Galeón portugués São Vicente, 7 de julio de 1618
La gran flota formada por la suma de navíos españoles y portugueses zarpó finalmente a primera hora de la tarde del día 6 de julio, tras un retraso de más de seis horas motivado por la deserción de varios soldados de la armada que fueron puestos en busca y captura por las autoridades. Concluidos todos los trámites, se vio que sería difícil encontrarlos y se dio la orden de partida.
Atardecía cuando la larga flota de barcos navegaba plácidamente alejándose de la isla. Una vez rodeada la Punta de Anaga, soplaba una suave brisa y el cielo estaba despejado, quedándose los nublados asidos a la costa tinerfeña. Con un tiempo bueno y soleado, la flota avanzaba sin perder de vista el pico del Teide, como una visión inolvidable, levantándose sobre el verdor montañoso, con su escarpada cumbre cubierta de nieve pura, que se iba tornando de un tono rosado al ser bañada por la luz de la puesta del sol.
Desde Canarias debían adentrarse en el Mar de las Damas, llamado así por los marineros porque se decía que hasta las mujeres podrían gobernar allí las embarcaciones, pues los vientos alisios soplaban de popa muy favorablemente.
Tomás viajaba en el São Vicente, un galeón portugués poderoso que navegaba a barlovento de los mercantes, junto a los restantes buques de guerra que seguían a la Capitana, en una formación que en todo momento iba detrás de la flota española. Los soldados del tercio destinados al Guairá hacían el viaje con los portugueses para no tener que cambiar de navío cuando ambas flotas se separasen, tomando la dirección de Brasil la portuguesa y la de la Nueva España, hacia Veracruz, la española.
El capitán Alonso Monroy iba alojado en un lugar privilegiado, en uno de los camarotes llamados «de caballeros», que se encontraban debajo del gran camarote que correspondía al maestre del navío. Y Tomás, como ayudante suyo, se beneficiaba de este privilegio disponiendo de un camastro a los pies de la litera de su superior. La comida se la servían allí mismo y por el momento era bastante aceptable.
También viajaban en el São Vicente parte de los oficiales que estaban a las órdenes de Monroy, así como un gran número de soldados. Entre ellos, iban el sargento Manuel Prieto y el cabo Sánchez, que se alojaban en los amplios compartimentos de la cubierta inferior, donde también se amontonaban todas sus pertenencias, de manera que a cada hombre le correspondía un espacio muy reducido.
Como el tiempo era bueno, los miembros de la tripulación y los pasajeros solían reunirse en la cubierta superior, pues en los camarotes y en los espacios interiores del barco apenas había luz y se respiraba un aire viciado que resultaba casi insoportable.
Aquel primer día de travesía desde Canarias, anocheció mientras aún se veía el Teide a lo lejos, con su punta blanca resplandeciendo en el horizonte violáceo. Los vientos de África llegaban cálidos, suaves, soplando directamente detrás de las velas y haciendo que los navíos avanzaran a buena velocidad, acompañados por el interminable crujir de las arboladuras y el rechinar de los cables.
Cuando reinó la oscuridad, se oyó tañer la campana del alcázar de popa y el grumete cantó la hora con el melancólico tono de la lengua portuguesa:
Deus hendirá a nossa noite,
e jarános murrer em a sua graça.
Boa noite! Boa viagem! Boa passagem, senhor capitán y maestre, senhores passageirus, cavalleirus, timonel disperto esté-voces. Amén.
A partir de ese momento, algunos de los hombres se retiraban a dormir, pero muchos permanecían durante un buen rato en cubierta, conversando, jugando a los naipes o bebiendo el vino y el aguardiente que habían adquirido en Tenerife. Los marineros estaban a esa hora más relajados. Se formaban corrillos en los que los veteranos contaban sus historias, exagerando, o tenían lugar animados debates sobre asuntos de navegación o sobre si esta o aquella feria portuaria era más o menos animada. Otros en cambio, solitarios, se entretenían tallando figuras de madera o realizando cualquier labor de artesanía. Había quien sacaba una flauta, una dulzaina o una guitarra, con las que animaban al auditorio con canciones cargadas de picardía o más tarde con coplas dulces, de amores, que encendían la nostalgia en los corazones.
El capitán Monroy frecuentaba poco la cubierta. La mayor parte del tiempo la pasaba en su aposento, en el relativamente cómodo departamento interior del alcázar de popa. Allí rezaba el rosario a esta hora de la tarde en compañía de sus sirvientes, del alférez Ramos y de Tomás. Su monótona voz iniciaba los paternóster y las avemarías lentamente o pronunciaba las largas letanías en latín que eran contestadas por un desganado «Ora pro nobis… Ora pro nobis… Ora pro nobis…» de sus hombres, a los que se les abría de vez en cuando la boca. «Más atención, muchachos, más atención —les decía el capitán—. Que si este navío se hunde, sólo Dios y santa María han de valernos». Y estas agoreras palabras a ellos les provocaban funestos presentimientos y temores que les hacían estremecerse.
Concluida la oración, cenaron un pedazo de queso, algo de pan y unas tajadas de melón. Eso era lo mejor que tenía el capitán, que no les escatimaba el alimento. Merecía la pena tener que acompañarle en los rezos para beneficiarse de esta ventaja.
—Si da vuaced su permiso y no precisa nada de mi persona —solicitó Tomás cuando hubo terminado su cena—, he de ir a cubierta a evacuar.
—Anda, ve, muchacho —otorgó Monroy—, pero cuídate de las conversaciones pecaminosas de los marineros.
—Sí, señor.
El joven salió por el pasillo de cubierta y se encontró con el ambiente distendido y alegre que reinaba a esa hora a bordo. Los corrillos de marineros, soldados y gente de tierra ocupaban casi todo el espacio, de manera que tuvo que ir abriéndose paso por entre ellos, pues el gentío que viajaba en el inmenso São Vicente era muy numeroso. Mientras atravesaba trabajosamente la cubierta, fue fijándose por si veía al sargento Prieto o al cabo Sánchez.
El lugar que estaba dispuesto en el barco para hacer las necesidades era una tabla a modo de retrete portátil replegable que se extendía sobre el mar, en el que, sujeto a unas cuerdas, el tripulante defecaba u orinaba hacia las olas. A este sencillo y poco discreto artilugio los marineros lo denominaban «el jardín».
Cuando Tomás llegó al balcón de la proa donde uno de los pajes del navío se encargaba de extender o replegar el tablón si alguien lo necesitaba, había allí una buena cola esperando. Un grueso soldado, muy debilitado a causa del mareo, tenía una gran diarrea y era sujetado por cuatro compañeros mientras se esforzaba trabajosamente asomando su gran trasero a la negrura del océano.
—¡Ay, ay! —se quejaba—. ¿No sería mejor un orinal?
—Que no, Méndez, que ya sabes que el capitán del barco lo tiene prohibido —le decía uno de sus compañeros—. Sólo los oficiales tienen derecho a orinal.
—¡Vamos! —se quejaba uno de los que esperaban en la cola—. ¿Termina o no vuestra merced? ¡Que vamos a reventar!
La imagen de aquel soldado, inmenso, sostenido sobre la precariedad de la tabla en aquella grotesca posición, asido a sus compañeros, le provocó a Tomás una risita que le fue imposible ocultar.
—¡Eh! —le recriminó uno de los soldados—. ¿De qué te ríes tú?, so desaprensivo. ¿No ves lo que está pasando el pobre?
—¡Ay, madre mía! —se quejaba el grueso soldado—. ¡No me suelten vuestras mercedes! ¡Por caridad!
En esto se le escapó al gordo una sonora pedorrera y pudo por fin evacuar.
—¡Vive Dios! —exclamó el hombre que se impacientaba en la cola—. ¡Por fin!
Tomás entonces se volvió de espaldas para que no vieran los compañeros del soldado grueso la risa convulsiva que le embargaba irrefrenable. Pero uno de ellos ya se había dado cuenta e iba hacia él enfurecido:
—¡Qué poca caridad! —le decía—. ¿Tanta gracia te hacen los padecimientos de nuestro compañero?
Tomás estaba ya doblado de la risa, cuando el soldado enfurecido le asió por las ropas.
—¿Tú no cagas, muchacho? —le decía con disgusto el gordo que, terminada su faena en la tabla, descendía subiéndose los calzones—. ¡Nadie se mofa de Cándido Méndez! ¡Ahora verás! —amenazaba, acercándose hacia donde su compañero sujetaba a Tomás que no paraba de reír.
—¡Ah, ja, ja…! —trataba de decir el joven—. Disculpe vuaced… ¡Ja, ja, ja…! Dis… ¡Ja, ja, ja…! No puedo… ¡Ja, ja, ja…!
—¡Deja de reír, insensato! —le conminaba el grueso soldado alzando el puño.
Tomás forcejeó tratando de zafarse de ellos, pues veía que estaban dispuestos a propinarle una paliza.
—¿Qué pasa aquí? —rugió de repente una recia voz—. ¿No sabéis acaso que están prohibidas las peleas a bordo?
Desde la oscuridad apareció en escena el sargento Manuel Prieto, con cara de pocos amigos.
—Este energúmeno se reía a nuestra costa —acusó el grueso soldado—. Señor sargento, no está bien reírse de un enfermo. Y yo estaba haciendo de cuerpo ahí, porque tengo malas las tripas, cuando…
—¡Basta, ya! —exclamó Prieto—. ¡Soltad ahora mismo al muchacho! Si se ha mofado de vuestra merced, ya me encargaré yo de castigarle; pero no son quiénes vuacedes para tomarse la justicia por la propia mano. Cualquier alboroto a bordo del navío está castigado con azotes. Así que ya lo saben.
Los enojados soldados obedecieron y soltaron inmediatamente a Tomás.
—¡Hala, cada uno a su sitio! —añadió el sargento—. Tú, ven conmigo, muchacho —le dijo a Tomás—. Y vosotros, a vuestras tareas —les ordenó a los otros.
Remoloneando, los cinco soldados se fueron en dirección a la popa. Cuando hubieron desaparecido por entre el gentío que abarrotaba la cubierta, Prieto le dijo a Tomás:
—¿Se puede saber qué carajo hacías metido en pendencia con esos mastuerzos?
—El gordo estaba cagando ahí en el balcón del jardín y me dio mucha risa.
—Ay, Tomás, ve con cuidado, muchacho —le advirtió el sargento—; mira de no meterte en líos, que en los barcos las normas son muy severas y lo puedes echar todo a perder.
—¡Ah, si lo hubiera visto vuaced, señor sargento! ¡Qué risa! Ésos agarraban al gordo y…
—Bueno, bueno, deja eso ahora y vamos a lo que interesa.
Prieto cogió a Tomás por el antebrazo y lo llevó al lugar más alejado de la nave, detrás del castillo de proa, a la baranda que se alzaba sobre el bauprés. Allí se podía hablar tranquilamente, puesto que el rumor del oleaje al romper contra la quilla de la nave impedía que alguien pudiera oír lo que se decía.
—Vamos, muchacho, cuéntame lo que ha pasado en Tenerife —le preguntó impaciente el sargento al joven—. ¿Con quién se ha visto el capitán Monroy en la isla?
Tomás miró a un lado y a otro, mientras ordenaba en su mente las palabras que debía decir.
—¡Vamos, habla! —se impacientaba Prieto—. ¡Cuéntame! ¿Habló con alguien Monroy en La Laguna?
—Como temíais —comenzó a relatar Tomás—, el capitán Monroy se encontró con unos curas jesuitas en La Laguna.
—¡Diablos! ¡Lo sabía! —exclamó el sargento—. ¿Pudiste escuchar lo que trataron?
—Sí, señor, perfectamente. Se dieron cita en la casa del corregidor de La Laguna. Yo mismo fui a avisar a los curas de que el capitán les esperaba en dicha casa. Los acompañé hasta que se encontraron con don Alonso Monroy y nadie me dijo que me retirara, así que lo escuché todo.
—¡Cojonudo, muchacho! —se entusiasmó Prieto y le palmeó cariñosamente el hombro—. Cuenta, cuenta eso que hablaron.
—No va a gustarle nada a vuestra merced.
—¡Habla, carajo!
—Pues bien, ahí va. Resulta que los curas esos venían de parte de un tal don Manuel Frío…
—¿No sería Manuel de Frías?
—Eso creo, don Manuel de Frías. Pues bien, ese señor les advertía de que pusieran cuidado con don Luis Céspedes de Xeria… Y les daba una carta para el capitán Monroy.
—¡Malditos jesuitas! —se enardeció Prieto, dando un fuerte golpe con el puño en la baranda—. ¿Llegaste a saber lo que se decía en la carta esa?
—Del todo no, señor sargento. Pero sí le escuché decir que, en la carta, ese tal don Manuel de Frías le prevenía contra una conspiración que partía de don Luis Céspedes de Xeria y en la cual participaban algunos de los oficiales del tercio destinados al Guairá.
—¡Ese hijodeputa de Frías! ¡La madre que le…!
—Pero eso no es lo peor, señor sargento —dijo Tomás inclinando la cabeza hacia abajo—. En esa carta se decía también que se pusiera especial cuidado con vuestra persona, que es vuaced uno de los conspiradores.
—¿Eh? ¡Maldición! —rugió el sargento perdiendo unos desorbitados y enfurecidos ojos en la negrura de la noche.
—Ya le dije a vuestra merced que no le gustaría nada lo que escuché.
—¡Cómo había de gustarme! ¡Malditos jesuitas! ¡Malditos cuervos, pájaros de mal agüero!
Prieto golpeaba la madera del suelo del barco con el tacón de su bota y se acariciaba la barba circunspecto, bufando de rabia. Tomás por su parte aguardaba a que el sargento le dijera algo.
—Bien, muchacho —le felicitó finalmente Prieto—, has hecho un buen trabajo. Se te recompensará con creces. Pero, mientras tanto, toma esto —le alargó una moneda de plata.
—Gracias, sargento.
—Escucha lo que tengo que decirte —le ordenó con gravedad Prieto—: No cuentes a nadie nada de esto. ¿Entendido? ¡A nadie!
—No me chupo el dedo, sargento.
—Bien, espero que así sea. Tu misión ahora es seguir atento y contarme a mí todo lo que escuches. Y no olvides una cosa —le advirtió el sargento mientras le miraba fijamente a los ojos con su fiero rostro—: Si alguna vez te vas de la lengua no tendrás ni cristiana sepultura, porque te tiraremos ahí —le señaló el mar nocturno, tenebroso—, y te comerán los peces.
Tomás se asomó por el borde y miró las aguas negras allá abajo, agitadas contra la cubierta del navío. Su rostro se demudó y tragó saliva azorado.
—Bueno, bueno, muchacho —le palmeó paternalmente la espalda Prieto—, tú eres un mozo listo que sabe lo que se trae entre manos. No tienes nada que temer, mientras sigas como hasta ahora. Yo confío en ti. Anda, ve donde el capitán, no te eche de menos… ¡Ja, ja, ja…! Todavía te hará rezar esta noche… ¡Ja, ja, ja…!