden y la pulcritud que reinaba en el lujoso palacete de Alvares. Pero había algo que les atraía aún más que librarse del polvoriento bochorno del resto de la hacienda: encontrarse con las juveniles bellezas de Isabel y Gracia, las hijas de doña Úrsula.
Máximo, el lacayo principal, les abrió la puerta y les condujo por los frescos y oscuros pasillos hasta el saloncito acogedor donde se desenvolvía la vida familiar del jefe de los bandeirantes. Allí estaba la señora de la casa, flanqueada por sus preciosas hijas, y Clemente Alvares, sentados los cuatro en cómodos divanes, frente a una mesa abarrotada de golosinas, frutas tropicales y botellas de siropes y licores.
—Pasad, pasad, mozos —les animó doña Úrsula—; no os quedéis pasmados. Ahí tenéis el belén.
A un lado, delante de la ventana, estaba colocado el nacimiento. Las figuritas de barro, traídas seguramente desde España, se extendían en un amplio espacio cubierto de arena, entre ramas que figuraban ser árboles, casitas hechas de corcho, piedrecillas de colores y otros pedruscos más grandes dispuestos a modo de montañas. Tomás y Raposo se acercaron tímidamente y contemplaron sonrientes aquella entrañable visión navideña. Estaba la escena compuesta a la manera tan sabida y repetida: el portal con la Virgen, san José y el Niño, la mula y el buey, los pastores, los tres reyes magos en sus camellos, los pajes… Sólo en ese momento, los dos jóvenes sintieron que estaban en Navidad. Hasta ahora, debido al clima tan diferente, en el veraniego ambiente de Brasil, no habían reparado en que se encontraban en tan singulares fechas.
—¿A que es hermoso? —les preguntó doña Úrsula.
Se volvieron hacia ella. La madre y las dos hijas estaban muy sonrientes, aguardando a ver la reacción de los dos jóvenes. Tomás se fijó especialmente en Gracia, aunque las tres lucían preciosos vestidos por ser víspera de la fiesta. Pero era como si sus ojos fueran atraídos hacia la muchacha por una fuerza ingobernable. Se quedó como petrificado, hipnotizado como ya le había sucedido otras veces cuando cruzaba su mirada con la de ella.
—Es… —balbució—. Es muy bonito.
Las dos jóvenes rieron divertidas. Tomás sintió cómo la sangre le subía a la cabeza e incendiaba sus mejillas. Gracia no dejaba de mirarle. Le parecía singularmente bella, con el cabello negro brillante, recogido en la nuca, y su piel tan blanca, sin mancha o señal alguna, como porcelana. Sus labios finos estaban entreabiertos y mostraban unos perfectísimos dientes.
—Andad, comed alguna cosilla —les convidó doña Úrsula—. Hoy es Nochebuena.
Había dulces de almendra y miel, yemas azucaradas, peladillas y turrón. Parecía aquélla una mesa española de cualquier casa en la Navidad. Les sirvieron un sirope a base de lima y ron, muy empalagoso y espeso, vino de Madeira y licores. Los dos jóvenes estaban encantados por el súbito festín y mucho más por tener cerca a las dos hijas de Alvares.
—Isabel, ve a por tu vihuela y cantemos alguna cantinela —le pidió la madre a la mayor.
La muchacha obedeció y regresó enseguida con una especie de guitarra cuyas cuerdas empezó a tañer hábilmente. Cuando se hubieron puesto de acuerdo, madre e hijas iniciaron el canto de un villancico portugués. La música era muy dulce y la letra hablaba del niño que pasaba frío, de pastores que dormían bajo las estrellas, del duro invierno… Era un canto navideño de genuino sabor europeo que poco tenía que ver con las cálidas y selváticas tierras tropicales del Brasil. Pero los dos ibéricos jóvenes sintieron venir a ellos los recuerdos y la melancólica atmósfera de la Navidad. Incluso a Raposo se le escapó una lágrima que corrió por sus duros rasgos y se perdió en la negra barba. Doña Úrsula, a la que no se le iba ningún detalle, chocó entonces las palmas y dijo resuelta:
—Hala, ya está bien, que nos estamos poniendo tristes. Anda, coge tú la guitarra, Gracita, hija, y toca por Sevilla, como yo te he enseñado.
Gracia obedeció a la madre sin titubear y comenzó a tocar una alegre melodía de sabor andaluz a la que siguió una coplilla cantada en español, aunque con cierto acento portugués.
—¡Ele ahí mi Gracita! —exclamaba doña Úrsula.
Se pusieron todos a palmear acompañando al cante, aunque sin demasiado acierto, y Clemente le dijo a su esposa:
—Baile você, senhora Úrsula; baile você a maneira de Sevilla.
—Ay, no, no —negaba ella poniéndose muy roja—. ¡Qué vergüenza!
—Baile, mulher —insistía el bandeirante—, nao me importa. Da unas voltinhas para que vean-vos os moços.
Sin hacerse más de rogar, doña Úrsula salió al medio del salón y empezó a bailar con soltura al ritmo de los sones de su tierra de origen. Se la veía encantada al descubrirse admirada por los jóvenes invitados.
—Anda, Isabelita —le pidió a su hija mayor—, sal tú ahora, hija, que yo me canso.
Salió ahora Isabel. Tenía la muchacha rubia una larga trenza que parecía de oro y que le llegaba hasta el final de la espalda. No bailaba tan bien como su española madre pero su talle y sus brazos bien formados, así como el esbelto cuello maravillaron a los dos jóvenes.
—Ahora tú, Gracita —le ordenó doña Úrsula a su hija menor, arrebatándole la guitarra.
Se recogió Gracia la larga falda de seda negra y saltó al medio del salón enseñando unas bellas y redondeadas pantorrillas blancas y contoneando sus caderas tan femeninas. Componían un cuadro muy sugestivo y sensual las dos, tan bellas como eran, bailando mientras la madre cantaba. Tomás y Raposo estaban encantados con el espectáculo. Taconeaban y palmeaban al ritmo de la copla, felices, sin creerse casi que estuvieran allí participando de la intimidad del jefe de los bandeirantes; el cual, amablemente, una y otra vez les rellenaba las copas con su mejor ron.
Prosiguió la fiesta hasta que comenzó a declinar la tarde. Cantaban, bailaban, reían, conversaban divertidos y se animaban cada vez más con la bebida. Llegó un momento en que a Clemente Alvares se le empezó a notar ebrio. Entonces se puso muy cariñoso; se iba hacia su mujer y la besaba sin recato.
—Ay, Ursulinha mea! —exclamaba meloso—. A minha esposa amada! A minha sevillaninha!
Y ella, muy digna, le apartaba ruborizada:
—Ande, esposo, estése quieto. ¡Qué vergüenza!
Entonces Alvares se iba hacia sus hijas y se las comía a besos, con un gesto bobalicón, desconocido, como si toda su habitual fiereza se hubiese disipado.
—As minhas filhas! —exclamaba con una sonrisa tontorrona—. A minha Isabelinha e a minha Gracinha! São a minha vida!
Después el bandeirante se fue hacia Tomás y Raposo y los abrazó, tan cariñosamente como si de parientes se tratase.
—Tomasinho, Raposinho, crianças! Ah, que cosa tão boa que vieram ao Brasil! Os méus amigos! Desde hoje são os meus filhos! —les decía con desmedido cariño.
En esto irrumpió Maximino, el lacayo, y anunció:
—Senhor Clemente, o señor Manuel Prieto está aquí.
—Prieto! O meu amigo Prieto! —exclamó Clemente Alvares.
El sargento se asomó a la puerta.
—Posso entrar? —pidió permiso.
—É claro! —se fue hacia él Alvares, tambaleándose, con los brazos abiertos—. Entra, o meu amigo! Esta é a tua casa.
Prieto pasó al salón, saludó a las damas y se quedó con un gesto extrañado, al ver allí a Tomás y Raposo.
—Los invité a tomar unas cosillas —se apresuró a explicarle doña Úrsula—. Pobrecillos, están tan solos. ¡Es la Navidad!
—É claro! —exclamó Clemente Alvares, que estaba ya enrojecido, congestionado por la cantidad de ron que había bebido—. É a Natal! Todo o mundo a beber! O que gostaria, Prieto? Un copo de vinho da Madeira? Aguardente da cana?
El sargento se sirvió vino. Tomás se fijó en él y le pareció que estaba muy raro; miraba nervioso a un lado y otro, como si no se encontrara del todo a gusto. Manuel Prieto era un hombre brusco, incapaz de ocultar sus emociones, y era evidente que estaba molesto por haberse encontrado allí a sus dos jóvenes subordinados.
—É a Natal! —exclamaba Alvares, eufórico, alzando su copa—. Brindemos! Esta noite jantaram todos em a minha casa.
—¡Eso, cenad los tres hoy aquí, con nosotros! —añadió entusiasmada doña Úrsula—. ¡Maximino, que añadan tres platos más a la mesa!
Después de cenar, se armó otra vez el bailoteo, con idéntico ritual que por la tarde. Danzó doña Úrsula, sus hijas y hasta Clemente Alvares, que estaba ya completamente borracho y se cayó por los suelos un par de veces. Tomás se animó también a dar unos saltitos y taconear a la manera andaluza y su atrevimiento fue muy celebrado, especialmente por la señora de la casa, que le jaleó muy contenta:
—¡Toma ya! ¡Ele ahí! ¡Viva tu madre!
Más tarde Clemente Alvares, abrió de par en par las puertas del salón y comenzó a llamar a voces a sus esclavos y esclavas:
—Maximino, Celerinha, Paulino, Carminha…! Todo o mundo aquí!
Se refería, claro está, a la inmensa servidumbre de la casa, pues en las plantaciones y en los establos trabajaban varios centenares que no tenían derecho a aproximarse siquiera a la espléndida residencia del jefe de los bandeirantes de São Paulo.
Los esclavos y esclavas negros, indios, mestizos y mulatos acudieron enseguida a la llamada de su amo y trajeron instrumentos de música, flautas, tambores, maracas… Pronto estaba todo el mundo muy animado, cantando y danzando con los ritmos híbridos del Brasil, mezcla de los sones africanos e indios.