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Salvador de Bahía, 4 de septiembre de 1618

Pasada la tempestad de la noche, la Bahía de Todos los Santos amanecía espléndida. Las mansas olas lamían dulcemente las rocas que reforzaban el malecón dejando blancos encajes de espuma al retirarse, y un agradable aroma de mar cálido llegaba con la brisa. Como ascuas encendidas en mitad de las aguas, el sol nacía en el horizonte.

Un gran silencio reinaba en la zona portuaria. Era domingo. Las actividades cotidianas estaban detenidas. A esa hora descansaban las gentes de Salvador, agotadas por los intensos trabajos que había traído la flota, y por el frenesí de la feria. Los navíos detenidos, tan quietos, con sus velas recogidas y sus desnudas arboladuras convertían la dársena en una visión que parecía de encantamiento. No había movimiento en las oficinas que cualquier otro día habrían estado abiertas ya, ni en los almacenes, ni en las alhóndigas. Sólo había algunos signos de vida en los muelles, donde resplandecían los fuegos que los guardias que vigilaban el puerto se habían encendido para calentarse, secarse las ropas o cocinarse algo. Una campana se despertaba allá arriba, en el barrio alto, y enviaba su alegre tintineo para llamar a la misa de alba.

Los jesuitas habían rezado sus oraciones muy temprano, y ahora salían a pasear aprovechando la calma reinante. Hubiera sido demasiado arriesgado aventurarse en los días precedentes a recorrer unas calles sumidas en la locura de las fiestas, con las gentes entregadas al ron y a su sensual manera de ser. Por eso el rector del colegio les había recomendado que esperasen al domingo para salir a ver la ciudad y a estirar las piernas por la mañana temprano, cuando todo el mundo permanecía aún en las casas.

Los padres Madrigal, Virossi y Ortega iban admirados, contemplando la belleza del mar con la primera luz y aspirando el delicioso perfume que llegaba desde las selvas regadas por la tormenta. Les servía de guía el padre Francisco Días que iba explicando con detenimiento cuáles eran las partes más antiguas de la ciudad, así como la manera en que se habían ido reforzando las fortificaciones y los muelles portuarios.

—Los frecuentes ataques de piratas y corsarios franceses, ingleses y holandeses han dado forma a Bahía —decía—. Ya ven vuestras paternidades cómo está todo fortificado y mirando a los mares, que es de donde vienen los peligros.

Prosiguieron su paseo por la gran avenida portuaria que se prolongaba más allá del barrio bajo en una interminable sucesión de almacenes y alhóndigas que permanecían cerradas y solitarias. La mayor parte de los enseres descansaban ya en las bodegas de los barcos o habían emprendido viaje con destino a otras colonias, después de que los principales negocios hubiesen sido concluidos y los navíos estuviesen aparejados para partir al día siguiente, lunes, y continuar su ruta hacia el resto de los puertos.

A medida que avanzaban, les fue llegando un olor desagradable que vino a estropear los aromas de la brisa marina y la vegetación.

—¡Uf! —comentó el padre Ortega—. ¿Se crían muchos cerdos en Bahía?

—Sí, claro —respondió el padre Días—, y también cabras, gallinas y vacas.

—Debe de haber unas buenas pocilgas por aquí —observó el padre Ortega.

—Sí —dijo Enrique—. Ese hedor…

—No es de pocilgas —negó el rector. Un poco más adelante, llegaron junto a unos inmensos barracones construidos con maderas en torno a una plaza, en cuyo centro se alzaba el rollo o picota, que exhibía en su parte más alta los símbolos de la jurisdicción portuguesa. Se detuvieron a distancia. El olor nauseabundo era aquí más intenso. Aunque reinaba una gran quietud, se escuchaba un rumor constante, como un murmullo hecho de muchos gemidos.

—Eso de ahí es el pelourinho —señaló el padre Días la picota—. Por eso a este barrio entero le llaman el Pelourinho.

Los jesuitas pasearon la mirada por los alrededores. Era aquél un lugar extraño. Había mucho barro, heces y cieno que el agua caída había revuelto. Verdaderamente daba la sensación de que por allí debía de haber numerosas pocilgas. Alrededor de los grandes barracones de troncos se amontonaban pequeñas cabañas, efímeras construcciones o simples sombrajos.

—Éste es el lugar más triste del Brasil —afirmó con el rostro ensombrecido el rector.

Los otros tres jesuitas le miraron con la interrogación gravada en sus semblantes.

—Síganme vuestras paternidades —les pidió el padre Días—; les mostraré algo.

El rector avanzó hacia el fondo de la plaza, adonde se alzaba el mayor de los barracones. Los demás le siguieron. Al irse aproximando al edificio, el murmullo de los gemidos se hacía más nítido. Empezaba a apreciarse que eran quejas humanas.

—¡Oh, Dios! —exclamó Enrique—. ¿Qué sucede ahí?

—Ahora lo verán vuestras paternidades —respondió el padre Días. Fue hasta la puerta del barracón y golpeó con la mano fuertemente.

Los otros jesuitas se miraban unos a otros, extrañados. Dentro no se escuchaba otra cosa que el persistente rumor de aquellos quejidos. El rector insistió con su llamada.

—¡Voy, ya voy! —contestó una cascada voz desde dentro.

La gran puerta se abrió chirriando y apareció un hombretón con el torso desnudo y cubierto de tatuajes. Una bocanada de aire caliente, húmedo y maloliente salió con él.

—¡Qué horas son éstas, padres! —se quejó el hombretón—. ¡Que estamos en feria!

—Vamos, señor Mamerto —le dijo el rector—, que ya es de día.

—¿De día? —refunfuñó el tal Mamerto, rascándose la cabeza, bostezando y expulsando un alcohólico aliento—. Apenas ha amanecido, padre. ¡Estos curas…!

—Anda, no protestes más y enséñanos la lonja —le pidió el rector.

—Hoy no hay mercado —le espetó Mamerto—; es domingo.

—Ya sé que es domingo —insistió el padre Días—. Además, no queremos comprar. Sólo pretendo que estos hermanos míos vean la lonja.

—No está mi jefe, padre.

—Vamos, señor Mamerto, no se haga más de rogar vuestra merced.

—Está bien, está bien —cedió finalmente el hombre—. Pasen vuestras paternidades. Pero les advierto que, con esto de la feria…, no está esto muy limpio… Allá vuacedes.

El señor Mamerto abrió de par en par las grandes puertas que hasta ese momento permanecían entornadas. La luz de la mañana invadió el interior del barracón. Una visión sobrecogedora apareció entonces ante los ojos de los jesuitas.

—¡Dios Santo! —exclamó Enrique.

Cientos de hombres, mujeres y niños negros se alineaban amarrados con grilletes, cadenas, correas o simples cuerdas, de manera que apenas había sitio entre ellos en el gran espacio de la nave. Un olor nauseabundo convertía en irrespirable el aire. Muchos estaban tendidos en el suelo, sobre los excrementos y los orines que eran abundantes. Los rostros de aquellos infelices se volvían hacia la luz que entraba desde la puerta, manifestando un abatimiento y un dolor grandes. Pero no había lamentos en alta voz, ni gritos, sólo un lastimero y constante gemir y un estertóreo rumor de respiraciones anhelosas, sufrientes.

—Esto es la lonja de Pelourinho —explicó el padre Días—; el principal mercado de esclavos africanos de las Indias. Aquí se compran y venden los negros que van destinados a las plantaciones de caña de azúcar del Brasil y también acuden negreros que distribuyen esclavos en Portobelo, Cartagena, Pernambuco, Veracruz… En fin, aquí llegan anualmente decenas de navíos con su mercancía humana desde África y el cargamento va luego a penar por todo el Nuevo Mundo.

—¡Dios mío! —suspiró el padre Ortega—. ¡Todas estas criaturas…!

—¡Y esto no es nada! —exclamó con orgullo el señor Mamerto—. En esos barracones hay más negros; hasta un total de tres mil que tiene ahora mismo mi señor don Edmundo Piris. Y algunos años por estas fechas ha habido aquí hasta cinco mil negros. Haría falta el oro del Potosí de un año entero para comprar tantas cabezas.

Enrique estaba demudado. Aquella visión dantesca le parecía irreal. Era la materialización del sufrimiento humano. Con sus azules ojos muy abiertos contemplaba sobrecogido el espectáculo y un estremecimiento de pavor le recorría de pies a cabeza. Se fijaba en cúan delgados y desnutridos estaban, en las llagas y cicatrices de sus cuerpos, en la costra de suciedad que los cubría…

—… Y eso que éstos no saben trabajar —proseguía sus insensibles explicaciones el señor Mamerto, como si a cualquier otra clase de mercancía se estuviera refiriendo—, que si fueran de los que están enseñados… Fíjense, padres, que un negro fuerte y hecho a las labores vale diez veces más que esos desgraciados de ahí que están recién traídos del África.

Enrique sentía que le abandonaban las fuerzas. Aquel olor penetrante, la visión de la multitud hacinada, desnuda y dolorida, parecían restarle energías.

—… Pero ya cuesta lo suyo, ya —proseguía el señor Mamerto—, enseñarle a esta chusma. ¡No son perros ni nada cuando vienen del África! Recuerdo que una vez llegaron seis o siete centenares que venían de un sitio llamado la Nigeria…

Enrique asistía mudo y abatido a la absurda e irreal circunstancia de que sus compañeros escuchasen atentos aquellos detalles dados por el encargado de la lonja.

—¿Y cómo se les enseña a trabajar? —preguntaba lleno de curiosidad el padre Ortega.

—¡Ah, qué pregunta! —respondió el señor Mamerto—. Cómo ha de ser sino a fuerza de palos, como a bestias. No hay otra manera de hacer al trabajo a esos cafres. Por eso son mejor los niños, si se tiene la paciencia de esperar a que crezcan, naturalmente…

—¡Por el amor de Dios! —saltó repentinamente Enrique fuera de sí—. ¡Dios! ¡Dios mío! —se fue hacia el señor Mamerto con las manos alzadas y los dedos crispados, gritando—. ¡Cállate de una vez, maldito! ¡Calla! ¡Dios, Dios mío!

—Pero… ¿qué? —dijo extrañado por esta reacción el hombretón—. ¿Se ha vuelto loco, padre?

—¿Loco? ¿Loco? —gritaba Enrique—. ¿Loco yo? ¡Todo el mundo está loco aquí!

—¡Padre, por caridad, repórtese! —le suplicó el padre Días—. ¿Se puede saber qué le pasa?

Enrique se fue hacia una de las hojas de la puerta y apoyó en ella los brazos, dándose con la cabeza en las tablas. Su voz se quebró y comenzó a sollozar.

—¡Oh, santísimo Dios! ¡Dios! ¡Dios mío!… ¡Jesús bendito!

—¡Padre! ¡Por caridad! —exclamaban sus compañeros—. ¡Repóngase vuestra paternidad! ¡Padre Madrigal! ¿Qué le sucede?…

Enrique sentía una gran opresión en el pecho. Con todas sus fuerzas, asió su sotana por la abotonadura a la altura del cuello y dio un fuerte tirón. Los botones saltaron. Separó la negra tela y apareció su piel blanca.

—Me… asfixio —balbució con los ojos inundados de lágrimas. Se tambaleaba—. ¡Dios…! ¡Dios… mío!

—¡Padre Madrigal! —corrieron a socorrerle sus compañeros.

Enrique convulsionó, se dobló sobre sí mismo y comenzó a vomitar. El padre Virossi le sujetaba.

—Déjenle, déjenle, padres —dijo el rector—. Lo que le sucede es natural. Han sido demasiadas emociones…

El padre Días les contó entonces cómo, por aquellas mismas fechas, pero más al norte, en Cartagena de Indias, desarrollaba su misión otro jesuita español, Pedro Claver, dedicado en cuerpo y alma a los esclavos negros que llegaban para las plantaciones y las minas de metales preciosos. Se inició ayudando al padre Alonso de Sandoval, verdadero maestro en esta difícil tarea. Aquellas masas de esclavos llegaban procedentes de todas las regiones del África, por lo que sus lenguas eran diversas y era necesario valerse de intérpretes. Pedro Claver se alojaba entonces en las chozas de los negros y convivía con ellos. «No son bestias, son hombres adultos y como a tales se les ha de tratar», escribía. Desplegó también una gran actividad en los hospitales y asistiendo a esclavos leprosos. En contacto con tanta miseria, dolor y degeneración humana, sentía la natural repugnancia y más de una vez, para sobreponerse y vencerse a sí mismo, llegó a lamer las llagas de sus negros enfermos y leprosos. Clamó a todas las esferas: a las autoridades, a la justicia, los comerciantes, los amos, los negreros; desenvolviendo una incansable labor a favor de unos seres humanos que sufrían el más cruel de los agravios.

—¿Por qué este mal en el mundo? —clamó Enrique—. ¿No se dan cuenta? ¿Nadie se da cuenta?

—Muy pocos, padre —le contestó Días—. Los hombres van a lo suyo…

—Pero Dios ha de juzgarnos. Todos hemos de comparecer ante Él —observó el joven jesuita.

—El mal pertenece al mundo, padre Madrigal —sentenció el rector.

Esa misma tarde, antes de la oración de vísperas, supieron los jesuitas que el capitán Alonso Monroy había sido vilmente asesinado en la iglesia de São José. La terrible noticia les causó una gran conmoción y les confirmó algo de lo que ya empezaban a darse cuenta: que nadie estaba seguro a este lado del océano.