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Asunción del Paraguay, 20 de diciembre de 1618

Desde la misión de Tobatí, los expedicionarios españoles fueron siguiendo los caminos que les indicaron los padres franciscanos, pasando por las otras reducciones o poblados de indios fundados por los frailes de San Francisco, Atirá y Altos, hasta llegar al lago Ypacarai, cuyas marrones y calmadas aguas les sorprendieron mucho. Bordearon el lago y se adentraron de nuevo en los boscosos cerros y valles, donde se hubieran perdido a no ser por algunos indios que les sirvieron de guías y les condujeron finalmente hasta su destino.

Al salir de la espesura de uno de aquellos montes, se encontraron repentinamente con el dilatado cauce del río Paraguay allá abajo y divisaron, en un amplio recodo, la ciudad de Asunción, extendiéndose entre la orilla del río y la bahía que éste forma, casi como una península. En el centro se alzaban los edificios de mayor altura, la catedral y el cabildo. La población iba desparramándose después en forma de abanico, ordenándose en grandes cuadrículas según el plano en damero característico de las ciudades coloniales de las Indias hispanas. Después, las casas particulares de menos altura y los ranchos salpicaban el paisaje al azar, sin sujetarse a reglas, ocupando más de una legua de largo y una milla de ancho.

Descendieron hasta el valle asunceno y siguieron por un camino de tierra roja, junto al que se alineaban pobres caseríos de paja, casi escondidos en el bosque. La vegetación seguía siendo densa, aunque había ya terrenos desbrozados en los que pastaba el ganado, campos con diversas plantaciones, huertos, árboles frutales y yerbales.

El núcleo de la población estaba resguardado dentro de unos altos muros de adobe.

Nadie les salió al paso en la puerta, ni se les exigieron tasas ni documento alguno. Por otra parte, no había guardias en las garitas que flanqueaban la entrada. Era el mediodía y reinaba una gran calma en las primeras calles de la ciudad. Sólo más adelante se cruzaron con algunas gentes que les saludaron amablemente.

En el centro, las casas estaban aisladas unas de otras, unidas por tortuosos senderos, rodeadas de solares amplios y arbolados. Ni siquiera las que parecían ser las mejores residencias tenían exterioridades pomposas. No había nada que pudiera ganarse la admiración de los visitantes. La Plaza de Armas era destartalada y polvorienta; a ella daban los principales edificios públicos, ninguno de fábrica majestuosa, ordenados de forma caprichosa, acá o allá. Fuera de la catedral, de paredes de tapia bien gruesa y levantada con tres naves, ningún otro monumento arquitectónico parecía que pudiese resistir el embate de los siglos. Nada se veía sólidamente construido en mármol, piedra y cal. No era pues Asunción una ciudad esplendorosa, sino más bien una vasta ranchería.

Como el grupo de viajeros no llevaba caballos, ni recuas de mulas, ni carretas, ni esclavos porteadores, ni gran impedimenta, no llamaba especialmente la atención en la solitaria amplitud de la plaza, detenidos como estaban a la sombra de dos gigantescas especies arbóreas que crecían allí. Hacía mucho calor y la humedad soporífera les tenía como paralizados mientras decidían lo que debían hacer.

—Habrá que ir en busca de las autoridades —propuso el capitán Ramos.

Los viajeros estaban agotados, famélicos y sucios. Desparramados por el suelo, bajo los árboles, pocos de ellos parecían estar en condiciones de tomar una determinación.

—Yo iré con vuestra merced —se ofreció Enrique, que por su fortaleza natural estaba más entero.

Los dos comenzaron a caminar fatigosamente, cojeando casi, hacia un gran edificio que se veía a lo lejos.

—Aquello parece el Cabildo o la Capitanía —observó Ramos.

—Vayamos allá.

Llegaron a unos soportales sostenidos por unas sólidas columnas de madera, bajo las cuales había un par de guardias sentados en el suelo, recostados en la pared y sesteando plácidamente. Se presentaron a ellos y les explicaron de dónde venían y lo que les traía a Asunción.

—Se les espera desde hace mucho, señores —dijo uno de los guardias, con dulce acento paraguayo—. Yo mismo les llevaré a presencia del señor gobernador.

Les condujo el guardia por uno de los lados de la plaza hasta una gran casa sólidamente construida con maderas y tapias, cuyos tejados tenían buena teja española. En la puerta les atendió un alguacil que les pasó a un patio interior donde crecían las palmeras dando fresca sombra. Una mujer les ofreció allí agua fresca y alguna fruta. Luego vino un lacayo y les acomodó en una sala con buenos sillones tapizados en cuero. Se sentaron cómodamente. Había grandes cuadros con los retratos de nobles caballeros y damas. También cortinajes de damasco rojo y austeros muebles de oscura madera. Podría decirse que era una casa castellana perteneciente a una importante familia.

Al cabo entró en la estancia un caballero maduro acompañado por un ayudante.

—Soy Hernando Arias de Saavedra —dijo—, gobernador en nombre del Rey.

—Señoría —saludó el capitán con una profunda reverencia.

—Dios guarde a vuestra señoría —secundó Enrique inclinándose a su vez.

—Siéntense, señores —otorgó el gobernador—; estarán fatigados después de tan largo viaje. ¿Necesitan alguna cosa? ¿Se encuentran bien?

—Gracias a Dios estamos todos vivos —dijo Ramos—; aunque maltrechos algunos de nosotros, por las vicisitudes de un malhadado viaje que, con su permiso, contaré a vuestra señoría.

Con detenimiento, el capitán explicó al gobernador todo lo que había sucedido desde que la flota llegó al puerto de Santos; cómo habían sido traicionados por los paulistas, engañados y robados; la deserción de Manuel Prieto y algunos soldados y las peripecias pasadas hasta llegar a Asunción.

Enrique se fijaba en el gobernador, que escuchaba muy atento, circunspecto, el relato de Ramos.

Hernando Arias de Saavedra era el hombre más prestigioso de las provincias del Río de la Plata. Nombrado gobernador durante tres periodos, había desenvuelto su tarea con ahínco. Limpió la provincia de vagos y ladrones, restauró y edificó templos en Asunción y en Santa Fe, puso casas de oficios manuales y dotó escuelas de primeras letras. Aunque fue un valiente y excelente militar, no manifestaba ímpetus arrogantes ni maneras de soldado. Vivió siempre desentendido de los móviles apasionados y demostró la más tranquila sensatez.

Enrique sabía todas estas cosas por lo que le había dicho en Sevilla don Manuel de Frías, quien a su vez le aseguró que no hallaría a ningún magistrado más honrado y con quien se encontrara más seguro que con Hernandarias.

Tal vez el jesuita se había hecho una idea demasiado ilusoria del aspecto del gobernador, suponiendo que sería un caballero de porte distinguido, como los que ocupaban importantes cargos en España, con los atavíos y adornos propios de su poder. Don Hernando en cambio era pequeño y de aspecto sencillo, aunque siempre estaba muy derecho. Tendría unos sesenta años, era moreno de piel, con cabello y la barba canosos y unos ojos vivos e inteligentes. Desde el primer momento, infundía sosiego su capacidad para escuchar y su manera de hablar, lenta y en tono muy bajo. Se expresaba en un castellano tan claro y tan comprensible que maravillaba escucharle.

—Bien —dijo con gran serenidad, cuando el capitán concluyó su relato—. Nos estábamos temiendo que sucedería algo como lo que habéis contado. Don Manuel de Frías no llegó a fiarse nunca del sargento Manuel Prieto. Estaba convencido de que en cualquier momento llegaría a traicionarle. Ahora me siento yo un poco culpable por no haber estado más despierto. Y lo que más lamento de todo es la muerte del buen capitán Alonso Monroy.

—¿Cree vuestra señoría que pudieron ser ellos quienes…? —comenzó a decir Ramos.

—Oh, no, no… —negó rotundo el gobernador—. Eso es un juicio temerario, demasiado aventurado.

—Pero, señoría —dijo Enrique—, se ve claramente que hay una conspiración. Ya don Manuel de Frías nos advirtió en España de la posibilidad de que algunos de los militares estuvieran tramando algo compinchados con los paulistas. Es demasiada casualidad esa muerte extraña del capitán. ¿Cómo no llegar a concluir que quisieran quitárselo de en medio?

—Bien —cerró la cuestión Hernandarias—. No es el momento de hablar de ese asunto. Será mejor que nos dediquemos ahora a lo que más urge; lo cual es socorrer a los viajeros que, según dicen vuestras mercedes, vienen maltrechos y muy fatigados.

—Tiene razón vuestra señoría —asintió Enrique—. Ha sido una travesía azarosa y hemos de recobrar fuerzas.

—Eso es, padre —dijo el gobernador—. Dispondré lo necesario para que no les falte de nada.

Salieron de la gobernación los tres acompañados por los alguaciles, funcionarios y criados a quienes Hernandarias les dio la orden de atender a los viajeros. En la misma plaza recibieron los primeros cuidados los que se encontraban peor y después fueron conducidos a los diversos lugares donde debían alojarse unos y otros: los soldados al fuerte, los comerciantes a los hospedajes públicos y los jesuitas al colegio que la Compañía tenía en Asunción.