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São Paulo, 30 de octubre de 1618

Soldados españoles, jesuitas, colonos, bandeirantes y porteadores iniciaron el ascenso de la sierra que se elevaba entre São Paulo y el litoral. Se gastaban dos días de camino a través de una densa vegetación para llegar a lo alto de la colina donde se encontraba ubicada la colonia. Iban en silencio, en fila india. La madrugada era fresca, pero a medida que crecía la luz el calor aumentaba y los mosquitos parecían cobrar fuerza y acudían rabiosos. Anduvieron así varias horas, siempre en pendiente.

El sol estaba ya alto y todavía veían entre las hojas, al volverse, la bahía allá abajo, con su puerto rudimentario, y el mar extendiéndose en su azul infinito. Insignificantes, los navíos se alejaban como miniaturas en las aguas resplandecientes.

Tomás hacía el camino al final de la formación de soldados, junto a un joven compañero que llegaba como él por primera vez al Nuevo Mundo. Ya en el São Vicente se habían hecho amigos. Antonio Raposo Tovares, se llamaba el joven. Había nacido en São Miguel de Beja, en Portugal, y tenía ahora veinte años. Era un individuo fuerte, intrépido y muy duro, que como Tomás estaba plenamente dispuesto a hacer fortuna en estas tierras a costa de lo que fuera. Sus negros y espesos cabellos, su barba oscura y cerrada y su piel tan morena le daban el aspecto de un hombre marcadamente meridional. Y su voz ruda, sus encendidos ojos oscuros, bajo unas pobladas cejas negras, le infundían una fiereza que a veces causaba cierta inquietud. También como Tomás, había emigrado muy joven de su pueblo, a Lisboa primero y después a Madrid para alistarse en los tercios e ir a conocer mundo huyendo de la hambruna de su pobre región portuguesa. Hablaba pues el español perfectamente, pero su acento portugués cerrado y la rudeza de sus expresiones acentuaban su aire asilvestrado.

Mientras caminaban el uno al lado del otro, los dos jóvenes soldados iban desvelando sus expectativas.

—Dicen los que han estado aquí que se pueden tener cuantas mujeres uno quiera —decía Raposo—. ¿Te imaginas, Llera?

—¡Ja, ja, ja…! —reía entusiasmado Tomás—. ¿No es pecado aquí?

—¿Pecado? Los pecados son para los sitios donde mandan los curas. Aquí se puede hacer lo que uno quiera. Morram-se os mouros! He oído por ahí que hay quien tiene veinte y hasta treinta hembras. ¿Qué te parece, Llera?

—¡Madre mía!

Fundada en la primera mitad del siglo XVI, São Paulo era una de las más importantes colonias del Brasil portugués. Por la fertilidad de su territorio, por la salubridad de su clima, mucho más fresco y agradable de lo que podría creerse atendiendo a su latitud; pero sobre todo por el comercio que se había desarrollado allí, más que en ninguna otra parte, la ciudad había llamado a una numerosísima población que vino a asentarse en una amplia zona robada a las selvas. Primeramente fueron colonos portugueses los que vinieron a establecerse, pero después habían ido concurriendo aventureros españoles, italianos y holandeses, atraídos por las tierras productivas, pero más aún por la impunidad que esperaban para sus crímenes, pues por entonces era São Paulo la colonia más retirada de las autoridades supremas del Brasil. Todo esto hizo que aquel lugar fuera considerado como refugio de bandidos y como el principal centro de cautiverio para los indios que eran apresados en las frecuentes malocas por la selva. Éste era precisamente el principal y más floreciente negocio; la trata de indígenas, lo que atraía a tal cantidad de gentes sin oficio ni profesión conocidos en busca de hacer fortuna con tan próspera actividad.

Antes de llegar a la villa, la expedición pasó frente a las haciendas que se extendían en un amplio territorio donde unas rústicas portadas de madera determinaban cada propiedad a ambos lados del camino. Sao Paulo era pues una gran extensión en cuyo centro se ordenaba la población de Piratininga, con unas cien casas alineadas en torno a una plaza, y en cuyas calles de rojas tierras los animales pastaban libremente. Los paulistas vivían en sus viviendas campestres y se reunían en el poblado apenas con ocasión de las fiestas. Pero los caminos que se cruzaban aquí o allí estaban muy transitados a esas horas de la tarde por mestizos que iban y venían desde los sembrados. Delante de las casas había pieles de animales empalados, pescados puestos a secar, redes y muchas aves de corral escarbando y picoteando en la tierra.

Sólo un día de descanso estaba previsto en Sao Paulo. Clemente Alvares dispuso todo para que la partida hacia Asunción tuviera lugar a la mañana siguiente, muy temprano. Así que en la misma plaza de la villa se dieron las explicaciones oportunas y todo el mundo se dispersó para ir a buscar alojamiento.

Los jesuitas fueron a hospedarse al colegio de la Compañía, que estaba en lo más alto de la colina. En él había por entonces cuatro padres que les prodigaron una calurosa acogida con todo tipo de atenciones. Los viajeros venían empapados en sudor y completamente hinchados por las picaduras de los mosquitos, por lo que recibir un buen baño y extenderse un bálsamo por la piel fue para ellos un delicioso alivio.

Rezaron vísperas y celebraron misa. Más tarde, limpios, descansados y bien comidos, se reunieron en una fresca sala para conversar distendidamente con sus colegas brasileños.

Por aquel entonces, el superior de la casa era el padre Francisco Matos, provincial del Brasil, el cual les explicó muchas cosas acerca de la fundación de São Paulo.

—En 1554 —les contó—, trece jesuitas, entre los que estaba el renombrado padre José Anchieta, español de San Cristóbal de La Laguna, fundaron el colegio en lo alto de la colina llamada el «Planalto», en un lugar estratégico para defenderse de los ataques indígenas. El día 25 de enero celebraron una misa y, por ser la fiesta que celebraba la conversión del apóstol san Pablo, el lugar recibió ese nombre.

—Entonces fueron nuestros padres los primeros que se asentaron aquí —observó Enrique—. ¿Cómo es que vino después toda esa gente?

—Yo os lo explicaré, hermanos —prosiguió el padre Matos—. Una vez que se instalaron en la rústica construcción que servía de colegio y morada de los padres, comenzaron inmediatamente a impartir catequesis. Cerca de ciento treinta indios de ambos sexos y de todas las edades acudieron para recibir la doctrina cristiana. Pero su trabajo fue sobre todo con los niños, que pronto empezaron a aprender a escribir y a leer en la propia lengua tupí y en portugués.

—¡Sorprendente! —exclamó el padre Virossi—. ¿Acudieron voluntariamente?

—Claro —asintió el provincial—, por su propio pie. Estos indios se sintieron muy pronto cautivados por la fe de Cristo.

—¡Qué maravilla! —exclamó Enrique—. Es asombroso ver cómo Dios obra beneficios en estas criaturas suyas.

—Sí, pero es una lástima —se lamentó con el rostro ensombrecido el padre Matos.

—¿Por qué, padre? ¿Qué sucedió? —preguntó Ortega con gran interés.

—Pues que por el azar misterioso de la vida de los hombres, finalmente, lo que parecía ser una gracia del Altísimo y un gran beneficio para los indios, fue trocado por el demonio en grandes males y desgracias —explicó entristecido el provincial del Brasil—. Estaba tan bien situada la misión que en 1560 el gobernador general Mem de Sá ordenó que los habitantes de la colonia de Santo Andrés da Borda do Campo se trasladaran aquí. ¡Entonces empezaron las desdichas! São Paulo fue elevado a villa y atrajo la presencia cada vez mayor de colonos portugueses ávidos de sacar provecho…

—¡Oh, Dios mío! —se enardeció Enrique—. ¿Quiere decir vuestra paternidad que esas gentes vinieron a vivir a costa de los indios?

—Exacto, padre —asintió el jesuita brasileño—. Nuestro proyecto consistía en formar poblados donde los indios vivieran de su trabajo. Esto fue muy bien visto por la Corona y las autoridades lo aprobaron. En un principio todo iba a las mil maravillas. Los naturales prosperaban organizados y esto era un remanso de paz. Pero esos malvados, los colonos europeos, vieron pronto que esas criaturas dóciles y hechas al trabajo podrían servir a sus intereses. Comenzaron entonces a cautivarlos y a hacerlos esclavos.

—¡Y la Corona! —exclamó Enrique—. ¿Cómo consintieron las autoridades tal injusticia?

—Ah, querido padre Madrigal —contestó con rostro afligido el provincial—, el egoísmo y la maldad eran muy grandes. Nuestros padres se quejaron al Rey una y otra vez y se dieron leyes que prohibían hacer esclavos a los indios. Pero los paulistas no estaban dispuestos a renunciar a sus intereses. Finalmente se rebelaron y expulsaron a la Compañía de Jesús de São Paulo. Fíjese, padre, nosotros que fundamos este lugar…

—¿Entonces? —quiso saber el padre Ortega—. ¿Cómo es que siguen aquí vuestras paternidades?

—Nuestra presencia es necesaria —respondió resignado el padre Matos—. Pudimos finalmente regresar e instalarnos de nuevo en el colegio. Hoy procuramos hacer una labor silenciosa y paciente, buscando que el Evangelio vaya calando en los paulistas y, ¿quién sabe?, quizás un día esos demonios se conviertan…

—¡Pero eso no se puede consentir! —saltó enfurecido Enrique—. ¡No se debe condescender con el mal! Si esos bárbaros hacen lo que es contrario a la ley de Dios, hay que enfrentarse a ellos.

—¿Cómo, padre? —le preguntó el provincial con tono desalentado.

—Negándoles los sacramentos, diciéndoles una y otra vez que han de condenarse, denunciando sus males a los reyes…

—No conoce vuestra paternidad cómo es esto —contestó el padre Matos meneando la cabeza—. Si hiciéramos lo que dice, no duraríamos aquí ni un día.

—Pues no lo comprendo, la verdad —dijo con firmeza Enrique—. San Pablo es el patrón de este lugar y decía él en sus cartas: «¡Hay de mí si no anuncio el Evangelio!».

El padre Matos miró al joven jesuita con un gesto hecho de compasión y serena paciencia. Contestó:

—Sí, padre, tiene razón. Pero también dijo el Señor en sus parábolas que el trigo y la cizaña crecen juntos y que el sembrador aguarda pacientemente. Dios segará finalmente uno y otra; el grano quedará en la era y la cizaña será separada y quemada aparte.

—¿Entonces? —replicó Enrique—. ¿Hemos de quedarnos pacientemente viendo cómo esos malvados maltratan, esclavizan y matan a los indios delante de nuestros ojos?

El provincial brasileño se quedó un momento en silencio, algo desconcertado ante el apasionamiento de Enrique. Finalmente, respondió:

—Permanecemos aquí, padre Madrigal. Extendemos la fe. El bien se difunde por sí mismo. Si nos enfrentáramos a los paulistas no tendríamos ninguna posibilidad ante ellos. Es mejor ir disuadiendo poco a poco, en una labor eficiente y perseverante. Si es de esta manera y, ya ve vuestra paternidad, lo ciegos que están en sus males… ¿se imaginan lo que serían capaces de hacer sin nosotros?

—¡Hay que hacer algo! —insistió Enrique—. No podemos quedarnos con los brazos cruzados. Hay que enseñarles a esos pobres indios a defenderse. Deben crear un estado, su propio estado, donde tengan medios de defensa, ejércitos, armas, todo lo necesario para enfrentarse a la invasión de los europeos. Ésta es su tierra; tienen derecho a defenderse. ¿Cómo es que nadie ve eso?

—Sería fomentar la guerra y la violencia —replicó el jesuita brasileño.

—¿Y qué? Hay una guerra justa. La ética enseña que la propia defensa es legítima.

—Si, sí, sí, padre Madrigal —asintió finalmente el padre Matos, algo exasperado—. Pero todo eso son teorías. De poco sirven aquí las teorías. Ésta es una tierra en la que el mal se ha posesionado y actúa con sutilezas difíciles de controlar. Todo el mundo pensaba que aquí se haría un gran bien evangelizando a esos indios. Y, vean vuestras paternidades, ¿esto es la evangelización? Los hemos convertido en una miseria. Los papas y los reyes dictaron leyes que en la distancia son meras entelequias, imposibles de llevar a la práctica. ¡Sólo Dios sabe lo que resultará de todo esto! En esta tierra, como en todo el mundo, como en toda la faz de la Tierra, el mal pugna por convertir la vida de los hombres en dolor, muerte y tinieblas. Y creo que para eso estamos aquí; para eso hemos sido llamados; para que la luz del día tenga su lugar, para que la palabra de Dios esté presente, pues el mal no ha de tener la última palabra. Pero hay que asumir el hecho de vivir entre el sufrimiento y la contradicción misma de la existencia del mal. El mal pertenece al mundo, mientras Dios no nos alcance su paraíso prometido: el lugar del bien.