Selvas del Paraná, 25 de noviembre de 1618
—Pero, vamos a ver, ¿somos o no somos traidores? —le preguntaba Tomás al sargento Manuel Prieto, mientras iban de camino por la selva, en dirección contraria a la que habían llevado hasta el día anterior.
—¡Qué va! —contestó Prieto—. Nada de traidores, muchacho. ¡Vaya una cantinela que has cogido!
—Es que me preocupa, señor sargento, pensar que hemos traicionado a nuestra causa.
—No, no, no… —negaba rotundo Prieto—. ¿No lo comprendes? Tanto portugueses como españoles están bajo el mismo rey. Antes íbamos con los españoles y ahora vamos con los portugueses de São Paulo. El rey es el mismo. Y la causa, por tanto, la misma.
—Pero… nos hemos quedado con las armas, municiones y pólvora que iban para Asunción del Paraguay…
—¿Y qué? ¿Íbamos acaso a seguir bajo el mando de ese inepto de Ramos? ¿Y en Asunción qué nos esperaba? No hay nada en Asunción, Llera, salvo curas, frailes y monjas. Es mejor São Paulo. ¡Dónde va a parar! Hoy por hoy, muchacho, desengáñate, es mejor estar en las gobernaciones portuguesas. Hay más facilidades, menos mojigatería… Y, al fin y al cabo, ya te digo, la Corona es la misma.
—Não arrepemtirão-vosés! —aseguraba Clemente Alvares en voz alta—. Em São Paulo podrán reunir essa fortuna que sonham!
El bandeirante, así como su cómplice Manuel Prieto, iba encantado. Sus planes habían dado pleno resultado. Era una maniobra preparada durante meses y no podía fallar. Los paulistas necesitaban todo ese material de guerra para poder continuar con sus malocas selvas arriba, ya que por entonces conseguir en las Indias armas, pólvora y municiones era casi imposible, si no venían de la metrópoli, pero a precios muy elevados. Últimamente se organizaban con frecuencia robos de material de guerra, precisamente por ese motivo. Los aventureros se alistaban en el ejército y se infiltraban en los destacamentos que transportaban enseres militares. Una vez en el complejo mundo de las Indias, no les era difícil distraer la mercancía con la complicidad de las bandas colectivas e independientes que abundaban en tan extensos territorios, actuando al margen de las autoridades.
A medida que avanzaban en dirección a São Paulo, por los tupidos bosques que ya habían atravesado en la ida, Tomás se fue dando cuenta de que la tropa de bandeirantes funcionaba de manera bien diferente a la compañía del tercio. Los hombres eran indisciplinados y bravucones, y los lazos entre ellos parecían más un puro compadreo que una organización militar.
Aunque no tenían por qué huir, pues los soldados españoles no tenían posibilidad alguna de seguirles, su marcha era apresurada. Se desprendieron de cuanto consideraron que no era necesario y forzaron a golpes tanto a los pobres indios como a las mulas, cargados en exceso. Algunos infelices cayeron extenuados y quedaron tendidos a la vera del sendero.
El que peor sobrellevaba la caminata a marcha forzada era el cabo Sánchez, que estaba ya muy debilitado, después de tantos esfuerzos. Su tos había empeorado y se quedaba atrás, aunque apenas se quejaba. Sólo Tomás procuraba ir a su paso, preocupado porque no pudiera seguir y se perdiese.
—¿Le digo al sargento que se paren? —le preguntaba, al ver que Sánchez estaba enfermo y caminaba cada vez más despacio.
—No, no, Llera —negaba el cabo—. Aguantaré hasta São Paulo.
Ribera del río Paraná, 25 de noviembre de 1618
—No vendrán, señor capitán —le decía Enrique a Ramos—. ¿No se da cuenta vuestra merced de lo que pasa? Está muy claro; se han quedado con la impedimenta. ¡Nos han engañado!
Ramos oteaba en silencio la lejanía, procurando alcanzar a ver algún movimiento en el otro lado del río.
—¡Tiene que tomar vuestra merced una determinación! —exigía el jesuita.
—No sé… —balbució el capitán en funciones—. Me cuesta creer que…
—¡Por el amor de Dios! ¿No se da cuenta?
Había pasado ya el mediodía y un espeso calor húmedo les tenía sumidos en un estado de pesadez y confusión. Sudaban copiosamente y los mosquitos no les dejaban en paz ni un momento. Soldados, colonos, mercaderes y jesuitas estaban desalentados, sentados en los pedruscos que se extendían por la orilla del río. El Paraná era muy ancho en aquel punto y en la distancia, al otro lado de las aguas, no se veían sino las espesas selvas sin otro movimiento que algunas bandadas de grandes pájaros que se removían en la espesura.
—¡Una mujer! —gritó uno de los soldados de repente—. ¡Una mujer viene flotando arrastrada por las aguas río abajo!
Todos corrieron hasta el borde del agua.
—¡Es cierto! —se oyó exclamar—. ¡Es una mujer! Debe de haberse ahogado.
—¡Mirad allá! —avisó otro de los soldados—. ¡Y por allí viene otro de los ahogados! ¡Parece un hombre!
—¡Y otro más por allí! —indicó un tercero—. ¡Y otro!
Efectivamente, se veían venir río abajo, lentamente, las figuras humanas flotando. Enrique corrió hacia el agua, por si se podía hacer algo por ellos.
—¡Dios santo! —exclamó el jesuita—. ¡Son las imágenes! ¡Esos canallas arrojaron las esculturas al río! ¡La Inmaculada, el san Juan, el san José…!
—¡Oh, no! ¡Las imágenes! —gritó Marcos Cabrera y comenzó a quitarse las ropas para arrojarse al agua.
—¡Qué haces, insensato! —le advirtió uno de los soldados—. ¡Te ahogarás!
Enrique también se quitó la sotana y se arrojó el primero a las turbias aguas del Paraná.
—¡No, padre, no lo haga! —le gritaban sus compañeros.
Pronto estaban el jesuita y el escultor nadando hacia sus imágenes, que flotaban como maderos que eran; se asieron a ellas y las llevaron hacia la orilla impulsándose con los pies. Sólo pudieron salvar el san Juan y la Inmaculada; el resto desapareció río adelante, ante sus ojos entristecidos por ver tal desastre.
Agotado, empapado y furioso, Enrique se lamentaba en la orilla al ver que, de todos los enseres que habían transportado penosamente desde Sevilla, sólo les quedaban esas dos imágenes rescatadas de las aguas.
—¡Tantos esfuerzos para nada! ¡Todo lo que traíamos…! ¡Oh, Dios! ¡Esos miserables!
—Vamos, padre, no se atormente —trataban de serenarle sus compañeros—. Al menos, estamos nosotros sanos y salvos.
El capitán en funciones reparó finalmente en que había que olvidarse del cargamento. Tardarían días en hacer las balsas necesarias para pasar al otro lado, sin las herramientas. Intentar perseguir a los bandeirantes era, pues, absurdo. Entonces se aprestaron a hacer lo único que podían: emprender la marcha hacia Asunción, siguiendo la dirección de poniente.
Selvas del Paraná, 30 de noviembre de 1618
Desde el Paraná llevaban caminando cinco días en marcha forzada, cuesta arriba la mayor parte del tiempo, muy cargados y arrastrando el cansancio resultado del viaje de ida. Si no fuera porque los bandeirantes iban encantados con el beneficio de su engaño, aquella travesía de regreso a São Paulo les hubiera resultado sumamente penosa.
El cabo Sánchez iba ya en camilla, pues no podía siquiera sostenerse en pie. Estaba tan delgado que su peso no resultaba excesivamente gravoso. Pero los paulistas se negaban a cargar con él, así que casi todo el tiempo era transportado por Tomás y Antonio Raposo.
—Ánimo, Sánchez —le decía Tomás—, que ya falta poco.
—Yo no llego, Llera —se quejaba con voz casi inaudible Sánchez, sin dejar de toser ni un momento—. Me muero. ¡Ay, Virgen santa!, yo me muero…
Recorrieron de vuelta los mismos lugares que hacía dos semanas y se detuvieron en los mismos puntos. No les faltaron los alimentos. Había suficientes vituallas entre la carga robada a los militares. Y tampoco faltaba el ron, pues los paulistas no podían pasar sin él.
Cuando hacían un alto en algún claro de aquellas intrincadas selvas, encendían rápidamente la hoguera y se sentaban en torno para beber y contar sus viejas historias.
Tomás y Antonio Raposo escuchaban muy atentos las aventuras de los aguerridos e intrépidos paulistas. Por estas narraciones supieron muchas cosas acerca de la vida en el trepidante mundo de las selvas, donde fieras, indios salvajes e incontables peligros convertían la vida en un constante sobresalto. Admirados, los dos jóvenes sentían cada vez más el deseo de participar en una de aquellas bandeiras, para ir en pos de las riquezas que según decían los aventureros se ocultaban en inexplorados y recónditos territorios.
—Habréis de vivir aquí una apasionante vida —les prometía Manuel Prieto—. Para dos mozos como vosotros, sanos, fuertes y con ganas de pelear, estas tierras son una promesa.
Ésa era la salud y la fortaleza que le faltaba al cabo Sánchez, que tosía envuelto en mantas, tiritando y sin otras ganas de pelear que las de mantenerse vivo.
Cuando despertaron de madrugada, empapados por el rocío fresco de la selva, los bandeirantes hacían bromas con sus voces aguardentosas. Se levantaron bien dispuestos y fueron enseguida a ver una vez más los frutos de su rapiña. Disfrutaban sobando los mosquetes y contemplando el relucir de las fabulosas espadas toledanas que iban empaquetadas y bien envueltas en tela de saco, engrasadas y protegidas frente al orín.
—¡Boas armas! —exclamaban—. ¡As que faltaban-nos!
—¡Dexad-as! —les gritaba su jefe—. ¡As vais a oxidar!
Tomás se levantó con los miembros doloridos. Eran ya muchos días de camino. Raposo se removía perezoso entre sus mantas. Y el cabo Sánchez estaba silencioso, muy quieto.
—Parece que este pobre está mejor —comentó Tomás—. Ha tosido poco esta noche. Cabo, cabo Sánchez —le llamó—. ¿Estás mejor?
Estaba muy raro Sánchez, con la boca torcida y muy pálido.
—¡Cabo, cabo! —insistió Tomás—. Pobre, está profundamente dormido.
—¡Está tieso, el jodido! —exclamó un bandeirante al lado—. Está muerto, ¿no lo ves? Ha estirado la pata.
Tomás se quedó mudo.
—¡Sargento, sargento Prieto! —gritó Raposo—. ¡El cabo Sánchez se ha muerto!
Sin inmutarse por el hecho y sin dejar de bromear, dos bandeirantes agarraron el cadáver por manos y pies y lo llevaron un poco más allá, donde otros habían cavado una somera tumba. Le echaron tierra encima, silbando, como si tal cosa, y le pusieron una tosca cruz con dos palos amarrados pinchada en la cabecera.
—Hala, que rece alguien un paternóster —dijo Prieto.
Rezada la oración, Clemente Alvares ordenó:
—¡Andando!
La carga estaba ya sobre los hombros de los indios y los lomos de las bestias. La fila comenzó a caminar selva adentro, por el estrecho y tortuoso sendero que penetraba en la tupida vegetación.
Tomás echó un último vistazo al montón de tierra rojiza que cubría al cabo. Un paulista comentó:
—A ése esta misma mañana se lo comen los tigres. Lo sacarán con sus garras de la tierra. ¡Poco van a comer las fieras con la escasa carne que tenía!