São Paulo, 12 de diciembre de 1618
A Tomás le impresionó la hacienda que poseía Clemente Alvares en el distrito de São Paulo. Se llamaba Santa Catarina. No estaba la casa muy alejada del centro de la población, pero las tierras de la finca abarcaban una extensión que no podía recorrerse en una jornada completa a caballo. Aunque las plantaciones en sí no constituían más de treinta fanegas; el resto era bosque sin desbrozar y montuosas superficies que difícilmente servirían para otra cosa que no fuera cazar, o para que el propietario pudiera presumir de poseer unas tierras cuyos límites no se abarcaban con la vista desde el Planalto.
La residencia de Santa Catarina era grandiosa. El conjunto de edificaciones, con la casa del hacendado y las viviendas de la servidumbre y los esclavos, parecía un pueblo. Se alzaba sobre una loma, entre palmeras y gigantescos árboles cuyos robustos troncos crecían por encima de los tejados y extendían sus ramas creando inmensos espacios de sombras. El núcleo del caserío estaba protegido por unos altos muros de adobe que le daban el aire de una pequeña fortaleza, con sus dos torres flanqueando una amplia portada.
Los bandeirantes, con los soldados españoles, los indios y toda la impedimenta robada, dieron un rodeo para eludir el centro de São Paulo, fueron bordeando la población y llegaron a la propiedad de Clemente Alvares que se encontraba al norte del río Tiéte, en la mejor área de la colonia portuguesa.
Allí estaba previsto hacer el reparto, según se dijo por el camino. Además, Santa Catarina era la sede y el centro de operaciones de la bandería.
La residencia del jefe de los bandeirantes se alzaba majestuosa, al final de una cuadrangular plaza porticada donde había carruajes, caballerizas y soberbios caballos que eran atendidos por los sirvientes. La fachada principal, de genuino sabor portugués, tenía una gran balconada sobre la puerta central y las paredes lucían blancas, con ribetes añil en las ventanas, puertas y zócalos.
Enseguida salió un regimiento de lacayos a recibirles. Descargaron las mulas, extendieron la impedimenta en el suelo de la plaza y se llevaron a los esclavos para abrevarlos como si fueran bestias de carga.
—¡Traed buen vino! —ordenó Clemente Alvares.
Los criados fueron solícitos en busca de vasos y jarras llenas de vino de Madeira que empezaron a repartir a raudales. También trajeron cubos de agua fresca y paños. Los expedicionarios se refrescaban, se quitaban el polvo y apagaban su sed, henchidos de satisfacción por su feliz regreso.
Allí mismo Alvares ordenó hacer el reparto. Primeramente se hizo el inventario de la rapiña que anotó cuidadosamente en una libreta un aplicado administrador. Después se separaron las partes. El jefe bandeirante extrajo una gran bolsa repleta de monedas de plata y fue haciendo los pagos en metálico. Luego su administrador, al que llamaban «el repartidor», distribuyó las mercancías, entregó mosquetones, espadas y cuchillos y fue gratificando a todos con otra bolsa de monedas distinta a la de Alvares. Nadie protestaba; por el contrario, todo el mundo parecía estar encantado con la generosidad de su jefe.
A Tomás y Raposo, así como a cada uno de sus compañeros españoles desertores del tercio, se les consideró de la misma forma que a los bandeirantes. Recibieron su parte en especie, las armas, las monedas y la gratificación. Estaban asombrados. Manuel Prieto les dijo muy sonriente y ufano:
—¿Habéis visto, muchachos? ¡Éste es Clemente Alvares! ¡Esto es São Paulo!
A un lado, los lacayos habían encendido un gran fuego y comenzaron a extender las brasas. Sobre unas enormes parrillas pusieron grandes pedazos de carne que enseguida desprendieron el delicioso aroma del asado. Colocaron también unos largos tableros y fueron distribuyendo en ellos platos con mazorcas de maíz cocidas, verduras, mandioca y patatas. Los bandeirantes, con los ojos encendidos por la avidez, vitoreaban a Clemente por el banquete que les estaba preparando.
—¡Viva Alvares! ¡Viva o nosso chefe! ¡Viva a bandeira! ¡Viva São Paulo!
Tomás estaba maravillado y se sintió enseguida cautivado por aquel ambiente de euforia. Raposo se frotaba las manos. Exclamaba:
—¡Llera, esto es jauja!
Comieron, bebieron e intimaron más con los fieros bandeirantes de São Paulo. Ya durante el camino se habían sentido acogidos, y ahora todo eran parabienes, palmadas en los hombros, cachetes cariñosos y sinceros apretones de manos. Los jóvenes estaban encantados. Casi se sentían ya paulistas. Porque en esta colonia no se reparaba demasiado en que uno fuera portugués, español, italiano o incluso holandés. No siendo indio ni negro, en São Paulo todo el mundo era bien tratado.
Cuando hubieron bebido suficiente vino de Madeira como para que su ánimo se lo mandara, ambos jóvenes gritaban llenos de felicidad:
—¡Viva São Paulo! ¡Viva la Bandeira! ¡Viva nuestro jefe! ¡Vivan los bandeirantes!
15 de diciembre de 1618
Tres días eran suficientes para establecerse en São Paulo y dedicarse a la buena vida siempre que se tuviese algo de dinero. Y Tomás contaba con la gratificación que le dio el jefe de los bandeirantes y su parte en el botín.
—Con esto podrás ir tirando —le dijo Manuel Prieto—. Pero más adelante tendremos que pensar en algo.
De momento, Prieto, Tomás y Raposo fueron a instalarse en Santa Catarina, aceptando el ofrecimiento que les hizo Clemente Alvares. Y pronto se dieron cuenta de que allí quien mandaba era doña Úrsula, su esposa. Era ésta una mujer poderosa, de origen español, que gobernaba a lacayos, menestrales, asalariados y esclavos de su casa mejor que el más despierto de los capitanes a su compañía.
Siguiendo una costumbre que tenía su origen en el mismo modo de vida de la colonia, en São Paulo las esposas gozaban de gran poder en las haciendas de sus cónyuges. En una población conformada por viviendas aisladas, cuyos propietarios varones se dedicaban la mayor parte del año a hacer la guerra a los indios y a negocios que requerían permanecer largas temporadas lejos de casa, les correspondía a las mujeres organizar la vida cotidiana. Pero sólo a las esposas legítimas, las «señoras», pues los bandeirantes solían tener numerosas concubinas indígenas que, por otra parte, les proporcionaban una multitud de descendientes mestizos que formaban luego las tropas paulistas que iban a conquistar las selvas.
Doña Úrsula era una mujer inteligentísima. A Tomás le pareció desde el primer momento que la conoció una verdadera dama que nada tenía que ver con su rudo y salvaje marido. Era andaluza de nacimiento, de Cádiz, tenía la nariz larga y algo encorvada, los ojos claros, la boca pequeña, el pelo rubio y el cuerpo muy esbelto. Hablaba con esa gracia propia de su ciudad de origen y era de una amabilidad exquisita. Pero guardaba un temperamento duro e inflexible que sólo mostraba cuando lo consideraba oportuno.
—Cuidado con la señora —les advirtió Prieto a Tomás y Raposo, nada más alojarse en la casa—; no os engañéis con su aspecto, que es de armas tomar.
Y lo pudieron comprobar por sí mismos. Nada se movía de su sitio en Santa Catarina sin que doña Úrsula lo dispusiera. Y era ella la que ordenaba los castigos en la hacienda cuando algo no funcionaba según su gusto. Fríamente y con una impasibilidad que causaba estupor, no se alteraba a la hora de mandarles a sus lacayos:
—Dadle a ese imbécil diez azotes.
Y los criados corrían a sujetar al desdichado esclavo que hubiera cometido la falta y allí mismo le propinaban los diez sonoros azotes, delante de su ama.
Doña Úrsula le había dado a Clemente Alvares dos hijas, las cuales estaban ya en edad casadera, que por su aspecto en general y por lo bien vestidas parecían dos princesas de familia real.
—¡Y ojo con las niñas! —recalcó Prieto a sus jóvenes subordinados—. Que Alvares es capaz de cortarle el cuello sin contemplación al que mire a esas dos palomitas.
Y no podía ser de otra forma, pues al no tener hijos varones legítimos el bandeirante sabía que todo lo que poseía habría de pasar un día a sus hijas, así como a aquél que concertase matrimonio con ellas.
Prevenidos de esto por Prieto, cuando Tomás o Raposo se cruzaban con ellas en algún sitio, apartaban la mirada o variaban el rumbo, temerosos de meterse en algún lío.
Pero doña Úrsula, en cambio, no parecía demasiado preocupada por el hecho de que sus hijas se encontrasen con ellos. Muy al contrario, invitaba frecuentemente a los tres españoles a su mesa y se mostraba encantada de que sus hijas escuchasen cosas de España en las conversaciones que surgían.
Isabel y María Gracia, se llamaban las hijas de Alvares. La mayor, Isabel, era rubia como la madre, esbelta, bella y muy delicada. La pequeña Gracia era también alta y delgada, pero tenía los ojos y el cabello oscuros y una piel blanquísima, brillante como alabastro. Aunque la mayor se parecía más físicamente a doña Úrsula, ya desde la primera impresión se veía que el temperamento de la madre lo había heredado la pequeña.
Cuando cenaron la primera vez en el salón principal de la casa, a la luz de las lámparas, sentados a una larga mesa con manteles de hilo y vajilla de plata, a los dos jóvenes les pareció un sueño contemplar a las dos bellas hijas de Clemente Alvares, tan bien vestidas, con sus joyas y aderezos, delicadas, educadas y amables, como dos verdaderas princesas.
Era difícil decidirse por la una o la otra, pues ambas eran hermosas e inteligentes, pero desde el primer momento Tomás sintió como una sacudida, cuando los negros ojos de Gracia le miraron fijamente, como traspasándole.