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Selvas del Guairá, 6 de diciembre de 1618

—¡Dios mío, estamos perdidos! —se quejaban los comerciantes y los colonos una mañana—. ¿Adónde vamos, señor capitán? ¡Detengámonos, por caridad! ¡Estamos agotados!

Habían caminado durante días, descendiendo primeramente por el cauce del río Paraná y siguiendo después uno de sus afluentes, el río Monday, que parecía fluir desde el oeste. Pero pronto se encontraron con el inconveniente de la cordillera de Caaguazú, y al intentar atravesarla se extraviaron en una zona montuosa en la que no encontraban sendero alguno.

—¡Reconozca que estamos perdidos, señor capitán! —le exigía un comerciante que cojeaba a causa de la larga caminata.

El capitán en funciones Ramos consultaba una y otra vez su arrugado y deteriorado mapa.

—Es por aquí, estoy seguro —decía—. Hemos caminado siempre hacia el oeste y…

—Y no hay señales de vida de persona alguna —se lamentaba otro de los viajeros—, ni pueblos, ni caminos…

—Se nos acaban las provisiones, estamos agotados, enfermos, doloridos… —se lamentaba otro de los viajeros.

—¿Qué culpa tengo yo de que esos desalmados nos hayan traicionado? —se justificaba Ramos—. ¡El que no quiera seguir que se vuelva! ¡A nadie le prohíbo yo que se vuelva!

—¡Señores, por el amor de Dios —rogaba Enrique—, tengamos calma!

Se detuvieron en un pequeño prado que se extendía en una pendiente, en cuyo final había una especie de vaguada por donde discurría un arroyo entre la espesa vegetación. Había por allí bandadas de ruidosos pájaros que parecían aumentar la tensión con sus estridentes gritos.

—Señor capitán, hay que hacer algo —le suplicó el viajero que cojeaba a Ramos, con el rostro desencajado—. Debe vuestra merced tomar una determinación. O moriremos en estos inhóspitos bosques.

—Y ¿qué puedo hacer sino seguir hacia el oeste? —replicó Ramos.

—Debemos orientarnos —sugirió Enrique—. Se me ocurre que podemos subir algunos de nosotros a aquella montaña para ver si desde allí se divisa algo.

Todos miraron hacia un elevado monte que sobresalía sobre las sierras. Eran unas laderas muy empinadas y agrestes y en la máxima altura revoloteaban los buitres.

—Se tardaría medio día al menos para llegar allí —dijo Ramos.

—No importa —repuso Enrique—. Así podrán descansar los viajeros.

—¿Y quién tiene ánimos para llegar hasta allá? —replicó el capitán.

—Yo iré —se ofreció rotundo el jesuita.

—No puede vuestra paternidad ir solo —observó Ramos—; es peligroso, hay fieras y… posiblemente indios.

—Padre, no lo haga —le pidieron los otros jesuitas—. No debe arriesgarse.

—Yo le acompañaré —saltó uno de los soldados, un veterano seco y renegrido.

—Y yo —secundó Marcos Cabrera.

—Bueno, bueno, nada tengo que objetar —autorizó el capitán—. Pero sólo les aguardaremos un día. Si mañana no han regresado seguiremos nosotros el camino.

—Esta tarde estaremos aquí —aseguró Enrique.

Subieron los tres monte arriba, provistos de agua y de algunas almendras fritas como únicas provisiones. Enfilaron primeramente una especie de brecha que les condujo entre rocas a una pendiente abrupta. La subida era dura y el calor sofocante. Ascendían y descendían; cruzaban arroyos y penetraban en tupidas florestas, enmarañadas, donde tenían la sensación de ser tragados por la selva. Durante horas caminaron, creyendo a veces haber perdido la dirección del monte que buscaban, pues el pico rocoso que lo coronaba desaparecía de su vista a causa de la espesura de los árboles. Pero reaparecía siempre, aunque daba la sensación de estar cada vez más distante.

Cuando llegaron por fin al pie del monte, comprobaron que era mucho más elevado de lo que supusieron en un principio. Se detuvieron para recobrar el resuello y, desalentados, repararon en que no les daría tiempo a llegar a la cima, descender y regresar con el resto de la expedición antes de la mañana siguiente, pues caía ya la tarde.

El veterano soldado parecía incansable. Dijo:

—Hay que intentarlo, padre; ya que hemos llegado hasta aquí…

—Bien —asintió Enrique—, hagamos un último esfuerzo.

Cuando se disponían a iniciar la ascensión, Marcos dio de repente un salto y gritó:

—¡Miren ahí!

El jesuita y el soldado se sobresaltaron.

—¿Qué sucede? —preguntó Enrique mirando hacia todos lados.

—¡Ahí! —señaló Marcos.

Entonces los vio. Había un grupo de indios en la espesura, media docena al menos, entre las sombras, en el claroscuro de la vegetación. Iban desnudos, adornados tan sólo con pequeñas cuentas blancas en el cuello, y llevaban arcos y flechas.

—¡Indios! —exclamó Enrique—. ¡Son indios salvajes!

El soldado comenzó apresuradamente a cargar su mosquete y Marcos extrajo una espada que llevaba al cinto.

—¡No! —les gritó el jesuita—. ¡Quietos! Dejadme hacer a mí.

Él sabía bien cómo debía tratarlos, pues había sido instruido para ese menester.

—Nada de eso, padre —le replicó el soldado—. Daré un tiro al aire y verá vuestra paternidad cómo salen corriendo.

—¡Ni hablar! —negó Enrique—. Son nuestra única oportunidad. ¡Por el amor de Dios, dejadme hacer a mí!

Los indios seguían allí, muy quietos, mirándolos con caras curiosas, pero con actitud distante. El jesuita se fue acercando a ellos lentamente, sonriendo y extendiendo las manos abiertas.

—Marcos, dame tu espada —le pidió al escultor sin volverse hacia él.

—Pero… padre, ¿piensa enfrentarse a ellos solo?

—¡Dame la espada he dicho! —insistió Enrique.

Marcos le acercó el arma. El jesuita la tomó por la hoja y, siempre muy despacio, se fue hacia los indios para dársela.

—¡Padre, por la Virgen, no se acerque a ellos! —le rogó el soldado—. ¡Padre!

En ese momento, el que parecía ser el de más edad de los indios se aproximó a Enrique. Aunque con un raro acento, el nativo dijo en español perfectamente comprensible:

—Padre… Virgen… Padre…

—¿Eh? ¿Sabes hablar la lengua de los cristianos? —le preguntó el jesuita.

—Padre… Paí… madre… abuela… paí…

—¡Será posible! ¡Sabe hablar! —exclamaba Enrique.

El indio fue hasta él y le cogió de la mano. Enseguida se acercaron los demás y le rodearon. Uno de ellos aceptó la espada como regalo. Casi todos sabían algunas palabras en español, pero las articulaban de forma inconexa, sueltas y sin sentido.

—¡No se fíe, padre! —le pedía el soldado.

Pero Enrique estaba encantado. Por primera vez se veía entre indios libres y en estado natural.

Mediante señas y dibujos hechos en la tierra, el jesuita consiguió averiguar algunas cosas acerca de aquellos naturales; que vivían lejos de allí y que estaban de cacería por la selva. Pero le pareció entender que en alguna parte, en la dirección que ellos señalaban con su mirada y con sus dedos, debía de haber algún pueblo de colonos blancos. No le fue difícil hacerles comprender que estaban perdidos y que necesitaban ayuda. El indio de mayor edad se ofreció enseguida a guiarles por la selva.

—Vamos —le dijo el jesuita al soldado y a Marcos—, nos llevarán a sitio seguro.

—No se fíe, vuestra caridad —le decía, muy preocupado el soldado—; que terminaremos comidos por esos salvajes.

—Padre, ¿y mi espada qué? —protestaba Marcos—. Ese indio se ha quedado con mi espada.

—Déjalo estar, Cabrera —decía el jesuita—, es un obsequio.

—¿Un obsequio? ¿A mi costa?

—¡Déjalo ya, Marcos!

Los indios se movían con gran seguridad entre la vegetación. Les llevaron bordeando las sierras, por los pasos que conocían perfectamente, hasta unos llanos. Allí Enrique reconoció perfectamente las arboledas y el río de donde habían partido. Estaba a punto de anochecer. Entonces uno de los nativos señaló hacia la lejanía.

—¡Allí están! —exclamó Enrique al divisar el humo de un fuego que subía desde la espesura.

En efecto, fueron allí y encontraron a los expedicionarios, que se exaltaron al ver llegar a los indios con ellos.

—¡No os asustéis! —les avisó Enrique—. Estos indios no son peligrosos. Nos conducirán hacia lugar habitado.

Tobatí, 7 de diciembre de 1618

Les dio una inmensa alegría cuando escucharon sonar una campana. Caminaban por unos parajes suavemente ondulados, surcados por arroyos y riachuelos que debían vadear descalzándose, pues no había ni un solo puente construido. Pero por fin habían encontrado un camino, gracias a las indicaciones de aquellos indios que se prestaron amablemente a socorrerles.

—¡Oh, Virgen santa! —exclamó el padre Ortega—. ¡Se escucha una campana! Hay un pueblo de cristianos cerca.

Efectivamente, pronto se vio a lo lejos un campanario muy rústico, construido con maderas. A medida que se fueron acercando, aparecieron la iglesia, casas y huertos donde había plantaciones. Aunque muy disperso, aquello se asemejaba a un pueblo. Era la hora de la siesta y no se veía a nadie.

Llegaron a una amplia calle flanqueada por viviendas bien construidas y techadas con teja española. Las gallinas picoteaban la tierra y los perros dormitaban. Una bandada de niños corrió alegre hacia ellos.

Se detuvieron en una amplia y destartalada plaza en cuyo centro se alzaba la iglesia y otro edificio. Era una especie de convento, aunque muy elemental.

—Esto es una misión —dijo alguien.

—Claro —confirmó el capitán Ramos, mirando su ajado mapa de papel amarillento—, aquí dice que hay misiones de padres franciscanos por aquí.

—¡Ave María Purísima! —gritó el padre Ortega—. ¿Hay alguien en el convento?

Pasó un rato sin que nadie diera señales de vida. Pero finalmente se asomó un fraile a la ventana y contestó:

—¡Sin pecado concebida!

Salieron tres frailes de la Orden de San Francisco, con sus marrones hábitos muy descoloridos y unas largas y descuidadas barbas.

—Bienvenidos, hermanos —saludó el más anciano de ellos, extendiendo sus brazos y desplegando una sonrisa bonachona—. ¡Bienvenidos a la misión de Tobatí!