Mar de las Yeguas, 20 de junio de 1618
La flota partió de Sanlúcar con viento muy favorable. Al abandonar el litoral peninsular y adentrarse en el océano, Enrique Madrigal percibió ese raro encanto de lo ilimitado. Las aguas estaban teñidas de un azul grisáceo; sobre su anchura brillaban las grandes velas de los galeones, como mágicas alas que volaban hacia el infinito. En cabeza iba la Capitana, con el estandarte bien alto, izado en el palo mayor; la seguían los mercantes y los barcos de «permisión». En uno de éstos, en la Santa Eulalia, iban los jesuitas, muy atolondrados todavía por su falta de costumbre. Cerrando la formación, con sus insignias reales y militares izadas en el mástil de popa, navegaba la Almiranta. Los restantes buques de guerra custodiaban a los mercantes a barlovento, para aproximarse en caso de ataque lo más rápidamente posible y salvar la carga.
A pesar de los vientos a favor, la flota navegaba lenta, pues las bodegas iban repletas. Esta primera parte de la singladura, por el llamado Mar de las Yeguas, debía concluir en las Canarias. La distancia, según decían, se cubría en diez o doce días. Un barco ligero podía hacerla en solitario en menos de una semana si las condiciones eran buenas. Pero en los viajes de la flota de las Indias había que armarse de paciencia; los navíos más pesados imponían su lentitud a los demás. Y dada la longitud de la travesía, debía llevarse mucha comida y bebida para los pasajeros, tripulantes y animales que iban a bordo, lo cual constituía un peso que alargaba aún más el viaje.
A los jesuitas les había correspondido un camarote compartido en la cubierta inferior, bajo el alcázar de popa. Había sido una deferencia del maestre de la Santa Eulalia, gracias a la intervención de don Manuel de Frías. No podían quejarse, aunque la larga travesía no resultaba muy cómoda. La mayoría de los viajeros hacían el viaje en las cubiertas, hacinados y sin intimidad alguna. Era pues de agradecer el tener un lugar donde poder descansar, separado de la tripulación y de los bártulos que se amontonaban por todas partes.
Estos primeros días de navegación se hicieron muy duros, pues a los temores inherentes, a la falta de costumbre y a la visión del mar inmenso e inquietante, se sumaron los mareos que les hacían vomitar continuamente. Pero, cuando hubieron pasado tres jornadas completas, Enrique comenzó a sentirse mejor.
A bordo las horas transcurrían sin otra distracción que la lectura o los oficios religiosos. Al principio la misma rutina de la vida de los marineros resultaba un espectáculo, pues era entretenido verlos cuidar del barco como se cuida la propia casa. Izaban las velas o las reparaban cuando era preciso, trepaban con agilidad a los palos, arreglaban, recogían y ataban cabos hábilmente, remendaban redes, fregaban las cubiertas y revisaban los aparejos o hacían reparaciones donde fuera necesario. Para mantener esta constante actividad había un sistema de turnos de cuatro horas que los oficiales, marineros y grumetes conocían y respetaban a la perfección. Lo cual no evitaba que de vez en cuando se organizaran sonoras peleas en las que se escuchaban los más feroces insultos y las más escandalosas blasfemias. Entonces se aplicaban los castigos de forma severa: restricción en las raciones de comida, trabajos extras e incluso azotes que se propinaban pública e implacablemente.
El alimento se repartía dos veces al día y su composición en esta primera etapa no era mala, pues aún se conservaban las carnes, embutidos, verduras y frutas que se habían adquirido en tierra, con lo que los cocineros preparaban platos aceptables que se servían en cubierta por los pajes. Pero los más veteranos en esto de las travesías a Indias se encargaban de advertir de lo que les aguardaba más adelante, a medida que avanzaran las semanas. «Aprovéchense vuestras mercedes —decían—. Ya verán lo que han de comer: tasajos rancios y poco más. Y de beber: agua maloliente».
Durante el trayecto, Enrique se distrajo releyendo uno de los libros que había reservado para el largo trayecto, el Viaje y Derrotero de las Indias, escrito por Ulrico Schmidl, la apasionante crónica de vivida autenticidad que los historiadores jesuitas consideraban indispensable para conocer cómo se había hecho la conquista del Río de la Plata. Era éste un testimonio escrito más valioso incluso que el de Alvar Núñez, el cual Enrique había leído durante su estancia en la Casa Profesa de Sevilla.
Sin otro entretenimiento que estas lecturas, las horas transcurrían interminables, contadas una a una por el grumete encargado de dar la vuelta al reloj de arena, añadiendo la cantinela religiosa correspondiente que el muchacho entonaba con sonora voz:
Bendita la luz
y la Santa Veracruz
y el Señor de la Verdad
y la Santa Trinidad.
Bendita sea la fe,
y el Señor que nos la manda.
Bendita la hora prima
y el Señor que nos redima.
Cantado lo cual se iniciaba un Padrenuestro, un Avemaria y un Gloria que todo el mundo rezaba una vez interrumpida cualquier tarea que estuviera realizando. Y después se concluía con un saludo semejante a éste:
Dios nos dé buen viaje, buen pasaje tenga la nao, el señor capitán y maestre y vuestras mercedes, señores de proa y popa, timonel y marineros y buena compaña a todos. Amén.
Islas Canarias, 29 de junio de 1628
Aunque iba muy cargada, la Flota hizo la primera etapa del viaje en menos de diez días. El tiempo fue bueno y los vientos favorables les llevaron pronto a divisar el litoral canario. De todos los puertos naturales de Tenerife, el de Santa Cruz era el único que permitía a tan numerosa formación de navíos un acceso relativamente fácil y rápido a la ciudad principal de las islas: La Laguna. Pronto se fueron alineando los barcos, con sus velas recogidas, en la amplia rada santacruceña, bordeada por una costa baja y provista de abundantes caletas y playitas, hacia las que comenzaron a navegar cientos de botes a golpe de remo. A los muelles sólo podían acercarse los galeones principales, pues no había sitio sino para ocho o diez.
A la Santa Eulalia le correspondió echar el ancla a cierta distancia, y enseguida se aproximaron a ella decenas de esquifes desde tierra, de los cientos que se ganaban la vida pescando y aprovechando la llegada de la flota para sacarse un dinero extra transportando a los viajeros al puerto. Después de nueve días de navegación, todo el mundo a bordo estaba ansioso por echar pie a tierra, así que se formó una pelea a causa de la impaciencia de unos cuantos marineros que pretendieron saltarse el orden del desembarco. El capitán los castigó obligándoles a permanecer en el barco haciendo guardia hasta el día siguiente.
Los jesuitas subieron al bote que les correspondió e hicieron el trayecto que separaba a la Santa Eulalia del puerto, entusiasmados por poder pisar suelo firme. Las aguas estaban serenas y tardaron poco tiempo en llegar a la playa. La barca se acercó y encalló en la arena, que en aquel momento estaba llena de gente; pescadores, comerciantes y arrieros de los pueblos cercanos que venían a vender pescado, carne y verduras a los encargados de aprovisionar los navíos, y con tal motivo había un gran movimiento de ir y venir. Muy cerca del mar, atravesaron junto al resto de los viajeros los conjuntos de chozas, unas de tablas, otras de paja, donde los chicos y las mujeres secaban los peces, reparaban las redes o sencillamente observaban curiosos la llegada de tanta gente.
Allí mismo, en el poblado que había junto al puerto, el maestre dio las instrucciones oportunas:
—De la fecha y la hora de embarque no puedo decirles, pues se partirá cuando llegue la flota portuguesa. De manera que estén atentos vuestras mercedes a ver llegar a los galeones que vienen de Lisboa. Cuando aparezcan en el horizonte los barcos, háganse a la cuenta de que no ha de tardar la partida y vénganse aquí a los muelles a recibir las nuevas. Mientras no lleguen los portugueses, disfruten de tierra, que en muchos días no han de volverla a pisar. ¿Alguna pregunta?
Uno de los viajeros levantó la mano y le preguntó al capitán:
—Señor maestre, ¿cuántas jornadas hay de aquí a las Indias?
—Eso sólo Dios lo sabe —respondió el maestre de la Santa Eulalia—; que en la mar no hay fechas. Suele tardarse entre treinta y cuarenta días si los vientos nos acompañan. Así que coman vuestras mercedes carne fresca y verduras, que luego los alimentos en el navío no serán ya lozanos. Lo que se lleven vuestras mercedes puesto en el cuerpo no se lo quitará nadie. ¿Alguna otra pregunta?
Sé miraron unos a otros. Nadie quiso saber nada más.
—Pues andando, a gozar de la isla —les despidió el capitán.
Los artesanos, albañiles y demás operarios que iban con los jesuitas se separaron allí mismo de los religiosos, pero antes Enrique les aconsejó:
—Por el amor de Dios, señores, compórtense como buenos cristianos. No se olviden de que van a las misiones.
—No tenga cuidado, padre —le tranquilizó uno de ellos en nombre de los demás—; que no les dejaremos mal.
—Eso esperamos —advirtió el padre Ortega—. Al que dé el mínimo escándalo lo dejamos aquí en la isla.
El escultor Marcos Cabrera estaba eufórico, frotándose las manos de satisfacción. Había hecho un pésimo viaje, con vómitos constantes que le habían dejado aún más delgado de lo que estaba antes de embarcarse, y veía el cielo abierto al poder ir por ahí a disfrutar de las delicias de la tierra firme.
—Marcos, ¡cuidado! —le avisó especialmente Enrique—. Estás bajo nuestra custodia. A ver si lo vas a echar todo a perder. Tu libertad está condicionada a esta misión.
—¿Ahora va a desconfiar vuestra paternidad? —respondió burlonamente el joven escultor, con su marcado acento andaluz.
—Cuidado con el vino, Marcos, sólo eso te digo.
Después de estas advertencias, cada uno tomó la dirección que más le interesaba. Los jesuitas se fueron a estirar las piernas y a hacerse con provisiones y los demás miembros de la expedición, jóvenes en su mayoría, a explorar las tabernas que abundaban en las proximidades del puerto.