San Cristóbal de La Laguna, 3 de julio de 1618
Por aquel tiempo, San Cristóbal de La Laguna era la capital de la isla y la principal ciudad de las Canarias. Asentada en el fértil valle de Agüere, lejos de la costa, para salvaguardarla de los frecuentes ataques de los piratas y corsarios, recibía su nombre de la presencia en sus proximidades de una laguna que se nutría con las aguas de lluvia que afluían desde los montes cercanos. Era una ciudad señorial, elegante, cuyo plano fundacional fue trazado en los albores del siglo XVI con un esquema de vías rectas, amplias, que se cruzaban y discurrían largas uniendo hermosas plazas, con casas altas y sobradas de fachadas importantes, patios, espaciosos zaguanes, grandes escaleras, caballerizas, bodegas… que delataban el poderío de los grandes comerciantes, nobles asentados y agricultores muy ricos. En general las construcciones eran muy sencillas y se diría que eran típicamente castellanas, aunque, dentro de su austeridad, algunas exhibían magníficas portadas de cantería, distinguiendo con ello a la familia que habitaba la casa, pues la piedra era un material escaso y muy caro en la isla. La fábrica de las abundantes iglesias, en cambio, solía ser rica; como la de La Concepción, magnífica en sus estructuras y en los materiales empleados, o la de la torre del templo de Nuestra Señora de los Remedios, recientemente mandada construir por el obispo don Antonio Carrionero y cuyas obras aún no estaban concluidas.
En definitiva, La Laguna resultaba bien diferente al convulsivo núcleo portuario de Santa Cruz; era una ciudad más calmada, más ordenada y limpia, donde en cada esquina, en cada calle, podían encontrarse iglesias, conventos, ermitas, capillas de cruces, calvarios… que creaban un ambiente espiritual y marcadamente religioso.
Por esta razón principalmente, los jesuitas vinieron a hospedarse al convento de San Agustín, en San Cristóbal de La Laguna, cuando supieron que la flota permanecería en la isla al menos una semana, pues tanto tiempo en el puerto no era muy aconsejable para un grupo de clérigos ambulantes. Además, era aquí donde debían encontrarse con la persona que había de protegerles al llegar al Paraguay: el capitán de los tercios Alonso Monroy. El gobernador Manuel de Frías les indicó en Sevilla que fueran a la ciudad de La Laguna nada más llegar a Tenerife, y que preguntasen por la casa de don Claudio Grimón, el regidor, pues era allí donde el capitán Monroy acudiría para entrevistarse con ellos obedeciendo a la orden que el propio gobernador le daba en una carta.
El prior de los padres agustinos comunicó al regidor que los jesuitas estaban alojados en su convento y que quedaban esperando a ser avisados cuando el militar llegase.
El sábado por la mañana Enrique Madrigal estaba tranquilamente leyendo sentado en un banco del claustro, cuando vio venir hacia él a un fraile acompañado por un joven soldado.
—Padre Madrigal —le dijo el fraile—, este soldado viene preguntando por vuestra caridad.
Enrique se puso en pie por cortesía. Se fijó en el joven soldado: era un robusto muchacho, cuya cabeza apenas le llegaba a él al pecho, y que alzaba su mirada desde unos ojos castaños grandes e inteligentes.
—Sirvo como paje a mi señor el capitán don Alonso Monroy —explicó el joven soldado con acento sureño—, el cual me envía decirle a vuestra paternidad que se encuentra alojado en la casa del señor corregidor, para lo que gustéis mandar de su persona.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó Enrique—. ¡Por fin ha llegado el capitán!
—Si desea vuestra paternidad ir ahora a la casa del corregidor —añadió el soldado—, yo mismo puedo acompañarle.
—Claro, claro, muchacho —asintió Enrique—. Voy a avisar a mis compañeros y enseguida partimos.
Los padres Ortega y Virossi estuvieron pronto listos y un rato después iban los tres jesuitas y el joven por la calle, en dirección a la casa del corregidor.
Por el camino, mientras discurrían por la larga calle de Santo Domingo, Enrique y el soldado trabaron conversación, pues iban algo adelantados.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —le preguntó el jesuita.
—Tomás de Llera, para servir a Dios, al Rey y a vuestra paternidad.
—¿Eres andaluz?
—No, padre, de Zafra soy.
—¡Anda, eres extremeño, como yo! Enrique Madrigal me llamo y soy de Trujillo.
—Bien hermoso es Trujillo —dijo sonriente Tomás.
—¿Lo conoces?
—Sí, padre; estuve allí de pernocta cuando iba camino de Madrid para alistarme a los tercios.
—Padre Ortega —se volvió Enrique hacia su compañero—, este joven soldado es de Zafra.
—Humm… —exclamó el padre Ortega—. ¡Buen pueblo tienes, muchacho!
—Ya lo creo —asintió Tomás, orgulloso.
Mientras caminaban, Tomás miraba de soslayo a Enrique. Le resultaba simpático aquel jesuita esbelto de barba y cabellos rubios que le sonreía amigablemente. Pero no olvidaba las palabras que había escuchado una y otra vez de boca del sargento Manuel Prieto: «De los jesuitas no hay que fiarse; mala ralea es la de esos curas». El propio sargento le había encargado que procurase estar atento a todo lo que el capitán Monroy hablase con las personas con las que se diera cita en la isla, especialmente si eran jesuitas. Así que el joven veía llegada su oportunidad de espiar al capitán.
—¿Ha mucho que eres soldado, Tomás? —le preguntó Enrique.
—Tres meses en el tercio hago mañana.
—¡Vaya, muchacho! Pues buena carrera llevas, si en tan poco tiempo eres paje de un capitán.
—No me quejo.
Estando en esta conversación, llegaron a la Plaza del Adelantado, que a esa hora de la mañana estaba convertida en un mercado bullicioso y lleno de colorido. La cruzaron y Tomás se detuvo frente a un gran palacio donde anunció:
—Hemos llegado, padres; ésta es la casa del corregidor.
Un lacayo les abrió la puerta y les condujo por un patio rebosante de plantas hasta las dependencias interiores, donde les pidió que aguardasen en un recibidor adornado con objetos de cobre. Allí los tres jesuitas y Tomás se sentaron y permanecieron en silencio.
Tomás se fijó ahora en los padres Virossi y Ortega. Ambos parecían ser la antítesis el uno del otro. El italiano era delgado, pálido y de ademanes delicados; el segundo, en cambio, era corpulento, sonrosado y de gestos bruscos. Viendo allí a los tres jesuitas sentados frente a él, el joven se preguntaba dónde guardarían aquellos curas las artes ladinas y las agudas argucias que el sargento Prieto aseguraba que poseían todos los miembros de la Compañía. En principio, decidió que mientras estuvieran ellos presentes jugaría a hacerse el inocentón.
—Pueden pasar al salón, padres —anunció el lacayo—; el capitán don Alonso Monroy les espera.
Cuando los jesuitas entraron, el capitán Monroy los recibió de pie, con un rosario en la mano. Se fue hacia ellos y se inclinó reverentemente.
—Padres, ¡qué gran honor para mí! —manifestó mientras les besaba las manos—. Estaba deseando conocerles. El gobernador del Guairá me envió una carta con los nombres de vuestras paternidades.
—Y nosotros a vuestra merced —respondió Enrique—. Don Manuel de Frías nos habló mucho y muy bien de vuestra merced, señor capitán.
—¡Ah, Frías! —exclamó Monroy—. ¡Qué gran hombre! Todo lo que él les haya podido decir de mí no tiene valor, puesto que me aprecia mucho; aunque no tanto como yo a él.
Dicho esto, el capitán les indicó a los jesuitas que se sentaran en unos sillones que había al fondo del salón, frente a un gran balcón por donde entraba la luz a raudales. Cuando se hubieron acomodado, el lacayo trajo unos platos con pedazos de frutas y una jarra llena con limonada fresca. Mientras compartían este refrigerio, Enrique se detuvo un momento observando discretamente a Alonso Monroy: se fijó en su buen porte y en su señorial presencia, aunque le sorprendió que aquel militar fuera ya un hombre de edad avanzada, un anciano casi. Se había imaginado que quien debía protegerles a su llegada al Paraguay sería alguien más joven. Pero finalmente concluyó que era mejor así, puesto que un maduro y experimentado capitán, tan religioso como demostraba ser Monroy, les resultaría más seguro.
—Don Manuel de Frías le envía muchos saludos —le comunicó Enrique—. Ya le hubiera gustado a él que todos hiciéramos este viaje juntos.
—¡Qué lástima! —se lamentó Monroy—. Todavía no comprendo qué ha podido suceder. ¡Con lo bien que estaba resultando todo! Hernandarias propuso en sus cartas enviadas al Rey a don Manuel como gobernador; hubo sus más y sus menos… Parecía que el Consejo no estaba por la labor… Y finalmente, ¡el nombramiento! Frías gobernador del Paraguay. Después de Hernandarias, desde luego, no podía haber alguien más indicado. Don Manuel de Frías es honesto, fiel, desinteresado, temeroso de Dios… ¡A quién puede molestar un hombre así!
—Humm… —comentó el padre Ortega—. ¿A quién? A los cazadores de indios, naturalmente.
—¡Y cómo tiene esa mala gente tanta influencia! —se exaspero Monroy—. Ya que estaba nombrado Frías y que parecía que por fin iban a ser las cosas como Dios manda…
—El dinero, señor capitán —observó Enrique—. El dinero puede mucho.
—Puede mucho, pero no todo —repuso Monroy—. ¡Dios puede más!
—Sí —asintió Enrique—, pero mientras estemos en este mundo, los hombres debemos luchar contra el mal y el egoísmo que pugnan contra la voluntad de Dios. Incluso en el seno de la Iglesia, esos intereses y esos afanes de ganancia están presentes.
—¡Ah, padres, eso me causa mayor dolor! —exclamó el capitán—. No quiero yo ensuciar el nombre de la santísima Iglesia, nuestra madre, pero… ¡hay por ahí algunos pastores que…! En fin, me callaré por no pecar.
—No, no, no —replicó Enrique—. Hay que denunciar. Cristo denunciaba la hipocresía, la falsedad y la mentira de los hombres de su tiempo que se presentaban como «religiosos».
—Muchos de ésos hay en las Indias, padres —declaró Monroy—. Uno no pierde la fe porque Dios no quiere… Porque hay muchos pastores en las Indias con mujeres e hijos, dados a la bebida, al juego, a las ganancias… Ya verán vuestras paternidades, ya. Eso siento, pues al verles tan jóvenes y tan entregados, temo que se escandalicen al llegar allí y pierdan esas ganas de evangelizar y ese celo que les mueve.
—No tenga cuidado, signor capitano —le dijo sonriente el padre Virossi—. Sabemos muy bien a lo que vamos.
—Dios le oiga, padre —rezó Monroy.
—Bien, vayamos al grano —propuso Enrique—. Estamos aquí precisamente porque el gobernador no pudo embarcarse a última hora. No sabemos qué oscuras intrigas consiguieron que el Consejo de Indias frenara su orden de embarque. El caso es que don Manuel vino a vernos y nos advirtió encarecidamente que pusiéramos sumo cuidado en el embarque y nos aconsejó que nos confiáramos sólo a vuestra merced y a nadie más, pues hay por ahí ojos que nos miran mal a los jesuitas.
Tomás, mientras se desenvolvía la conversación, permanecía de pie algo retirado, mirando por una de las ventanas, como si estuviera ajeno a lo que se decía. Pero tenía todos sus sentidos puestos en lo que los jesuitas y el capitán hablaban, cuidando especialmente de retener los nombres que escuchaba.
—¡Cuánta razón tiene ese buen hombre! —exclamó Monroy—. ¡Qué bien sabe don Manuel de Frías lo que se cuece en el Paraguay! Pues, ciertamente, padres, son muchos los enemigos que tiene la Compañía de Jesús en las Indias. Y todo por lo mismo: porque vuestras paternidades han tomado como propia la causa de los naturales, que tan oprimidos y lacerados han sido por los españoles y portugueses. Pero no se apuren, padres, que para eso estamos aquí los que no tenemos otro oficio que velar para que se haga justicia y se cumplan las nuevas leyes dadas por Su Majestad. Manque les pese a muchos. Cuenten conmigo y con mis hombres en todo.
—Gracias, muchas gracias, señor capitán —le agradeció el padre Ortega en nombre de los tres—. Dios se lo pagará. Ya nos aseguró el gobernador que vuestra merced velaría por nos. Y nos dio una carta donde se especifican algunas cosas de importancia. ¿Verdad, padre Madrigal?
—Efectivamente —confirmó Enrique. Introdujo la mano en el bolsillo interior de la sotana y extrajo el sobre que contenía la misiva dada por Frías en el puerto de Sevilla—. Aquí tiene vuestra merced la carta. En ella el gobernador os expresa cuáles son sus temores y sus sospechas y el cuidado que se ha de poner especialmente al llegar al Brasil.
—Dadme la carta —rogó Monroy—, que la leeré ahora mismo delante de vuestras paternidades y juntos decidiremos qué será lo más adecuado.
Circunspecto, Alonso Monroy extrajo el papel del sobre de vitela y comenzó a leer la misiva en silencio. A medida que avanzaba en la lectura, sus ojos se abrían en señal de asombro y de vez en cuando exclamaba como muy sorprendido:
—¡Cielos! ¡Jesús! ¡Pero qué dice aquí Frías! ¡Dios Bendito!
Los jesuitas comprobaban absortos la sorpresa y el pasmo que aquella carta provocaba en el capitán y esperaban con impaciencia a que concluyera la lectura para que les explicara la causa de su estupor.
Y Tomás, disimuladamente, se había aproximado a ellos para no perder ni un detalle de cuanto se dijera.
—Padres —dijo al fin con gravedad Monroy, arrugando el papel al apretar el puño con un gesto algo furioso—, el gobernador me comunica aquí cosas gravísimas. Veo que hay más peligro de lo que suponía.
—Nos tiene en ascuas, capitán —suplicó Enrique—. Hable vuestra merced y no le duela causarnos temores. Estamos preparados para todo.
—Si no fuera porque confío plenamente en la bondad de Manuel de Frías y que le conozco hace tiempo —aseguró Monroy sobrecogido—, pensaría que ha perdido el juicio o que está demasiado obsesionado. Aquí hay palabras duras… Pero que muy duras…
—¡Hable, capitán! —insistió Enrique.
—Parle, parle… —secundó Virossi.
—El gobernador sospecha de mis hombres —reveló finalmente Monroy—. Me asegura en la carta que algunos de mis oficiales están involucrados en la conspiración que don Luis Céspedes de Xeria trama contra él.
—Eso ya lo sabíamos nosotros —le dijo el padre Ortega—. Nos advirtió que nos cuidáramos especialmente de un tal… Manuel Prieto, sargento de los tercios.
Al escuchar ese nombre, Tomás se sobresaltó. El corazón comenzó a latirle frenéticamente. Se dio cuenta de que estaba asistiendo a una conversación crucial y se entusiasmó al pensar en lo agradecido que le estaría Manuel Prieto al llevarle la información.
—Eso es lo que dice la carta —afirmó Monroy—. Pero resulta que es algo muy raro, puesto que conozco al sargento Prieto desde hace muchos años y puedo asegurar que es uno de mis mejores hombres. Me cuesta creer que sea capaz de traicionarme conspirando con el siniestro Céspedes de Xeria.
—Si Frías lo dice… —repuso Enrique—. El gobernador no mentiría en algo así.
—Pues eso es lo que más me sorprende —observó circunspecto el capitán—. Porque Manuel de Frías nunca se aventuraría a hacer tal acusación sin estar muy seguro. ¿No les dijo a vuestras mercedes en qué se basaba para sospechar tan gravemente de Prieto?
—No —negó Enrique—. Se reservó el porqué. Sólo dijo que nos cuidáramos de ese Manuel Prieto y de un portugués llamado don Bento.
—¿Bento? —dijo pensativo Monroy acariciándose la barba—. No me suena de nada ese nombre.
—Pues eso dijo —añadió Enrique—. Y estaba Frías muy seguro de sus afirmaciones. Le preocupaba sobre todo que don Luis Céspedes de Xeria, ese tal don Bento y Prieto pudieran tener preparada una maniobra sucia.
—Estoy perplejo, padres —dijo con el rostro ensombrecido Monroy—. No me esperaba esto. Suponía que los enemigos de la causa de Frías estaban en el Brasil. Nunca pensé que entre mis hombres pudiera haber partidarios de Céspedes de Xeria. Es todo tan raro…
—¿Y qué piensa hacer vuestra merced? —le preguntó Enrique.
—No lo sé, la verdad —contestó meneando la cabeza el capitán—. En principio, creo que lo más oportuno es no alborotar demasiado. No termino de ver claro que mis hombres anden metidos en intrigas. Los observaré. Sí, eso haré, estaré muy atento a sus movimientos. De todas maneras, durante el viaje poco podrán perjudicar. Cuando lleguemos a las Indias veré la manera de saber qué hay de cierto en las sospechas de Manuel de Frías.
—Es una buena solución —observó Enrique—. Si don Luis Céspedes de Xeria es el verdadero peligro, y se ha quedado en Lisboa, de poco le pueden servir las intrigas. Confiemos en que el Consejo dé pronto el permiso a don Manuel de Frías para embarcarse y, una vez en el Guairá, él sabrá hacer lo más conveniente. Para eso es el gobernador.
—Muy bien dicho, padre —sentenció Monroy—. Doctores tiene la Iglesia.
—Y confitemo in Dío —añadió Virossi.
—Eso, eso es lo más importante —afirmó el capitán—. Hay que rezar.
—Rezaremos, don Alonso —prometió el padre Ortega poniéndose de pie.
Todos se levantaron de sus asientos y se hicieron las despedidas.
—¿En qué nave viajan vuestras paternidades? —preguntó finalmente Monroy.
—En la Santa Eulalia —le respondió Enrique—. Es uno de los navíos de permisión que Frías consiguió de la Corona.
—Pues muy bien —dijo el capitán—. Yo navego en el São Vicente, galeón portugués, para lo que necesiten de mí. El próximo martes parte la flota; si no nos vemos en el puerto, ya en Brasil volveremos a encontrarnos. Que Dios les acompañe, padres.
—Hasta entonces, señor capitán —se despidieron los jesuitas—. Buen viaje. Que Dios ampare a vuestra merced.
—Tomás, muchacho, acompaña a los padres —ordenó Monroy.
El joven ayudante les mostró a los jesuitas la salida. Una vez en la puerta, Enrique le dijo con cariño:
—Bueno, Tomás, que Dios cuide también de ti. Y que se cumplan tus sueños en las Indias.
—Y que lo vea vuestra merced —contestó Tomás.
El joven vio como los jesuitas se perdían por entre el gentío que abarrotaba la Plaza del Adelantado a esa hora, andando apresuradamente, como tres negras manchas, a causa de sus oscuras ropas talares, atravesando el colorido ambiente del mercado, donde resplandecían las orondas calabazas amarillas, las frutas lustrosas, las flores, las telas multicolor…
Cuando desaparecieron, Tomás casi dio un brinco de alegría. Deseaba contarle cuanto antes a Manuel Prieto todo lo que había escuchado, pero tendría que aguantarse las ganas hasta el martes día 6 que era cuando se desplazarían hasta el puerto de Santa Cruz para embarcarse. Entonces, en el galeón, buscaría la manera de avisar a Sánchez de que tenía noticias frescas.