Santa Cruz de Tenerife, 1 de julio de 1618
La flota portuguesa apareció en el horizonte por la mañana temprano. La noticia de su llegada sacó de la cama a los isleños que descansaban después del intenso ajetreo que había supuesto el atraque de los galeones españoles. De nuevo empezó el ir y venir en el puerto e idénticas operaciones que dos días antes: acarrear agua, carne fresca, verduras, fruta y provisiones para ofrecérselas a los barcos que habían de repostar necesariamente; y de nuevo los centenares de esquifes se echaron al mar para traer a los pasajeros y tripulaciones de los barcos. Si ya la vista de una sola de las flotas resultaba imponente por la cantidad de navíos, la presencia de las dos formaciones convertían el litoral tinerfeño en un bosque de arboladuras que suponía un verdadero espectáculo.
Primeramente desembarcó el personal civil, los viajeros y los comerciantes y con ellos numerosos eclesiásticos. Después las tripulaciones de los barcos que no eran militares y las autoridades que iban a las Indias a posesionarse de sus cargos. Por último, según las órdenes de los altos mandos de la flota, la infantería y toda la soldadesca. Se veían caer los botes desde los costados de los navíos repletos de hombres vociferantes, bulliciosos, que llegaban al puerto y a las playas formando un verdadero ejército que se desparramaba en todas direcciones ávido de comilonas y borracheras, lujurioso y pendenciero.
Entre aquéllos que llegaban a tierra iba Tomás, acompañando al capitán Monroy, a cuyo servicio había entrado como paje, siguiendo las indicaciones del sargento Prieto, desde el día antes de la partida de la flota portuguesa del puerto de Lisboa. La barca que les transportaba se acercó, dejando una estela plateada en el agua, hasta el malecón del muelle. Inmediatamente, el joven se ocupó con solicitud de que los lacayos descargasen el equipaje del capitán, al cual tendió la mano para ayudarle a descender. Desembarcaron tras él los cuatro soldados que le custodiaban y el alférez Santiago Ramos, que era su brazo derecho.
Cruzaron el puerto y subieron a un carromato que los condujo hacia Santa Cruz, donde se instalaron en la mejor posada.
—Bueno, muchacho —le dijo Monroy nada más llegar a la alcoba—. Ahora, mientras yo me doy un baño, ve a ver si se puede oír misa por aquí cerca. Lo primero es lo primero.
Tomás cumplió la orden velozmente. Localizó una iglesia cercana y a un sacerdote dispuesto a decir misa. Poco después, el capitán asistía devotamente a la celebración, y su ayudante y criados también, obligatoriamente.
Terminada la misa, Monroy se fue hacia el párroco y le dijo:
—Ande, confiéseme y después confiese también a mi gente.
El capitán estuvo casi media hora en el confesionario, por donde pasaron luego, uno por uno, el alférez, los soldados, el ayudante y los cuatro criados. Era ésta una obligación ineludible que tenía que cumplir cualquiera que estuviera al servicio de don Alonso Monroy. Ya en Lisboa, antes del embarco, había obligado a todos sus hombres a confesar y comulgar, y durante el viaje exigía que en el navío todo el mundo asistiera a los oficios religiosos. «Estas empresas hay que hacerlas en gracia de Dios», solía repetir.
Cuando el último de los miembros del séquito se hubo confesado, Monroy, en la misma puerta del templo, les entregó el sueldo y los despidió con estas palabras:
—Andad, id por ahí a divertiros y a comer de todo aquello que escasea a bordo. Pero con templanza y mesura. Nada de borracheras, ni desenfrenos, ni gula, ni mucho menos lujuria…
No pequéis, hijos, no pequéis; que en estos lugares de paso el ánima peligra.
Los soldados y los criados se marcharon cada uno por su lado y el capitán se fue a visitar a unos conocidos suyos que vivían en el barrio noble.
—¿Nos damos un garbeo por ahí? —le propuso el alférez Ramos a Tomás.
Asintió Tomás muy conforme y ambos tomaron la dirección del puerto, donde se concentraba la mayor parte del gentío que aprovechaba la escala en las islas para darse grandes comilonas, frecuentar las tabernas y hacer negocios o conocer personas que después habían de serles útiles a la llegada a las Indias.
El alférez Ramos era un hombre reservado, menudo también de estatura, aunque algo más alto que Tomás. Tenía unos ojos raros que ahora parecían vivarachos, ahora melancólicos. Inicialmente podía aparentar ser religioso de costumbres y moderado en el trato, pero guardaba con sumo secreto una doble vida que de ninguna manera quería que fuese conocida por Monroy. Así que delante del capitán cuidaba mucho las formas, seguía a su jefe la corriente en todo y fingía una sensibilidad y templanza que nada tenían que ver con las intenciones que ocultaba. Era pues un hipócrita redomado cuyos verdaderos sentimientos y cualidades fue descubriendo Tomás poco a poco.
Mientras iban de camino hacia el puerto, ya empezó a desvelar Ramos actitudes distintas a las que había manifestado durante el viaje. Si al lado del capitán era un hombre rezador y mesurado, ahora se soltó y hablaba de mujeres con una avidez dibujada en el rostro que causaba sorpresa.
—Aquí hay que joder, Llera —le decía a Tomás—. En estos sitios de paso se jode que es un gusto. ¡Uf!, si supieras cómo jodí aquí en el último viaje…
Al escucharle decir esas cosas con tal desenfreno, Tomás no salía de su asombro. Le parecía mentira que el Ramos recatado con el que había compartido viaje desde Lisboa pudiera manifestarse ahora de esa manera.
—Iremos primero a una taberna que hay frente al muelle —proponía el alférez—, y luego, una vez comidos y bebidos, a una casa que conozco bien; la de Julia la Aguardentera.
Pronto estaban inmersos en el ambiente bullicioso de una gran taberna del puerto, donde marineros, soldados y mercaderes se daban a los asados de carne y al vino en un amplio patio en el que apenas quedaba espacio libre. En el centro, una robusta palmera crecía más alta que los tejados, y en las sobrias galerías sostenidas por recias maderas se distribuían las mesas abarrotadas de comensales que hablaban a voz en cuello. El olor de las parrillas se confundía con los aromas picantes de las salsas, y con el vaho cargado de humedad y de emanaciones alcohólicas de las pipas de vino y aguardiente que se amontonaban por doquier.
Mientras aguardaban a que se desocupara alguna mesa, Tomás descubrió a lo lejos al sargento Prieto y al cabo Sánchez, que estaban al fondo del patio, junto a otros soldados del tercio. Debido a su escasa altura, tuvo que dar algunos saltitos para sacar la cabeza por encima del gentío esperando que le vieran. Finalmente, Sánchez se dio cuenta y enseguida le hizo una señal con la mano, que Tomás interpretó como una indicación de que saliera a la calle.
—Voy a evacuar a la calle —le dijo Tomás a Ramos para justificar su salida.
—Ve —contestó el alférez—. Yo me quedaré aquí por si se desocupa aquella mesa de allí, que parece que andan pagando al mesonero.
Fuera de la taberna, Tomás se encontró con Sánchez, el cual le preguntó inmediatamente por el capitán Monroy A lo que Tomás le respondió:
—Ha ido a ver a unos conocidos, según dijo.
—Pero… ¡Cómo le has perdido de vista, estúpido! —rugió el cabo.
—Nos llevó a misa y luego nos despidió…
—¡Haberle seguido, carajo!
—No podía —se justificó Tomás—. ¿No ves que me propuso Ramos venir al puerto? No podía sacarme a Ramos de encima.
—Bueno, bueno —otorgó Sánchez—. Pero mira de no separarte mañana ni un momento del capitán. Ya sabes, Prieto debe enterarse de con quién se trata aquí, sobre todo si es con gente de la que ha venido con la flota española.
—Descuida. Dile a Prieto que confíe en mí, que lo tengo todo controlado.
—Eso espero. Anda, vuelve dentro, no te eche en falta el zorro de Ramos. Y, a propósito, cuidado con Ramos, ¿eh? Si ése llega a sospechar algo se puede echar todo a perder.
—No te preocupes —dijo Tomás muy seguro—. Me hago el tonto. Ramos se cree que soy un pazguato inocentón.
—Así me gusta, que se siga creyendo eso. Y tú, pega el oído todo lo que puedas. ¡Anda, vuelve adentro!
Pasado un buen rato, cuando habían dado cuenta de un guiso de pollo en la mesa que por fin consiguieron en un rincón, Ramos propuso muy animoso:
—¡Hala, bebamos otra jarrita de vino!
—¿Otra? —exclamó Tomás, pues ya llevaban dos.
—¡Claro, hombre! Para ir a lo de la Aguardentera hay que perder la vergüenza, que allí las mozas son muy descaradas.
Mientras apuraban esta tercera jarra, Tomás vio la ocasión de lo más oportuna para sonsacarle al alférez. Astutamente, comentó:
—Alférez Ramos, me causa cierta preocupación haber dejado solo al capitán.
—¡Qué va, hombre! —exclamó Ramos—. Monroy sabe cuidarse. Además, ya sabes, él sólo disfruta con sus rezos y sus misas.
—Sí, pero dijo que iba a visitar a unos conocidos… ¿Quiénes son esos conocidos? ¿Lo sabe vuaced?
Ramos se encogió de hombros. Llenó el vaso, bebió un trago y observó:
—¡Qué sé yo! Serán curas o frailes. Monroy anda siempre entre clérigos. Si no fuera porque tiene mujer y once hijos en el Paraguay, seguramente se habría ido a un convento… ¡Ja, ja, ja…! —rio divertido—. ¿Te lo imaginas de frailón?
—¡Ja, ja, ja…! —rio Tomás—. Entonces… entonces… ¿Dices que habrá ido a ver a unos curas?
—Supongo. Según tengo entendido, debía verse con unos jesuitas aquí en Santa Cruz. Pero… ¿qué nos importa ahora lo que haga el beaturrón de Monroy? ¡Anda, apuremos la jarra y vayamos a lo de la Aguardentera!
El establecimiento de Julia la Aguardentera no estaba muy lejos de allí. Sus puertas se abrían a una sucia plazuela en la que los borrachos desbarraban con sus voces cascadas en disparatadas conversaciones o yacían ya por el suelo, derrotados por la bebida. El penetrante olor del aguardiente impregnaba el aire.
Atravesaron un corralón donde hervían los alambiques destilando los alcoholes que tan apreciados eran. Un destartalado letrero lucía semidesprendido anunciando:
JULIA VILLALÓN. AGUARDIENTES.
En un pequeño mostrador, al fondo, una mujerona rubia y de piel sonrosada despachaba vasos del potente caldo a quienes los solicitasen al precio de diez maravedíes. A su alrededor se arremolinaban rudos soldados, cargadores y marinos que bromeaban con ella animadamente.
El alférez Ramos avanzó, dio con la palma de su mano en el mostrador y pidió con resolución:
—Julia, hermosa, ponme dos vasos.
—¡Ramos, mi amor! —exclamó ella abriendo sus chispeantes ojos verdes—. ¡Cuánto tiempo!
—Diez meses, querida —precisó él.
—Anda, criatura —dijo Julia, zalamera—, bébete el aguardiente y pasa ahí dentro, que las niñas te echan de menos.
Ramos apuró de un trago el vaso, carraspeó, sacó pecho, se ajustó la cintura del calzón en actitud chulesca y sentenció:
—Que se preparen esas mozas.
Tomás no salía de su asombro ante la soltura y el descaro que manifestaba Ramos. Avanzó él también, cogió su vaso y se echó al coleto el transparente líquido que nunca antes había probado siquiera, emulando el gesto de su compañero. Cuando el aguardiente pasó por su garganta le abrasó. Después sintió el fuego en la boca de su estómago, igual que si se hubiera tragado una brasa.
—¡Ay, madre! —se quejó con un hilo de voz, y al momento comenzó a toser.
—¡Ja, ja, ja…! —se carcajeó Ramos.
—¡Angelito de Dios! —exclamó Julia ufana—. ¡Que el aguardiente de esta casa no es para crios!
—¡Señora, tengo diecisiete! —protestó Tomás, rehaciéndose—. Lo que pasa es que se me ha ido por mal sitio.
—¡Andando, muchacho! —Le dio una palmada en la espalda Ramos—. ¡A por las mozas!
Pasaron a una amplia estancia en penumbra donde los alcanzó un denso olor a perfumes mezclados. Cuando sus ojos se hicieron a la escasa luz de los candiles, vieron a varias decenas de mujeres venir hacia ellos. Eran todas jóvenes y lozanas; las había morenas, rubias, pelirrojas, negras de piel, cobrizas, indias, mulatas, zambas… Exhibían amplios escotes y se remangaban las coloridas faldas mostrando las piernas o se contoneaban, daban vueltas para lucir el trasero o enseñaban el vientre sin recato alguno.
Tomás, atónito, sintió que muchas manos le acariciaban y pronto se vio conducido hacia el fondo de la estancia. Entonces entró Julia la Aguardentera, palmeó y ordenó con voz chillona:
—Tú, Visi, con Ramos, y tú, Baldomera, con el mozo. Las demás al patio, que hay mucho soldado ahí afuera aguardando a que les animen.
Santa Cruz de Tenerife, 2 de julio de 1618
Antes de que amaneciera, el capitán Monroy fue a despertar a los hombres que estaban a su servicio para ir a misa de alba. Irrumpió en la alcoba donde dormían Ramos y Tomás con un candil en la mano, vestido con su largo camisón blanco y los zarandeó:
—¡Pero bueno! ¿Qué pasa hoy que nadie se levanta para ir a la misa?
Tomás abrió los ojos y se sobresaltó al ver la figura resplandeciente de su superior frente a él, como una aparición. El joven tenía la boca seca y nada más despertar sintió un agudo dolor de cabeza. Saltó de la cama y cuando puso los pies en el suelo se tambaleó mareado. Era presa de una gran resaca a causa de la juerga del día anterior.
—Vamos, vestíos, que os espero abajo —ordenó el capitán—. ¡Aquí huele a aguardiente! ¿Es que habéis bebido ese brebaje del demonio? ¡Ay, Dios mío, qué mocedad esta! ¡Vamos, en pie y a misa, a expurgar los pecados!
Ramos abrió un ojo, miró en derredor y se cubrió la cabeza con la manta. Tosió un par de veces y dijo con voz casi inaudible:
—No puedo… Estoy enfermo… Muy enfermo.
—¡Abajo os espero! —decía el capitán mientras descendía los peldaños de la escalera que crujían a cada paso.
Tomás cogió el jarro que había junto a la jofaina y se echó un chorro de agua por la cabeza. Su mente confusa pareció empezar a aclararse, pero el gran malestar resultado de la borrachera era muy grande. Se vistió torpemente, se calzó y se dispuso a salir, pero entonces reparó en que Ramos roncaba nuevamente.
—Ramos, Ramos —le agitó sujetándole por el hombro—, despierta, que el capitán nos espera.
—Voy… ¡Ay, qué mal cuerpo! —se quejó el alférez.
—Es a causa de ese dichoso aguardiente —observó Tomás—. Esa porquería mata. Siento un ardor aquí en el estómago.
Ramos se levantó y se fue hacia el jarro de agua. Bebió abundantemente. Se quedó pensativo y después se volvió hacia Tomás sonriendo maliciosamente.
—Qué, ¿se jode o no en Santa Cruz? —le preguntó ufano.
Tomás recordó a las mozas del local de la Julia la Aguardentera. Sonrió a su vez al alférez.
—Ya lo creo —contestó.
—Pues, hala, a confesarse —dijo Ramos—. Porque ahora Monroy nos lleva a confesar.
—¿Eh? ¿Otra vez?
—¡Bueno! No le conoces. Hay días que nos lleva a confesar por la mañana y por la tarde.
Así fue. Los ayudantes del capitán Monroy asistieron a la misa del alba y después pasaron por el confesionario obligatoriamente, como el día anterior.
Después de la misa, Monroy les comunicó que las flotas permanecerían durante cuatro días ancladas en el puerto y que la partida estaba fijada para la mañana del 6 de julio. En el tiempo que faltaba para esa fecha, el capitán debía ir a San Cristóbal de La Laguna para hacer unas gestiones. Así que les dijo a sus hombres que prepararan todo, pues partirían hacia esa ciudad inmediatamente.
Una hora después, Monroy y su séquito iban a lomos de mulas por el camino que unía el puerto de Santa Cruz con La Laguna. Aturdido aún por la resaca y el escaso tiempo de sueño, Tomás contemplaba las bellas montañas tinerfeñas, pobladas de rara y exótica vegetación, y el azul mar a lo lejos, en cuyas aguas descansaban los numerosos navíos que componían las flotas de Indias.