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Navío español de permisión Santa Eulalia, 10 de julio de 1618

El viaje a Brasil podía hacerse siguiendo la ruta que en 1500 trazó la expedición encabezada por Pedro Álvarez Cabral, que tardó 44 días en llegar al Nuevo Mundo, desde el río Tejo, en Portugal, hasta el río Frade, en el litoral brasileño. Éste era el recorrido hecho por la flota portuguesa durante años. Ahora, al estar las flotas unificadas bajo la Corona española, sólo se autorizaba una ruta, la que salía del litoral peninsular, hacía escala en Tenerife, e iba en un único recorrido hasta las Antillas, dividiéndose más tarde en los diferentes convoyes que partían hacia los restantes destinos. La causa de esta unificación estaba en la voluntad del Consejo de Indias de mantener un mayor control en los desplazamientos, así como facilitar la defensa de las flotas frente a la piratería cada vez más abundante en el Atlántico.

Los días a bordo se hacían muy monótonos. Enrique Madrigal aprovechaba las largas horas de luz y el buen tiempo para leer en cubierta, sentado sobre unos fardos que estaban debajo de un entoldado que caía desde el techo del castillo de proa. Cuando hubo terminado las crónicas y los relatos sobre Indias, se entregó con entusiasmo a la lectura de un libro que le iba a marcar profundamente, pues expresaba una visión de la existencia de los hombres con la que él se identificaba plenamente. Esta obra, titulada De optimo reipublicae statu degue nova insula Utopía, era conocida generalmente como la Utopía de Tomás Moro. Había sido el padre Francisco Crespo, el Procurador General de Indias, quien le había recomendado encarecidamente a Enrique su lectura, asegurándole que era un libro indispensable para comprender gran parte del sentido que la Compañía de Jesús pretendía darle a la gran empresa de las reducciones emprendida en el Nuevo Mundo. Era pues una obra muy conocida para los jesuitas. Y, entre los muchos volúmenes que iban embalados con destino a las casas de la Compañía en el Guairá, se encontraban varios ejemplares de las Obras completas de Tomás Moro, de los que habían sido publicados en Basilea, Lovaina o Francfort, ediciones que no faltaban en ninguna biblioteca jesuítica.

Enrique se maravilló con la lectura de la Utopía, que le presentaba un mundo absolutamente imaginario y, como La República de Platón, un bello ideal para dirigir los esfuerzos de los hombres en pos de la felicidad. Tomás Moro compuso esta obra después de haber conocido las ventajas y los defectos de los gobiernos humanos, gracias a que durante años fue empleado en diversas embajadas y misiones diplomáticas. Ello le daba una visión privilegiada de algunas de las causas de los males de la humanidad. En el libro, el autor supone haber encontrado en Amberes a Rafael Hiptoldeo, compañero de Américo Vespucio, que aseguraba haber encontrado un lugar llamado Utopía, situado en la Atlántida, donde los hombres se rigen sin conocer la propiedad privada, a la cual el tal Rafael achacaba los males y los inconvenientes de la existencia de los hombres. Todo es pues común entre los habitantes de la isla de Utopía menos las mujeres. Hay una distribución igualitaria de los bienes. No existe el acaparamiento, fruto del tener y causa de conflictos, pues en Utopía todo el mundo tiene lo necesario. Nadie está exento de dedicarse a la agricultura, que es común a todos los hombres y mujeres, pero todos pueden elegir uno o dos oficios más según sus aficiones, aptitudes y necesidades de la ciudad. Los vestidos son comunes para todos, sencillos, duraderos y cómodos, buscando no establecer diferencias humillantes. Se trabaja sólo seis horas, ocho se dedican al sueño; las restantes diez horas se emplean en el cultivo de la inteligencia: música, juego, teatro, conversación.

Admirado, Enrique proseguía su lectura descubriendo cómo en Utopía hay hospitales públicos apartados donde los enfermos reciben un trato preferente y cuidadoso, comedores públicos y colegios donde los niños se forman con una planificación exhaustiva de sus comidas y juegos. En este país ideal se viaja gratis, y la hospitalidad otorgada a los extranjeros es retribuida por el trabajo de los mismos. Hay ausencia de vicios. La religión es compatible con la razón y la vida acorde con la naturaleza. El cuerpo es valorado y se rechaza una mortificación inútil. Pero siempre deben orientarse los esfuerzos hacia el bien común cuando verdaderamente merece la pena.

Sin salir de su asombro, el joven jesuita vibraba emocionado en la exposición que de la religión utopiense hacía Tomás Moro: tolerancia y respeto en lo religioso, pluralidad con tendencia a la unidad, diálogo y condena de cualquier violencia por estos motivos, pues se declaran absolutamente absurdas las conversiones forzosas. Se valora el sacrificio, el celibato y el matrimonio. Pero nadie debe ser obligado a estos estados. Debe haber pocos sacerdotes y deben éstos dedicarse a la enseñanza, ser pacifistas y servir de mediadores en la sociedad y frente a las guerras y conflictos. La religiosidad popular es importante y ayuda a los hombres a comprender la vida ordinaria, porque lleva una secreta inspiración de Dios. Pero se decretaba el destierro para aquél que se esforzara y luchara por motivos religiosos con demasiada vehemencia o ardor. Porque si habían de producirse continuamente disputas y contiendas por este motivo, como los hombres peores son los más obstinados y testarudos, la religión más santa y mejor sería pisoteada y destruida por las más vanas supersticiones. Por eso era mejor dejar este asunto pendiente y dar libertad a cada hombre para creer lo que quisiera, exceptuando las opiniones viles y tan bajas sobre la dignidad de la naturaleza humana que piensan que las almas mueren en el cuerpo o que el mundo corre al azar sin estar regido por ninguna divina providencia.

Enrique concluyó su lectura conmovido ante la manera en que la Utopía manifestaba su confianza en «que la verdad se impondría al final y saldría a la luz por sus propios medios», por lo que pensaba «que era una cosa inadecuada y estúpida y una señal de arrogante presunción obligar a los demás con la violencia y las amenazas a estar de acuerdo con lo que uno cree que es verdadero».

Saboreando estas palabras en su mente, el joven jesuita no quiso añadir ningún razonamiento propio al placer que le producían. Se identificaba plenamente con el mundo difícilmente realizable planteado por Tomás Moro en su obra, y se reforzaba su deseo de emplearse en un proyecto así. Aunque su consecución no se lograra en su totalidad, a fuerza de insistir y perseverar, se podrían convertir en realidad las ideas fundamentales.

Asomado a la hermosa baranda torneada que protegía la borda de la proa, perdió la mirada en la inmensidad del mar y disfrutó la brisa fresca. Las aguas estaban muy azules; no eran amenazadoras a esa hora de la tarde. Se sentía esa rara sensación, ligera y elástica, que le invade a uno en ciertas ocasiones al navegar: las crestas de espuma sobre las olas que se multiplican y se pierden en el infinito, la insignificancia del barco en la grandeza del cielo y el océano, los ilimitados contornos…

20 de julio de 1618

El maestre de la Santa Catalina, como los demás capitanes y pilotos de los navíos que formaban las flotas, se mostraba encantado por la manera tan próspera en que estaba transcurriendo el viaje. El viento venía de popa y tan recio que de día y de noche los barcos avanzaban por su ruta dejándose llevar, con el velaje tendido, casi seguros de llegar a las Indias antes de lo previsto.

Enrique Madrigal, además de con la lectura, se entretenía satisfaciendo su curiosidad acerca de los asuntos de la navegación. Su instinto observador y su natural deseo de conocer cosas se despertaba ante el gran misterio que representaba el viejo arte de gobernar los navíos, mezcla de ciencia e intuición. Aprovechando que le había caído en gracia a Blas Nogales, el maestre de la nao, siempre que podía se subía al entrepuente y allí se enteraba de todo lo que concernía al desarrollo de la travesía.

—Hombre, padre Madrigal —le decía bonachonamente Blas, alegrándose sinceramente de verle—. Qué, ¿ya está aquí vuestra paternidad a aprender a ser marino?

—Aquí estoy, señor maestre —respondía Enrique—. Si no le molesto…

—¡Qué me va a molestar vuestra paternidad! —exclamaba suavemente el maestre—. Ya le explicaré yo todo lo que quiera saber acerca de las artes de marear.

Blas Nogales le fue explicando en sucesivos días la manera en que los navegantes se guiaban en las rutas que iban de España a las Indias. Cómo los navíos, partiendo de Sanlúcar de Barrameda o de la bahía de Cádiz, seguían el camino que los pilotos y navegantes tenían por más seguro y más cierto: partiendo de los susodichos puertos y guiándose hacia el sudoeste, llegaban a reconocer la isla de Tenerife navegando 230 leguas; partiendo de la cual debían recorrer la vía del oeste cuarta al sudoeste, para dejarse llevar de las corrientes y de los vientos favorables e ir a reconocer a 800 leguas las islas de los Caníbales, la Deseada, la Guadalupe o la Dominica.

—Entonces, ¿eso se sabe mediante un mapa? —preguntaba ingenuamente Enrique.

—¡Ah, ja, ja, ja…! —reía con ganas Blas, agitando su prominente barriga—. Si se tratara de guiarse por un mapa, el navegante puede no llegar nunca.

—¿Entonces?

—Las cartas de marear son necesarias, naturalmente, los portulanos indican los accidentes de la línea costera y ayudan a reconocerlos. Pero es gracias a los paralelos y meridianos de Mercador y a la aguja de marear, el astrolabio o el cuadrante como llegamos a orientarnos, sin perder de vista la posición del sol o las fases de la luna, claro.

—¡Qué interesante!

—Ya le gusta esto, ¿eh, padre Madrigal? —le decía Blas—. ¡A ver si va a dejar vuestra paternidad los hábitos y se va a hacer navegante!

—¡No, hombre, Blas, eso no!

—Ya, padre, ya. Si es guasa.

28 de julio de 1618

La velocidad fue buena mientras sopló aquel recio viento de popa. Pero, cuando ya los marineros olisqueaban la tierra firme y veían claros indicios en la superficie de las aguas, palos, hierbas y otros elementos flotantes, faltó el viento y sobrevino una desesperante calma que duró tres días. Después los barcos tuvieron que depender de las pocas brisas que soplaban, lo cual les obligaba a navegar en zig-zag, porque frecuentemente venían de cara.

Los navíos se aproximaban unos a otros y los pilotos se gritaban desde el entrepuente sus opiniones; si no era mejor hacer esto o aquello. Pero pronto se vio que no había otro remedio que ir hacia el sudoeste, pues aquellas desconcertantes rachas de vientos poco uniformes eran difícilmente aprovechables.

Una de esas veces que estaban obligados a permanecer inmóviles a consecuencia de la calma, sucedió un hecho curioso. Enrique estaba leyendo su admirada Utopía de Tomás Moro en la cubierta, cuando se escuchó un gran alboroto y la tripulación y los pasajeros comenzaron a correr hacia la baranda de la borda de estribor.

—¡Ahí, ahí está! —se oía gritar—. ¡Ahí, ahí! ¿No lo veis?

Enrique fue como uno más, llevado por su curiosidad, a ver qué sucedía.

—¡Ahí, padre, mire ahí! —le indicó uno de los marineros—. Es un cachalote.

El jesuita se fijó en el lugar que el marinero le señalaba con el dedo. Efectivamente, muy cerca, a unos metros del costado del navío se alzaba el lomo negruzco de un animal marino. Los contornos del enorme cuerpo podían distinguirse perfectamente en la transparencia de las aguas.

—¡Dios santo! —exclamó Enrique—. ¡Cómo es posible!

—No es algo corriente —le explicó el marinero—. Pero algunas veces estos grandes peces se aproximan mucho a los barcos. Recuerdo una vez que…

—¡Apartaos, apartaos de ahí todo el mundo! —irrumpió de repente Blas Nogales, el maestre de la Santa Eulalia, que venía sonriente, grueso como era, a ver qué sucedía.

—¡Paso, paso al capitán! —gritó el sobrecargo.

Blas se asomó a la baranda y miró hacia donde se encontraba el cachalote, que ahora estaba mucho más cerca.

—¡Voto a Cristo! —exclamó entusiasmado. Se frotó las manos con nerviosismo y observó bien al pez.

—Qué, señor maestre —le dijo el sobrecargo—, ¿vamos a por él?

—Por supuesto —contestó Blas—, ¡me cago en…! ¡Vamos, a qué esperáis! —ordenó muy alterado—. ¡Traed los apaños!

Enseguida vinieron varios marineros trayendo unos grandes arpones, sogas, garruchas y otros instrumentos.

—¡Timonel, vira a babor cuanto puedas! —gritó Blas.

A golpe de remo, la Santa Eulalia se fue aproximando al cachalote.

—¡Vienen los del San Ginés! —avisó uno de los marineros.

Blas miró y vio que, efectivamente, otro de los navíos se dirigía muy dispuesto hacia donde estaba el deseado pez.

—¡Esos hijos de puta! —rugió Blas.

—Pero… ¿qué quieren hacer? —preguntó Enrique al marinero.

—¿Qué va a ser, padre, sino pescar a ese bicho?

—¿Para qué?

—¡Uf! ¡Pues no tienen buena carne los cachalotes esos! ¿No ve vuestra paternidad que con este retraso ha de faltarnos el alimento? Además, seguro que el señor Blas piensa vender la grasa en la Dominica y sacar unos buenos cuartos.

Sería por estos importantes motivos por lo que Blas Nogales no estaba dispuesto a que el San Ginés le arrebatara su codiciada presa. Así que, al ver que su rival se aproximaba decidido al cachalote, agarró la bocina y le gritó a su maestre:

—¡Candelario, como toques al bicho te arreo un cañonazo!

El maestre del San Ginés contestó resuelto:

—¡Eso es del mar, Blas; con lo cual es de quién lo coja!

—¡Estaba más cerca de la Santa Eulalia! —replicó Blas.

—¡Y una mierda! —le respondió Candelario.

Sin pensárselo dos veces, Blas Nogales se bajó de un salto del entrepuente y les gritó a sus hombres:

—¡Descolgad la chalupa y echadla al agua!

Obedientes, los marineros de la Santa Eulalia comenzaron a soltar los nudos de las sogas y a descolgar uno de los botes. Blas, dos marineros y el sobrecargo se subieron a él con los arpones. Pronto caía la chalupa al mar y remaban desaforados en dirección al cachalote.

Los pasajeros, especialmente las mujeres, lanzaban exclamaciones y gritos, algo asustados por el espectáculo, temiendo que aquella enorme bestia marina fuera a hacerles algo.

—Verá ahora vuestra paternidad la maña que se da el señor Blas —le aseguró el marinero a Enrique.

El bote se acercó cuanto pudo al cachalote, que se hundía, sacaba el lomo y expulsaba agua en fuertes resoplidos sin que pareciera que le afectara la proximidad de los humanos. Blas se irguió, alzó el gran arpón por encima de su cabeza y lo lanzó sobre la piel del gran pez, en la que se clavó profundamente. Un gran aplauso y vítores de los marineros le aclamaron.

A continuación, la tripulación comenzó a tirar de la soga mediante unas garruchas instaladas en un lugar resistente del navío. Blas clavó un par de arpones más y se inició una feroz lucha para traer al cachalote. La chalupa se zarandeaba y parecía que iba a zozobrar. Pero finalmente el gran animal estaba amarrado junto al costado del barco.

Intentaron izarlo durante horas, pero no podían con él. El peso del cachalote era enorme. Con tantos esfuerzos y operaciones como hicieron buscando la manera de subirlo a la cubierta, rompieron las barandas de la borda e hicieron algún que otro destrozo.

—¡Mentecatos! ¡Mendrugos! ¡Pazguatos! —les gritaba enardecido Blas a su tripulación—. ¡Atajo de inútiles!

A última hora de la tarde, viendo que no podían izar al cachalote de ninguna manera, decidieron trocearlo y subir a bordo cuanta carne fuera posible. El resto quedó flotando en el mar, donde el San Ginés envió a un par de botes para que extrajesen lo que de aprovechable quedase.

Esa noche, en la calma que propiciaba aquel mar sereno, la carne del cachalote fue motivo de fiesta en la Santa Eulalia.