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Puerto de Santos, 29 de septiembre de 1618

Igual que había sucedido en el galeón São Vicente, los paulistas se acercaron a la Santa Eulalia nada más atracar ésta en el puerto de Santos. Aquellos experimentados exploradores vociferaban los lugares de destino para ofrecer sus servicios a los viajeros:

—¡Córdoba! ¡Santiago del Estero! ¡Corrientes! ¡Tucumán! ¡Asunción del Paraguay!…

Allí mismo se concertaban las travesías. Era un negocio muy bien montado que se había beneficiado de los peligros que en estos tiempos de piratería conllevaban los viajes por mar. Los bandeirantes ponían a disposición de los viajeros toda una infraestructura de carretas, recuas de mulas, canoas donde era preciso remontar los ríos y, sobre todo, esclavos para portear los enseres y equipajes por las selvas y remar río arriba.

Lo primero que hicieron los jesuitas fue ir a presentarse al capitán de la compañía española de soldados, pues debían hacer el viaje bajo su protección según lo dispuesto por la Casa de Contratación de Sevilla.

—Yo soy ahora el que ha de protegerles, padres —les dijo el alférez Ramos—; pues han de saber que el capitán Monroy murió en Bahía.

—Lo sabíamos —contestó Enrique—. ¿Qué hemos de hacer?

—¿Llevan vuestras paternidades mucha impedimenta?

—Sí, señor capitán —contestó Enrique señalando a lo lejos el muelle, donde se amontonaba la carga bajada de la Santa Eulalia—. Todo eso de allí.

—¡Uf! ¿Tantas cosas? —se llevó las manos a la cabeza el alférez Ramos.

—Sí, señor capitán. Hay una treintena de imágenes embaladas, material litúrgico, libros, papeles, aperos de labranza, herramientas…

—Bien, bien, padre, ya veo. En fin, tendrán vuestras paternidades que ponerse al habla con uno de los negociantes de São Paulo. Nosotros hemos contratado a un tal Clemente Alvares que parece ser que hace esa ruta.

—¿Dónde podremos encontrarle?

—Pues mire, padre, ¿ve vuestra paternidad aquella cantina de allí? —le señaló un sombrajo bajo el cual se arremolinaban los soldados—. Vaya allí y pregunte por el sargento Manuel Prieto.

Al oír su nombre, los tres jesuitas se sobresaltaron.

—¿Qué les sucede, padres? —dijo extrañado Ramos—. El sargento Prieto conoce bien lo que se cuece en São Paulo. Él se ha encargado de hacer las gestiones con el tal Clemente Alvares, que es un conocido suyo. Él sabrá decirles mejor que yo lo que deben hacer.

—Gracias, señor capitán —contestó Enrique—. Mis hermanos y yo decidiremos según lo que nos ha dicho. ¿Cuándo partimos?

—Hoy mismo. No hay por qué esperar. Iremos primeramente a São Pauló y desde allí emprenderemos camino a Asunción.

Cuando se hubieron alejado, los jesuitas pudieron compartir su estupor.

—¡Dios mío! —exclamó el padre Ortega—. Ese Manuel Prieto debe de ser el mismo del que nos habló malamente don Manuel Frías.

—Naturalmente —asintió Enrique, pensativo—. Sería demasiada coincidencia que hubiera dos sargentos Manuel Prieto en el tercio.

—¿Y qué haremos? —preguntó el padre Virossi, preocupado.

—Eso, ¿qué haremos? —añadió el padre Ortega—. Don Manuel de Frías nos advirtió de que era un hombre peligroso, un conspirador. Sin la protección del capitán Monroy…

—Bueno, bueno, tengamos calma —trató de tranquilizarles Enrique—. Efectivamente, ese Manuel Prieto es uno de los enemigos de don Manuel de Frías. Pero ¿qué puede hacernos a nosotros? En principio, ahí está el capitán Ramos, que al fin y al cabo es el que manda.

Los otros dos padres escuchaban atentos las razones de su colega. En aquel momento, su temple y su serenidad parecía calmarles.

—Déjenme a mí —propuso Enrique—. Iré a verme con ese sargento como si tal cosa. En ningún momento debe saberse que estamos prevenidos por don Manuel de Frías frente a él.

—Claro, claro —asintió el padre Ortega—. El peligro vendría si él lo supiera. Vaya, padre, y gestione el viaje que es lo que ahora nos interesa. Ya nos guardará Dios de ese Manuel Prieto.

Cuando Enrique se acercó al garito abarrotado de gente, le llegó el intenso olor de ron. Los soldados y los marineros hablaban a gritos y bebían una jarra tras otra. El jesuita se quedó algo distanciado, preguntándose cuál de aquéllos sería el sargento Prieto.

—¡Eh, padre Madrigal! —le llamó alguien.

Se volvió y vio a un lado, sentados sobre un montón de troncos, a unos cuantos soldados jóvenes.

—¿No se acuerda de mí? —le preguntó uno de ellos, cuyo rostro le resultaba familiar.

El jesuita se fijó bien. El muchacho era pequeño de estatura y estaba muy tostado por el sol.

—Soy Tomás Llera, ¿recuerda?, el paje de son Alonso Monroy.

—¡Claro! —exclamó Enrique—. Nos conocimos en San Cristóbal de La Laguna. ¡Oh, Dios mío, qué terrible lo que le sucedió al capitán en Bahía!

—Sí, padre —contestó Tomás acercándose a él—, terrible.

—¿Se supo quién hizo la fechoría?

—No, padre. ¡Cualquiera sabe! El capitán se confió demasiado en Bahía. Había mala gente por allí…

—Sí, Tomás, muy mala gente. Y… ¿qué es de tu vida?

—Ya ve, sigo de soldado y de paje.

—Entonces, muchacho, seguro que puedes ayudarme.

—Mande vuestra paternidad.

—Busco al sargento Manuel Prieto. Tu capitán me dijo que lo encontraría en esa taberna.

—¡Qué gracia! —exclamó Tomás—. Si es precisamente mi sargento. Véngase conmigo, padre.

Tomás se introdujo con soltura entre la soldadesca. Enrique le seguía. El sargento Manuel Prieto estaba al fondo, sentado a la mesa con Clemente Alvares y con otros paulistas y militares portugueses, comiendo y bebiendo animadamente.

—Espere aquí, padre —le pidió el joven al jesuita.

Enrique le vio acercarse, hablarle algo al oído al sargento y señalar hacia Enrique. Prieto le miró con unos ojos extraños y permaneció un momento escrutándole. Luego se levantó y vino hacia él.

—Es vuestra paternidad uno de los jesuitas que viajaban en la Santa Eulalia, ¿verdad, padre? —dijo.

—Sí, sargento —contestó Enrique—. He sabido que vuestra merced corre con el asunto del viaje a Asunción.

—¡Alvares, ven para acá! —llamó Prieto a su amigo el paulista.

Vino Clemente Alvares muy dispuesto y el sargento le dijo:

—Este padre ha de ir a Asunción del Paraguay.

—Somos tres jesuitas y cuatro paisanos, señor —explicó Enrique.

—¿Llevan muchos bártulos? —preguntó el paulista.

—Si quiere venir a verlos, están ahí, en el malecón.

—Andando.

Fueron los tres a los muelles y el bandeirante estuvo observando los fardos con circunspección.

—Necesitaremos por lo menos seis mulas y diez indios —dijo—. Lo cual les va a costar a vuestras paternidades dos mil reales.

—¿Dos mil reales? —exclamó Enrique—. ¡No tenemos tanto dinero!

—¿Y qué quiere, padre? —dijo despectivamente el paulista—. Son cuarenta días de viaje de aquí a Asunción y hay que atravesar el Paraná. ¡Demasiado barato se lo dejo!

—Sólo tenemos mil reales —aseguró el jesuita.

—Por eso no les llevo ni a Puritinga.

—¡Dios santo! ¿Pues qué podemos hacer? —preguntó azorado Enrique.

—Todo tiene remedio, padre —sentenció Clemente Alvares—. Llevan ahí vuestras paternidades herramientas de hierro; paguen con ellas en especie y en paz.

—Pero… ¡Son necesarias en las misiones!

—¡Mira éste! —refunfuñó Alvares—. ¡Y aquí también! Paguen vuestras paternidades con una docena de arados, con veinte hoces y otras tantas azadas y podrán llegar a Asunción. ¿Para qué quieren las herramientas si no van a poder llevarlas a su destino?

—Tiene razón él, padre —terció Manuel Prieto—. Compréndalo, ellos tienen su negocio; viven de esto. Dele lo que pide y no se haga más cuentas que las que le han de llevar a Asunción.

—Es que no contábamos con este gasto —se lamentó Enrique—. Nadie nos dijo que era tan complicado ir a Asunción.

—Mire, padre —se impacientó el bandeirante—, ¿lo toma o lo deja? No vamos a estarnos aquí todo el día, que nos esperan ahí nuestros compadres.

—Está bien, está bien —asintió el jesuita—. Sea como dice vuestra merced. Confío en que nos llevará sanos y salvos…

—¡Claro, hombre! No hay nadie como Clemente Alvares para atravesar la selva, padre —aseguró Manuel Prieto—. No se arrepentirán de haber ajustado con él. No verán vuestras paternidades ni un indio salvaje por el camino. ¿Verdad, capitán Alvares?

—¡Ja, ja, ja…! —rio el bandeirante y prometió a su vez—: ¡Ojalá se terciara ver a algunos dellos para cazarlos!

—Anden, padres —les dijo el sargento—, preparen lo que han de llevar, que salimos cuando amanezca mañana.