Selvas del Paraná, 16 de noviembre de 1618
Los intrépidos bandeirantes con el capitán Clemente Alvares a la cabeza guiaron a la expedición de soldados, jesuitas y colonos hacia el interior de las selvas del Paraná. Después de cruzar la sierra de Paranapiacaba, se adentraron en espesos y oscuros bosques para ir en busca de la antigua ruta trazada inicialmente por el conquistador español Alejo García y seguida después por Alvar Núñez en su travesía hacia Asunción del Paraguay.
La primera semana de camino transcurrió sin otras dificultades que las inherentes a aquellos agrestes parajes: la apretada vegetación, mosquitos y el calor húmedo, soporífero, durante las horas más luminosas del día. Los paulistas se manejaban bien avanzando por los senderos que tenían muy transitados, siempre hacia el sur, subiendo, descendiendo y tornando a subir sierras hasta llegar al río Iguazú. Desde allí había que caminar todavía varias leguas río abajo, por la orilla, para detenerse donde disminuían las fuerzas de las aguas y construir balsas que les sirvieran para navegar dejándose llevar por la corriente más suave.
Los jóvenes soldados Tomás y Raposo caminaban asombrados, observando llenos de curiosidad cuanto encontraban a su paso. Iban deseosos de ver animales salvajes, pues les habían dicho los veteranos exploradores paulistas que había lagartos gigantescos en las aguas del río, serpientes que podían tragarse a un hombre entero y tigres fieros que era mejor no encontrarse.
Cuando llegaron a las orillas llanas del Paraná, una vez que descendieron de las sierras, se aventuraron caminando por una brecha que discurría por entre una vegetación muy frondosa, pasando junto a inmensos árboles y palmeras cuya altura formaba un techo que constantemente daba sombra. Sólo finas cintas de luz penetraban haciendo resplandecer las brillantes hojas de los helechos gigantes y las telarañas que se estiraban entre los arbustos. Todo estaba enmarañado por una infinidad de enredaderas, bejucos y diversas plantas colgantes, cuyos tallos largos y delgados se extendían por el suelo o se enrollaban en los troncos; de manera que la selva parecía un solo cuerpo amarrado intercomunicado y preso de sí mismo.
Junto a Tomás y Raposo caminaba un viejo bandeirante llamado Gonzalves. Era un hombre delgado, cuyos largos brazos sarmentosos parecían ser parte de la selva; estaba encorvado sobre sí mismo, cubierto de cicatrices y le faltaba un ojo, en cuyo hueco se introducía una brillante piedra pulida de color verdoso, que le daba un aspecto felino y desconcertante a su rostro. Tenía este paulista más de sesenta años, pero se manejaba como un hombre joven por entre la selva. Sólo sus blancos cabellos y su piel ajada y completamente surcada por arrugas delataban su ancianidad. Le gustaba a Gonzalves impresionar a los dos jóvenes con sus historias de la selva. Les iba explicando los nombres de los árboles y las plantas, así como sus utilidades. «Con ése de ahí se hacen buenas canoas —decía—. Y de esa palmera se saca un jugo que calma la sed. ¡Qué trampas se fabrican con esos juncos!».
—¿Y los indios, Gonzalves? ¿No veremos indios? —preguntaba curioso Tomás.
—¡Ca! —respondía el bandeirante con desagrado—. Corren ésos que se las pelan a los bosques en lo que huelen a los cristianos. Hace veinte años andaban por aquí los Tupinambás, que eran como demonios y no estaban dispuestos a dejar que los portugueses, los «perós» como ellos los llamaban, atravesasen sus tierras. Recuerdo que una vez se perdieron unos aventureros que iban a Villa Rica y fueron a toparse con esos tupinambás. ¿Sabéis lo que les pasó?
—No, Gonzalves —respondieron los jóvenes soldados—. Cuéntanoslo.
—Pues que los indios se los comieron.
—¿Eh? ¿Es verdad que se comen a las gentes? —preguntó Tomás escéptico.
—¡Pues claro que se comen a la gente! ¿Lo dudáis? Los indios prefieren la carne humana a cualquier otra cosa. Yo mismo he visto muchas veces los restos de sus fogatas en los poblados abandonados en la selva y había huesos y calaveras de hombres.
—¡Madre mía! —exclamó Tomás.
—Son de la ralea del diablo esos indios tupinambás —observó Gonzalves—. Menos mal que ya casi no hay.
—¿Pues qué fue de ellos? —quiso saber Raposo.
—¡Anda éste! —contestó ufano el bandeirante—. Pues que les hicimos la guerra y no los dejábamos respirar. Ya nos costó acabar con esa mala raza. Dábamos batidas por los bosques y, cuando los encontrábamos, no dejábamos ni uno. Entonces te daban una onza de plata por cada diez indios que te llevabas por delante. ¡Qué tiempos aquéllos!
—¿Y no se aprovechaban para el trabajo? —le preguntó Raposo.
—¡Ca, hombre! Los tupinambás no valen para nada. Ésos no trabajan ni aunque les desuelles a palos. Además, cierran el pico —explicó, haciendo un demostrativo gesto con los dedos que se llevó a los labios— y no comen hasta que se mueren. ¡Menudos bicharracos!
—Entonces —preguntó Tomás—, ¿esos indios que llevan la impedimenta y los otros que trabajan en las haciendas de São Paulo?
—Son guaraníes, guaycurús y mbayás, traídos de más allá de los grandes ríos. Tampoco es que valgan demasiado para el trabajo, pero algo se saca de ellos.
—¿Y ésos no comen hombres? —le preguntó Raposo.
—Si están en sus selvas y a lo salvaje, claro que los comen. Los indios gustan de comer carne humana —aseguró—. Cuesta lo suyo sacarlos de sus feas costumbres, no creáis. Pero, una vez que se logra domesticarlos, son como tú y como yo. Y, una cosa os diré, las mujeres indias saben dar más gusto que las blancas. Ya veréis cuando probéis, ya.
—¿Tu mujer es india, Gonzalves? —se le acentuó la curiosidad a Tomás.
—La vieja no, muchacho, que es portuguesa. Pero tengo cuatro más.
—¡Dios! ¿Cuatro? —exclamó Raposo.
—Bueno, eso no es nada —contestó resuelto Gonzalves—. Cuando tenía vuestra edad, recién venido al Brasil, llegué a tener veinte hembras. Setenta hijos tengo, con eso os digo todo. Y he tenido más de cien, lo que pasa es que se murieron muchos de ellos por las fiebres o en los primeros días. ¡Ah, pobres criaturas!
—¿Y cómo mantiene vuestra merced a tanta descendencia? —dijo extrañado Tomás.
—¿Yo? ¡Ellos salen adelante! Aquí quien no llora no mama. ¡Si yo tengo nietos cazando indios por los matos del Alto Brasil y en los sertãos del Guapaí, en el río Madeira y en el Gurupá! Mi sangre está repartida por todo el Brasil. ¡Ah, si mi padre supiera que tiene descendencia para formar una compañía! Si levantara la cabeza y los viera: indios, mulatos, zambos… ¡Ja, ja, ja…! Se moría otra vez… Gonzalves de todos los colores… ¡Ja, ja, ja…! ¡Ahí es nada!
Cataratas del Iguazú, 24 de noviembre de 1618
Una jornada antes de llegar al encuentro de los ríos Iguazú y Paraná, los viajeros asistieron a uno de los espectáculos más grandiosos que la naturaleza puede ofrecer. Iban avanzando a buen paso por la margen derecha del río, en la misma dirección de la corriente, cuando se vieron en una zona donde las aguas se ensanchaban en el cauce, dejando en mitad grupos de islas muy frondosas. Se maravillaron entonces al contemplar la gran extensión plateada abierta en las florestas inmensas. Atardecía y sintieron descansar sus ojos al recrearse en el espacio abierto en las selvas.
Entonces el padre Virossi exclamó:
—¡Miren allá vuestras paternidades!
A lo lejos, en el horizonte del río, se alzaban unas sorprendentes brumas, como nubes blancas que nacían en el infinito y subían a los cielos. A la vez, un intenso rumor lejano, misterioso, llegaba desde algún sitio, produciendo una inquietante sensación en el gran silencio de los bosques.
—¿Qué será aquello? —preguntó el padre Ortega.
—Parece como si hirviera el río allá lejos —observó Enrique.
Uno de los bandeirantes que asistió a su sorpresa por ir próximo a ellos les explicó lo que sucedía:
—Son la cataratas del Iguazú, padres. El río se encuentra allí con un cortado y cae desde las alturas en el más grande chorro de agua que puedan ver los ojos de los hombres. Es por eso que los indios desde muy antiguo llaman a este lugar «Iguazú», que en la lengua guaraní significa «agua grande».
Era la puesta de sol cuando se detuvieron delante del vertiginoso acantilado que cortaba repentinamente el cauce del río. Aunque el sendero comenzaba allí un intrincado descenso, los jesuitas quisieron acercarse a contemplar el magnífico espectáculo.
—Asómense por aquellas rocas, padres —les indicó Clemente Alvares—, allí verán la Garganta del Diablo. Pero no se aventuren más allá, pues pueden peligrar las vidas de vuestras paternidades.
Fueron los tres jesuitas por donde les había señalado el bandeirante y anduvieron un trecho entre la espesa vegetación, pasando junto a gigantescos y majestuosos árboles, en cuyos troncos crecían bellísimas orquídeas. Había también begonias, helechos y palmeras de todos los tamaños. Los tucanes resaltaban con sus espectaculares picos en el verdor, así como bandadas de loros y papagayos de todos los colores. Brillantes colibríes y verdaderas nubes de mariposas llamaban constantemente la atención revoloteando de flor en flor.
—¡Dios sea loado! —exclamaron—. ¡Qué maravilla! ¡Santo Dios!
Delante de sus ojos se abría un espectáculo único. Las poderosas cascadas caían desde las alturas y se perdían en un abismo de espumas y nubes de vapor que se elevaban por el impacto de las aguas en las rocas. A esa hora, el sol caía y creaba la colorida ilusión del resplandeciente arco iris, como una visión mágica y sobrecogedora.
Estuvieron un largo rato en silencio, embelesados, arrebatados sus espíritus por el poder de aquella naturaleza viva; sumidos en un estado reverente, escuchando el fragor de los impetuosos chorros, percibiendo el frescor del agua que caía y les empapaba como una fina lluvia. Y así asistieron a la puesta del sol que parecía apagarse en las frondas oscuras, alcanzado por las nubes que ascendían desde las cataratas.
—¿Podrá contemplarse en este mundo algo más bello que esto? —preguntó como para sí Enrique.
Los tres jesuitas se contestaron en silencio. No sabían si había en el mundo espectáculo natural más hermoso que éste, pero presentían agradecidos que Dios les hacía una gracia especial al estar allí.
—Recemos —propuso el padre Virossi.
Los tres entonaron de común acuerdo un himno de adoración del Apocalipsis de san Juan, llevados tal vez por la sobrecogedora visión que contemplaban.
Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, verdaderos y justos tus senderos, ¡oh, Rey de los siglos!