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Salvador de Bahía, 1 de septiembre de 1618

En la ciudad alta la vida parecía discurrir de forma diferente. Las grandes residencias de los ricos portugueses asentados gracias al comercio y la caña de azúcar se alternaban en el conjunto urbano con las iglesias y conventos. La ciudad baja en cambio era, ante todo, el lugar de los negocios y el puerto. Pero en los días de la feria, tanto arriba como abajo, la población se manifestaba de una manera explosiva.

A los jesuitas que iban al Guairá les sorprendió esta peculiar forma de ser de los brasileños. No salían de su asombro comprobando cómo de día y de noche la gente estaba echada a las calles en las que comían, bebían y danzaban sin apenas darse descanso.

Nada más desembarcar de la Santa Eulalia, se toparon en el puerto con las manifestaciones espontáneas de un pueblo único e inimitable, cuyas tradiciones eran una reciente mezcla de la cultura portuguesa con los ritos indígenas, la magia y el exotismo traído por los africanos. La suntuosidad arquitectónica de los palacios y los edificios religiosos y coloniales contrastaba con las cabañas hechas con elementos vegetales que se extendían a lo largo de la bahía de Todos los Santos. Y todo era mercado; las plazas, las calles, el puerto y las playas de arena fina, donde se especulaba con todo y a todas horas: piedras ornamentales, cuero, bordados, plata, madera e instrumentos típicos.

Se hospedaron los jesuitas en el colegio que la Compañía de Jesús tenía en Salvador, que fuera iniciado por el hermano Francisco Días y que se inauguró en 1590.

El propio hermano Días les explicó muchas cosas acerca de la vida en el Brasil. Cada día, después del almuerzo, les ofrecía una copa de ron de caña en una salita que había junto al refectorio y allí les hablaba de las inmensas e impenetrables selvas que se extendían tierra adentro, en las que habitaban las más raras y salvajes tribus de indios, inaccesibles, perdidas en un infinito mar de vegetación a cuyos confines les sería imposible llegar a los hombres civilizados.

—Pero… ¡habrá que ir a ellos! —decía Enrique—. No hay barrera física que pueda oponerse al mandato de Dios de predicar el Evangelio.

—Bueno, no hay prisa —repuso Días con una calma inalterable plasmada en su rostro—. Nosotros pasamos. Ya vendrán otros detrás a quienes les corresponderá esa tarea.

—Sí, claro, pero hay que empezar. Nosotros al menos debemos empezar la tarea que otros continuarán.

Días sonreía bonachonamente. Con sus parsimoniosos movimientos, se levantó de la silla donde estaba sentado y se acercó a uno de los ventanales de la sala.

—Venga aquí, padre —le pidió a Enrique.

El joven jesuita se asomó a la ventana. Se contemplaba toda la ciudad baja; el puerto lleno de colorido a lo lejos, los barcos anclados con sus oscuras arboladuras recortándose en el mar intensamente azul, el mercachifleo que reinaba a todas horas, el gentío desasosegado que se movía de un lugar a otro llevado por su ansiedad… Debajo casi del edificio de los jesuitas, en una plaza destartalada y de forma irregular, se desenvolvía una especie de fiesta.

—¿Ve vuestra paternidad eso de ahí? —le preguntó Días a Enrique.

Él se fijó. Se estaba celebrando una danza sinuosa y sensual al ritmo de los tambores. Los hombres y las mujeres bebían ron de unas botellas que pasaban de mano en mano y se entregaban frenéticamente al movimiento de sus miembros; giraban sobre sí, se contoneaban. Varias mujeres de color, vestidas con ropas y turbantes multicolores parecían entrar en trance, a la vez que unos hombres ancianos degollaban unas gallinas y asperjaban la sangre sobre los danzantes.

—¡Es un rito pagano! —exclamó Enrique.

—Es el Candomblé —observó Días.

—El… ¿El qué?

—El Candomblé. Es la religión de los negros, padre Enrique. Son los ritos traídos por los esclavos desde el África lejana. En Bahía son muchos los que creen en espíritus malévolos o benevolentes. Y no solamente africanos; hoy el Candomblé se mezcla con la fe cristiana, con los antiguos y extraños ritos de los indios e incluso con las ideas que los navegantes protestantes de Europa traen al puerto.

—¡Dios santo! —exclamó Enrique—. ¿Cómo es eso posible?

—Así son las Indias, padre. Esto es otro mundo. ¿Se cree vuestra paternidad que evangelizar aquí es más sencillo que en Europa por ser éstas unas tierras vírgenes? Pues se equivoca. Todo aquí está mezclado, lo derecho y lo torcido, lo claro y lo oscuro, lo puro y lo impuro…, el bien y el mal.

2 de septiembre de 1618

En la iglesia del Convento do Carmo, el sacerdote impartía la bendición final una vez terminada la misa. En un reclinatorio situado al pie de las gradas, a la derecha del altar, se encontraba arrodillado el capitán Alonso Monroy. Detrás de él, un poco retirados, el alférez Ramos, el ayudante personal Tomás Llera y tres lacayos aguardaban a las últimas palabras del sacerdote «ite misa est» para verse libres y poder ir por ahí, a vagar por Salvador y disfrutar de los deleites de la feria.

En la puerta de la iglesia el capitán repartió algunas monedas entre sus hombres. También dio limosnas a unos cuantos pobres que pedían a la salida de la misa. Después despidió a los lacayos y les dijo la hora a la que debían estar en la capitanía para asistirle en lo que pudiera necesitar. Al alférez Ramos y a Tomás les propuso:

—Me gustaría convidarles a comer en una posada que conozco bien, muchachos. Se han portado vuestras mercedes admirablemente durante el viaje y quisiera recompensarles. ¿Aceptáis mi invitación?

—Claro, capitán —respondió Tomás sin pensárselo.

El alférez Ramos titubeó, en cambio. Miraba nervioso a Tomás de reojo, le daba disimuladamente con el pie y se veía claramente que no estaba nada conforme con aceptar el plan que Monroy proponía. Tomás comprendió que el alférez no estaba dispuesto a perder su oportunidad de ir en busca de mujeres.

—Siento tener que decir, señor capitán —se excusó Ramos al fin, melosamente—, que he de ir a inspeccionar a algunos de los hombres. Este puerto es peligroso y, la verdad, no me fío.

—Bueno, bueno, alférez —le dijo el capitán—; siempre tan responsable y tan celoso de sus obligaciones. ¡Diviértase un poco vuestra merced, hombre!

—Disculpe vuaced, don Alonso —insistió Ramos con sus excusas—. Pero, además, no me encuentro muy bien. Si da su permiso, señor, me vendría bien ir a descansar. Naturalmente, después de haber hecho la inspección en la capitanía.

—Bien, bien, como guste, alférez —otorgó Monroy—. Pero sigo opinando que vuestra merced debería distraerse un poco.

«¡Si le conociera de verdad!», pensaba Tomás viendo cómo se desenvolvía la conversación. Él sabía bien que lo que Ramos quería era divertirse precisamente, pero a su manera; yendo por ahí a emborracharse y a meterse en el primer burdel que encontrarse.

El alférez se fue por su lado, encantado por haber podido zafarse del plan de Monroy, y el capitán y Tomás se adentraron en el laberinto de callejas del barrio alto en dirección a la pomada en cuestión.

—Bueno, éste es el sitio —indicó Monroy, deteniéndose delante de un caserón que un colorido letrero señalaba como Pousada das Moquecas.

Entraron y les atendió una mulata gruesa y sonriente, pulcra, que lucía un inmaculado delantal de lino blanco y una orquídea roja en el pelo recogido.

—Sinhor, don Alonso! —exclamó—. Meu Deus!

—Migueliña —le pidió el capitán—, ¿nos das de comer?

—Sim, Sinhor —contestó ella, sonriente, mostrando una blanca dentadura—. Carne de porco?

—Claro, Migueliña, como siempre, y también vatapá, carurú…

—E vinho, sinhor?

—Eso, también vino. El único vino portugués bueno que hay en Bahía se sirve en esta casa —se volvió hacia Tomás—. Ya verás, muchacho.

La mujer sirvió la comida. Eran platos muy coloridos, a base de frijoles fritos o cocidos, pastelillos de tapioca, pescado, palma y con mucha pimienta. El cerdo estaba asado en las brasas y resultaba delicioso.

—Te gusta, ¿eh?

Tomás sonreía y se dedicaba animadamente a dar cuenta de aquellos exóticos manjares.

—Come, hijo —decía paternalmente Monroy—; que en los barcos se pena mucho en lo que al sustento se refiere. Eres mozo y has de reponer fuerzas, que aún nos quedan unas buenas jornadas de navegación.

—¡Qué miedo pasé en la tormenta! —comentó Tomás, con la intención de corresponder a su superior dándole conversación.

—¡Y quién no, muchacho! El mar es tenebroso en sí mismo, cuanto más cuando se encrespa. Recuerdo una vez que…

El capitán inició el relato de sus viejas historias de tempestades, naufragios y penalidades pasadas en los múltiples viajes que había hecho. Tomás comenzó entonces a darse cuenta de que don Alonso Monroy era ya uno de esos hombres en los que los hechos pasados cuentan más que los que han de venir. Su manera de hablar era la de alguien que se sentía envejecer, se diera o no cuenta de ello. El muchacho experimentó una especie de compasión hacia el capitán. Mientras le escuchaba, fingía atención, pero se fijaba en sus ojos algo hundidos que desvelaban un fondo cansado; en su barba plateada por la que resbalaban de vez en cuando algunas gotas de salsa y en sus manos de caballero, que en el dorso tenían ya manchas oscuras. En cierto modo, le había tomado cariño. Reparó en que algo de Monroy le recordaba a su padre, Diego de Llera. Sería esa manera de valorar la vida, entre abnegada e impasible, o la fe en la providencia, o simplemente la edad, que debía de ser la misma.

—Y ya te digo, muchacho —proseguía el capitán—, es dura la vida para el que se pasa a las Indias. La gente en España se cree que venirse aquí y hacerse rico es todo uno. Pero… ¡Eso son cuatro! Son pocos los que se hacen de oro. Y menos en los tiempos que corren. Ha habido, eso sí, muchos que llevados por su ansia de enriquecerse pronto y de cualquier manera han cometido desmanes; ¡muchos desmanes! Ha venido a las Indias mucho desaprensivo; gentes sin escrúpulos y sin temor de Dios… ¡Ay, hijo, si yo te contara!

Tomás asentía con la cabeza, muy serio, mientras dejaba mondo el hueso de una costilla de cerdo.

—Te daré un consejo, hijo mío —sermoneaba Monroy con gravedad—. Y te llamo hijo porque podría ser tu padre. ¡O tu abuelo, vive Dios! Pues tengo yo seis hijos, el mayor de los cuales cuenta casi cuarenta años.

Al oírle decir esto, a Tomás le pareció más aún estar delante de don Diego de Llera, su propio padre. Interrumpió un momento su afanada lucha con los últimos pedazos de sabrosa carne que quedaban unidos al hueso y se quedó muy atento.

—El mundo es muy engañoso, hijo —sentenció Monroy con la mirada triste—. Los hombres se creen que de aquí se saca la felicidad; se afanan detrás de los relumbres de las cosas. Quieren tener, poseer cosas, haciendas, esclavos, sirvientes, mujeres que les deleiten… En fin, los engaños que hay en el mundo. Y se hace mal, mucho mal, por poner esas cosas como lo importante de la vida. Así que roban, matan…, se envilecen cometiendo execraciones sin cuento por ir en pos de sus deseos. Así va el mundo. Hay tanto mal en esta tierra…

—Aquí têm os doces de coco —le interrumpió Migueliña dejando una bandeja de pastelitos encima de la mesa.

—Obrigado, Migueliña, que Dios te lo pague —le dijo el capitán—. Ya sabes que me gustan mucho.

—Bon apetite, sinhor don Alonso!

Monroy y Tomás cogieron agradecidos los dulces y se los llevaron a la boca delante de la mulata; la cual, complacida al verles poner cara de satisfacción, se retiró muy sonriente.

—Como te decía, muchacho —prosiguió el capitán—, se equivocan los que se creen que en el dinero y en las cosas materiales está la felicidad. ¡Ah, cuánto se equivocan! Y te lo digo yo que también fui por ese camino erróneo en mi juventud. Pero hoy, a mis años… —perdió la mirada en el vacío—, veo con claridad que la felicidad aquí no existe.

—¿Ah, no? —le preguntó ingenuamente Tomás—. ¿Entonces, señor capitán?

Monroy meneó la cabeza. Elevó la mirada y señaló con el dedo largo y fino hacia el cielo.

—Arriba, hijo, sólo arriba hallaremos la dicha. Créeme, he bregado mucho en este mundo y ahora, un poco cansado, veo que el hombre aquí no encuentra otro salario que el ver cómo sus vanas aspiraciones no le conducen a lugar alguno.

—¿Y qué hay que hacer?

—Pues cumplir la voluntad de Dios, muchacho; lo cual quiere decir: guardarse de hacer mal a nadie, hacer cuanto bien se pueda al prójimo y rezar al Creador, confiando en que Él tiene en sus manos la salvación de nuestras ánimas. ¡Ah, quién tuviera tu edad, hijo! Cuántas cosas de las que hice no haría ahora. Que yo he pecado también lo mío, no creas.

—Ande, don Alonso, que vuestra merced es un santo —le dijo para animarle Tomás.

—¡Ay, Dios bendito, un santo! Ya quisiera yo, ya. Para ser santo debe uno arraigar el ánima a Dios de forma que nada ni nadie pueda desprenderla ni retirarla. ¡Es eso tan difícil! Ya me gustaría a mí estar con Dios, hijo. Pero Él dispone…

Se quedaron pensativos durante un rato, en silencio. A Tomás le resultaban muy raras las palabras del capitán. No las comprendía. Pero asentía meditabundo, como si aquellos razonamientos calasen profundamente en él. Y los pastelitos de coco estaban ahí, apetecibles; así que alargó la mano y tomó otro, sin importarle que este gesto mundano pudiera romper la trascendencia que flotaba en el aire, después del sermón de Monroy.

—Bueno, muchacho, vámonos —dijo el capitán poniéndose en pie.

Pagó a Migueliña y le dio una generosa propina que la posadera recogió muy agradecida, deshaciéndose en reverencias.

—Obrigadísima, senhor don Alonso —decía—. Boa viagem! Até a vista! Adeus! Deus guarde-vos!

Salieron de la Pousada das Moquecas. Atardecía y una gran animación reinaba en las calles. Los soldados iban en grupos, alegres por estar en tierra o a causa del ron que habían bebido.

—Anda, ve por ahí a dar una vuelta —le concedió el capitán a Tomás—. Diviértete, muchacho, que eres joven.

—¿Adónde va vuestra merced ahora?

—Iré a rezar a la iglesia de São José. No te preocupes por mí. Esta noche nos veremos en la capitanía del fuerte de Santo Antonio.

Tomás se sintió liberado. Vio a Monroy alejarse ciudad arriba por una empinada calle con un andar pausado, cansino, y él emprendió la cuesta abajo que conducía a la zona portuaria.

Por el camino, al torcer una esquina, se encontró junto a una de las barbacanas de la gran muralla inferior a uno de aquellos grupos de gente de Bahía, ataviados con sus ropas de colores unos y medio desnudos otros, que danzaban al compás de la música de los tambores. Se vio rodeado por ellos y le pasaron una botella. Bebió temeroso de que una negativa a la invitación le causara problemas. Había allí otros soldados portugueses y españoles que, contagiados por el ritmo frenético y ebrios de ron, danzaban también, sudorosos y sucios, delatando en su aspecto los largos días de fiesta que llevaban.

Una mujer de color llegó gritando, sosteniendo un chivo negro en las manos. Otro de los danzantes sacó un gran cuchillo y seccionó la garganta del animal. La sangre corría calle abajo, mezclada con el aguardiente que vertieron. El ritmo de los tambores aumentó ahora y el trance pareció apoderarse de algunos de los que participaban de la ceremonia, los cuales se echaron al suelo y comenzaron a revolcarse.

Tomás, algo asqueado, se escabulló y corrió calle abajo, en dirección al puerto.

Anduvo por ahí deambulando de un sitio a otro, para ver si encontraba a Ramos o a algún otro conocido. Pero los que se iba encontrando estaban demasiado borrachos ya o no le interesaba el plan que llevaban. Así que finalmente decidió irse a la capitanía y descansar.

Cuando llegó al fuerte de Santo Antonio, lo primero que hizo fue ir en busca de los lacayos del capitán. Los halló jugando una partida de naipes, sentados tranquilamente en uno de los patios junto a un grupo de soldados.

—El capitán está en la iglesia de São José —les dijo.

—Cuando termine esta partida iré a por él —contestó uno de los criados de Monroy que se llamaba Catalino.

Tomás se asomó a las almenas y estuvo contemplando el mar. El sol caía por el oeste, perdiéndose por el frondoso verdor de las montañas, mientras que por el este se acercaban unas oscuras nubes empujadas por un intenso viento oceánico.

—Habrá tormenta —dijo alguien detrás de él.

—Bueno —observó Tomás encogiéndose de hombros—. Mientras no esté uno en el barco…

Se fue pronto a dormir. Se sentía fatigado y algo confuso. Habían sido demasiadas emociones juntas: la navegación, los peligros del mar, la trepidante vida de Bahía y la sorpresa del mundo tan diferente encontrado en las Indias. En la alcoba que compartía con Ramos en las dependencias que les habían cedido por deferencia a Monroy, cayó rendido en el catre y enseguida le venció un profundo sueño.

—¡Señor Llera, señor Llera! —le despertó de repente una voz en la oscuridad. Abrió los ojos y se encontró con el rostro de Catalino, desencajado, jadeante, fuera de sí.

—¿Qué pasa? —se sobresaltó Tomás.

—¡Señor Llera…, don Alonso…! —balbució el lacayo.

—¿Don Alonso? ¡Qué le pasa al capitán!

—No aparece… Hace ya tiempo que fue la media noche. Es muy raro que él se quede por ahí hasta tan tarde.

—¡Dios mío! —exclamó Tomás saltando de la cama—. ¡Vamos a buscarle!

El alférez Ramos tampoco había llegado; pero eso era algo normal. Así que Tomás y Catalino salieron del fuerte solos para ir a buscar al capitán.

Fuera llovía intensamente. El agua crepitaba con furia en los tejados y en la vegetación y caía en grandes chorros sobre la arena de las calles. El mar rugía agitado y el viento removía sonoramente las hojas de los cocoteros. Pero a pesar de la lluvia y el viento había quien todavía trataba de divertirse donde quiera que hubiera un resguardo. Algunos tambores parecían querer competir con los truenos.

—¿Fuiste a São José? —le preguntó Tomás a Catalino mientras ascendían apresuradamente hacia el barrio alto.

—Claro, señor Llera. Encontré la puerta de la iglesia cerrada y pensé que don Alonso habría terminado sus rezos y regresaría al fuerte. Pero pasaban las horas y al ver que no venía…

Cuando llegaron a la iglesia de São José la encontraron tal y como había dicho Catalino, cerrada. Recorrieron palmo a palmo la pequeña plaza que se extendía delante del templo y los alrededores. La oscuridad que reinaba no permitía inspeccionar bien el terreno, pero no les pareció que el capitán pudiese estar por allí. Llegó un momento que en su confusión no sabían qué hacer o qué dirección tomar para proseguir la búsqueda. Estaban empapados y muertos de frío.

—Ahí parece haber gente —observó Catalino señalando una casa ruinosa en cuyo interior resplandecía una hoguera.

Fueron allí y encontraron reunidos a unos borrachos que compartían su última botella de ron, en torno a un fuego. Les preguntaron por el capitán. Pero ni ellos mismos sabían dónde se encontraban a causa de su borrachera.

—Ahí mora o padre —dijo al fin uno de ellos, señalando la casa que estaba adosada a la iglesia—, em essa casa. Pregumtem a ele.

Fueron a la casa del párroco y golpearon fuertemente la puerta. Nadie contestaba. Insistieron.

—Não incomodem! —contestó una voz desde la ventana.

—¡Padre, por favor! —le gritó Tomás—. ¡Necesitamos que nos abra!

—Para qué? É muito tarde!

Tomás le explicó desde abajo lo que pasaba y el sacerdote finalmente pareció creer en lo que le decía, bajó y abrió la puerta. Entonces el joven y el lacayo le convencieron para que les permitiera entrar en la iglesia.

Penetraron en el templo desde la casa del cura, por la sacristía, iluminándose con velas. La iglesia parecía estar vacía.

—Agora, durante a feria, fechamos ás oito da noite —explicó el sacerdote—. Não há ninguém aquí. Eu fechei a porta.

—¡Ahí hay alguien! —exclamó Catalino, señalando un gran banco de madera que estaba en un rincón, junto a un confesionario.

Fueron hasta allí. Iluminaron el bulto que parecía ser una persona.

—¡Dios Santo! —exclamó Tomás.

—¡Señor capitán! —gritó Catalino.

Sentado, recostado en la pared de piedra, estaba Monroy con la boca abierta y los ojos también vidriosos, mirando hacia el cielo. Bajo él brillaba un gran charco de sangre semicoagulada en el suelo. Su camisa de algodón y su jubón estaban enrojecidos. A la altura del corazón, el capitán tenía una herida limpia. Le habían atravesado con un fino estilete y había muerto hacía horas, seguramente en el acto.