33

Galeón portugués São Vicente, 3 de agosto de 1618

Durante días, la flota navegó irregularmente; optando ora por la dirección sur ora por la dirección oeste. El viento no aparecía y obligaba a detenerse a los barcos que debían esperar. Los timoneles viraban obedeciendo a los maestres, esperando que el viento fuera favorable, pero la situación variaba poco.

Para Tomás el mar resultaba muy aburrido. Sólo cuando aparecían los delfines, jugando y brincando fuera del agua, encontraba algún entretenimiento. Aunque no desdeñaba una buena partida de naipes cuando hubo oportunidad y su buena suerte le deparó algún dinero extra que no le vino nada mal.

Lo peor vino cuando empezó a faltar el alimento. Todo sabía a rancio y el agua tenía un olor a putridez bastante desagradable. En el camarote del capitán Alonso Monroy no podían quejarse, pues las comidas que se servían eran aceptables, dentro de la monotonía: castañas cocidas, galletas mohosas, tasajos duros como piedras, almendras saladas que daban mucha sed, garbanzos tostados… Pero el resto de los soldados tenían ya malos los estómagos, vomitaban, flaqueaban y empezaban a protestar seriamente. Aunque procuraban que no se les oyera, porque cualquier actitud algo rebelde era castigada inmediatamente de forma muy severa.

Una noche que Tomás dormía plácidamente en su catre, le sobresaltó un ruido grande, como un estampido. Se despertó y momentáneamente no recordaba dónde se encontraba, a causa de la oscuridad, pero pronto reparó en el gran movimiento y en la manera en que todo crujía a su alrededor, por lo que comprendió que el barco estaba soportando una fuerte tempestad. La luz cárdena de los relámpagos se colaba por la puerta de la escotilla y de vez en cuando salpicaba agua fría desde algún lado.

—¡Santa Bárbara bendita! —escuchó rezar al capitán—. ¡Dios bendito, ampáranos! ¡Santa María, válenos!

El ruido de los truenos, el bajar y subir del suelo a causa del encrespado oleaje, los gritos de pavor de los hombres que iban a bordo, el golpeteo de la carga en las bodegas… conformaban un panorama caótico que causaba pánico en una oscuridad total que impedía saber a ciencia cierta lo que sucedía.

—Rezad, rezad conmigo, hijos —les decía el capitán a los hombres que compartían sus estancias—. Padre nuestro que estás en el Cielo… Arrepentíos, hijos, de vuestros pecados, no sea que muramos en este trance sin confesión… Decid: «Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, Redentor mío…».

Todos rezaban, aterrorizados, viéndose ya sumergidos en la profundidad y negrura de aquellas aguas amenazadoras y hostiles, como si su muerte fuera inminente. Durante horas soportaron aquel movimiento, empapados, muertos de frío entre las mantas, sin poder ver nada.

Por fin fue cesando la tormenta. Era la hora anterior al alba y una tenue luz entraba por la escotilla. Salieron a la cubierta exterior y se encontraron con un horizonte que aclaraba por instantes, aunque las densas nubes negruzcas seguían ocupando parte del cielo.

Todo estaba mojado; el agua corría por las maderas y chorreaba desde las estructuras. Había muchos hombres achicando, atando cabos, sujetando velas, llevando y trayendo fardos, cajas y otros enseres que estaban esparcidos por todas partes. Los oficiales gritaban sus órdenes, maldecían, insultaban… Los rostros estaban desencajados, los ojos desorbitados y los movimientos de los marineros eran lentos a causa de la fatiga de la brega nocturna.

A medida que el denodado trabajo iba poniendo en orden aquel caos que seguía a la tempestad, unas nubecillas grises, azuladas, habían ido invadiendo el cielo por oriente, y fueron enrojeciéndose hasta que el sol hizo su salida triunfal, rozando con su luz dorada las crestas de las olas. Luego los nubarrones se fueron esparciendo por el cielo en grandes copos rojos, que terminaron deshaciéndose y reinó una gran calma. Cuando la luz lo permitió, se vio que la flota navegaba muy dispersa; los demás navíos estaban muy alejados o no se veían siquiera.

Deo gratia! —gritaba el capellán desde el alcázar de popa—. Deo gratia! Oremus a Dern!

Todo el mundo se santiguaba y se arrodillaba. Más tarde se supo que tres hombres habían muerto; dos caídos por la borda, perdidos en las aguas, y uno aplastado por la carga en la bodega.

Costó una mañana entera reagrupar las flotas. Finalmente se supo que ninguno de los barcos había sufrido desperfectos importantes. Esa misma tarde se divisó tierra.

5 de agosto de 1618

En la isla Dominica se hizo una pequeña escala. La gente de los navíos bajó a tierra e hizo grandes comilonas. Los que por primera vez pisaban tierra del Nuevo Mundo se quedaban asombrados por el paisaje, los habitantes, las construcciones y el clima de aquellas tierras tan diferentes.

Después de la breve recalada, las flotas se desmembraron: la que iba en dirección a la Nueva España enfiló desde la Dominica hacia Veracruz, para ir dejando por el camino a los navíos con destino a La Española, Santo Domingo, Puerto Rico y Cartagena de Indias. Por su parte, otra gran sección de la flota ponía rumbo a Portobelo, dejando a los barcos que iban hacia Maracaibo, Margarita y Riohacha.

La flota portuguesa tomó el rumbo del sur, hizo una breve parada en Trinidad y buscó las corrientes que llamaban del Pará, con la intención de descender lo más rápidamente, sin volver a tocar puerto hasta el Brasil, pues el peligro a causa de la piratería era muy grande en estos tiempos.

Salvador de Bahía, 28 de agosto de 1618

Los portugueses se manejaban a la perfección en estos mares. La principal escala se hacía en Fortaleza, después se bordeaba la Ponta Negra y los navíos recalaban en Natal o en Pernambuco brevemente, para ir a doblar el cabo de Santo Agostinho y llegar en menos de diez días a Salvador de Bahía, donde la flota lusitana hacía una prolongada estancia.

Bahía era el puerto más espectacular del Brasil. Sus fortalezas aparecían imponentes desde lejos con sus paredones de piedras musgosas, sus torres, sus baterías, fortines, garitas verdinegras y tramos de las murallas que iban trazando zig-zag, dejando asomar sus grandes cañones que apuntaban al mar.

Cuando los navíos penetraban en la dársena, se encontraban de repente inmersos en un mundo multicolor que ofrecía un atractivo panorama a los ojos: puestos de frutas apetecibles, tabernas abarrotadas de gente, carnicerías que exhibían grandes pedazos de carne fresca, aves y salazones; botes que se acercaban ofreciendo todo tipo de productos, naranjas, limas, piñas, botellas de aguardiente de caña y el variopinto espectáculo de tantas razas entremezcladas, negros, blancos, indios, mulatos, zambos…

Era el lugar donde se entrecruzaban todas las lenguas y todos los acentos, pues el principal mercado de esclavos del Nuevo Mundo tenía allí su sede.

Apretujados contra la barandilla de estribor, los 133 marineros y los 300 soldados que viajaban en el inmenso São Vicente contemplaban boquiabiertos el atractivo espectáculo que suponía el puerto de Salvador, ansiosos por descender a tierra. Las gentes morenas de Bahía, a su vez, acudían alegres a recibir la flota, sabedoras de que en los navíos llegaban pingües beneficios.

El atraque fue saludado con grandes manifestaciones de júbilo. Subieron a bordo las autoridades locales y los funcionarios encargados del cobro. Las salvas de bienvenida retumbaban en su intermitente tronar, arriba en las fortalezas, y las campanas de las iglesias repicaban sin cesar. Cuando se entregó la valija enviada por la metrópoli, se dio la orden de descarga. Entonces comenzaron su ir y venir las interminables filas de esclavos negros que subían y bajaban por los planchones con fardos, cajas, barriles y todo lo que debía dejarse en este importante puerto brasileño.

Impacientes, los soldados y los marineros esperaban a que sus oficiales les autorizasen descender al puerto. Se daban las instrucciones oportunas, se pagaban las soldadas, se pronunciaban retahilas de advertencias y, finalmente, se concedía el deseado permiso. Entonces miles de hombres se desparramaban en todas direcciones. Todo era bullicio en el puerto, pues daba comienzo la feria.

Durante un par de semanas, en Salvador de Bahía se reunían comerciantes llegados de todos los sitios con plata contante y sonante para comprar y vender todo tipo de productos: paños, sedas, mantas, aguardiente, vino, manufacturas europeas, herramientas, armas y artículos de lujo. Por su parte, las gentes locales ofrecían los genuinos productos de la tierra: ron de caña, fritangas de gallinas, asados de cerdo, tortas de maíz, jarabe de lima, piedras semipreciosas. Y todo ello aderezado por la musicalidad de sus ritmos, pues el sonido de los tambores, la danza y los cantos no iban a cesar durante quince días, poniendo de manifiesto no sólo el deseo de hacer negocio a costa de los recién llegados, sino el talante alegre y la forma de ser hospitalaria de este pueblo multirracial.

Por aquel tiempo, además de las grandes y sólidas fortalezas, el fuerte de Santo Antonio de Barra, el de São Diego y las construcciones amuralladas de la cuidad portuaria, Bahía contaba con dos amplias plazas, tres anchas calles, varios conventos, monasterios y numerosas iglesias dedicadas a todos los santos. Destacaba la iglesia y monasterio de São Bento, el convento do Carmo y el convento de São Francisco, las iglesias de São José, la Piedade y la de Ajuda.

Esta concentración de edificios religiosos hacían de Salvador de Bahía un lugar muy atractivo para el capitán Alonso Monroy. El cual, cuando se dio el permiso de desembarco, les dijo a sus hombres:

—Aguardaremos a que baje a tierra el resto de la soldadesca. No hay por qué tener prisa. Al fin y al cabo, estaremos aquí cinco días.

—¡Y le parece mucho! —refunfuñó el alférez Ramos por lo bajo, ansioso como estaba por ir en busca de mujeres.

La muchedumbre que descendió de los barcos fue apresurada a procurarse alojamiento. En estos días que permanecía la flota anclada en el puerto, los precios de los hospedajes se disparaban y cualquier chamizo se pagaba a precio de oro, especialmente porque era en temporada de tormentas y llovía con cierta frecuencia, pues si no fuera así, se hubiera dormido a la intemperie. Para guarecer a tanta gente, incluso las autoridades preparaban alhóndigas en las que se podía pernoctar por un precio asequible.

Durante las dos semanas siguientes, Bahía sería el lugar más bullicioso, alegre y concurrido del hemisferio sur; a la vez que el más peligroso, pues la feria tenía su contrapartida: pleitos, reyertas, robos y homicidios.