Lisboa, 16 de junio de 1618
Hacía un tiempo bochornoso, el cielo estaba blanquecino por el vaho y las aguas del Tejo azul grisáceas. La rua Portuense se veía polvorienta allá abajo en la zona de la ribeira, abarrotada de carros, fardos, barriles y todo tipo de enseres destinados a aparejar los navíos. Tomás Llera contemplaba desde la ventana de la Pousada das Pressas el ir y venir de los cargadores, los preparativos de los marineros y las evoluciones de las tropas de los soldados que llegaban para embarcarse. Todo el barrio de Alfama era un río de gente que transitaba por delante de las blancas fachadas, por las empinadas calles y escaleras, del puerto a las tabernas y de las tabernas al puerto. El espacio y el tiempo parecían detenidos en los suntuosos edificios, ruinosos, de lo que fue antes la mejor zona de la cidade, pero la vida seguía su curso en las pequeñas tiendas más arriba o en los grandes almacenes del tráfico comercial abajo, frente a los muelles. A pesar de ser mayoría las casas pequeñas de ladrillos o de adobe encaladas, también se veían verdaderos palacios con grandes puertas, balcones espaciados o galerías altas con arcadas en el segundo piso, muchos de ellos convertidos en negocios o en talleres con vistas al puerto. Lo viejo tenía su hermosura y su nobleza, a pesar de estar deslucido y ennegrecido por las humedades atlánticas. Sobre el laberíntico barrio, en la colina oriental, se asomaba el imponente Castelo de São Jorge desde las sólidas y altísimas murallas que coronaban la cima.
Y hacia el oeste se levantaban por encima de los más antiguos edificios las torres orgullosas de la Sé. Lisboa era fascinante a cualquier hora del día, pero a media mañana adquiría esa luz especial que la hacía resplandeciente; cuando los lisboetas se asomaban a sus puertas y los hombres de la mar comenzaban a merodear por las pequeñas tabernas.
Tomás se sentía poseído por una gran agitación. Habían sido demasiadas emociones en muy poco tiempo. Apenas hacía tres meses que dejó la casa paterna y ya estaba a punto de embarcarse para las Indias. Aunque los primeros momentos en Madrid fueron difíciles, todas sus expectativas comenzaban a cumplirse. Pertenecía ya al tercio como soldado de pleno derecho y además servía como paje a un oficial cuyo liderazgo en la compañía era manifiesto. Aunque la vida en el ejército era más complicada de lo que pensó, la posición que le había facilitado Manuel Prieto le hacía sentirse seguro. Y ahora, después del largo viaje hasta Lisboa, la confianza que su jefe tenía en él estaba fuera de dudas. Últimamente, Prieto le decía enigmáticamente: «Me vas a ser útil, muchacho, pero que muy útil».
Y el cabo Sánchez le recordaba de vez en cuando que debía mostrarse diligente e incondicionalmente servicial con el sargento, pues de ello dependía su futuro en la tropa.
Hacía ya tres días que habían llegado a Lisboa y durante todo ese tiempo Prieto y Sánchez no habían parado de hacer gestiones, mientras se iban aparejando los barcos y se aguardaba a que llegase la orden de partida. Al segundo día apareció don Bento. Desde que llegó el portugués, Prieto estuvo aún más atareado sin parar de mantener misteriosas entrevistas con extraños personajes brasileños. Entonces se le vio más inquieto y nervioso que nunca.
Esa misma mañana, muy temprano, el sargento se puso sus mejores galas y salió presuroso a proseguir sus intrigas. Pero antes le dijo a Tomás imperativamente:
—Voy a un asunto importante, muchacho. Tú aguarda aquí hasta que sean las doce del mediodía y luego ve a un mesón que llaman As Grandes Portas, que está en el Barrio Alto. Allí te encontrarás con Sánchez. Él te explicará lo que has de hacer.
Tomás pasó la mañana acodado en la ventana de la Pousada, contemplando el singular espectáculo de Lisboa desde su tímido despertar hasta la agitación del mediodía, y un rato antes de la hora acordada salió a la calle para cumplir la orden.
Anduvo por el barrio de la Alfama sin prisas, pues tenía tiempo. Se detenía de vez en cuando absorto a contemplar a las muchachas que tendían la ropa o delante de alguna tienda donde llamaran su atención los productos expuestos. Fue luego algo más aprisa por la zona de los grandes palacios hasta el pie mismo del Barrio Alto. Ascendió por las callejas en cuesta, teniendo que pegarse frecuentemente a las paredes desconchadas a causa de los carruajes que pasaban casi ocupando el angosto espacio. La pendiente era empinada y faltaba el resuello. Se detuvo en una plaza donde manaba una fuente sobre las piedras musgosas. Bebió unos tragos. El calor era sofocante. Enfrente había una hermosa iglesia.
—¡Eh, padre! —le preguntó a un clérigo que salía en ese momento—. ¿As Grandes Portas?
El sacerdote le miró fríamente, como ofendido, y siguió su camino.
El joven continuó subiendo la cuesta. El barrio era grande y complejo, por lo que en algún momento temió alejarse demasiado del lugar que le había dicho Prieto y no poder llegar a tiempo. Dos mujeres aparecieron entonces al doblar una esquina. Iban sofocadas, portando enormes cestas con alimentos.
—Señoras, ¿me hacen la merced de decirme dónde está As Grandes Portas? —les rogó Tomás.
Una de ellas, la más joven, comenzó a reírse a carcajadas. La otra, anciana, gritó incomprensibles frases en portugués muy enojada. Las dos se fueron de allí deprisa.
Pasmado, Tomás se encogió de hombros y concluyó que los portugueses eran gente extraña y antipática. Entonces, alguien le chistó desde algún sitio. Él miró a un lado y otro y descubrió a un muchacho harapiento que rebuscaba en unas basuras.
—Estás a procurar As Grandes Portas? —dijo el muchacho pordiosero—. Naum fica longe, ispañol. Um maravedí e indicote o caminho —pidió extendiendo la mano.
—Andando —estuvo de acuerdo Tomás.
Dieron muchas vueltas por la parte más elevada del barrio, hasta que llegaron a una concurrida zona donde había numerosas tabernas y un gran movimiento de gentes, caballerías y carruajes. El muchacho se detuvo y le señaló un gran mesón:
—Isso é As Grandes Portas.
Tomás le alargó la moneda. Al muchacho se le iluminó el rostro, la cogió y, antes de alejarse, advirtió muy serio:
—Cuidadu, ispañol, é un lugar perigosu. Manté os dinheirus pegadus.
El mesón tenía un gran portalón de entrada a cuyos lados se encontraban amarrados numerosos caballos a las argollas que pendían de la pared. Salían y entraban rudos hombres que parloteaban a voz en cuello, como rugiendo. Tomás entró confundido entre ellos, con gesto duro, fingiendo cierta soltura en aquel ambiente. Enseguida se encontró en un espacioso lugar abarrotado de gente, donde olía a alcohol, cuero, especias y brea. Predominaban los marineros y los soldados entre los clientes.
—¡Llera, eh, Llera! —le gritó alguien—. ¡Tomás Llera, muchacho!
Se volvió y vio venir hacia él a uno de los soldados de su compañía, un tal Villalba, de los arcabuceros, al que todos consideraban un pesado y un pegajoso. Enseguida le echó a Tomás el brazo por encima. Resultaba evidente que estaba ebrio, con una sonrisa estúpida de oreja a oreja.
—¡Llera, qué oportuno encontrarte aquí, muchacho! —decía—. ¡Vamos a beber…! ¡Mesonero, eh, mesoneiro! ¡Trae viño! ¡Ja, ja, ja, «viño»! ¡Qué te parece!: «viño». Eh, Llera, ¿tú sabes portugués? Viño, ¡ja, ja… ja…! ¿Y a las putas? ¿Cómo llaman los portugueses a las putas? ¿Putiñas? ¡Ja, ja, ja…! ¡Mesoneiro, trae viño y putiñas! ¡Ja, ja, ja! ¡Madre mía, qué risa! Puti… putiñas. ¡Ja, ja, ja…!
—Villalba, que no —le replicaba Tomás—; que no puedo pararme ahora, que vengo buscando a Sánchez.
—¿A Sánchez? ¿Sánchez aquí? —le contestó burlonamente el arcabucero con su voz de borracho y un aliento cargado de vino—. ¿Cómo va a venir aquí Sánchez? ¡Ja, ja, ja…! ¡Menudo aburrido es Sánchez! ¿Sánchez aquí? ¡Ja, ja, ja…!
—He quedado con él —explicó Tomás—. A esta hora, a mediodía.
—¡Qué carajo! ¡Que se vaya el mediofraile a la mierda! ¡Vámonos de putas, Llera! De pu… putiñas, digo. ¡Ja, ja, ja…!
Tomás intentaba zafarse de Villalba, y forcejeaba para quitarse su brazo de encima, así como su proximidad sudorosa y alcohólica, desagradable.
—¡Villalba, déjame! —le pedía—. ¡Que tengo prisa! ¡Por tus muertos!
—¡Anda, qué carajo! —insistía Villalba—. ¡Que se pudra Sánchez! Por cierto, no te sabes esa copla que dice… que dice… —comenzó a canturrear—. ¡Menuda la molinera, como la… como la…! ¡Carajo que no me acuerdo! Necesito más vino. ¡Mesoneiro, vino! ¡Vino y putiñas! «Putiñas», ¡ja, ja, ja…! Qué gracia me hace esa palabrita…
En esto se acercó un portugués grande y fuerte, que debía de ser el encargado del negocio, porque les dijo:
—¡Eh, vuses, vamus, deixen de faser barullu!
Tomás, viendo que se podían meter en un lío, tiró de Villalba tratando de sacarlo de allí.
—Vamos, Villalba, vámonos a otra parte.
Pero el arcabucero desbarraba en su borrachera:
—¡Qué carajo, no me voy! ¡Putiñas, quiero putiñas!
El portugués fortachón cogió entonces a Villalba por la pechera y le sacó a la calle a empujones, rugiéndole:
—¡Fora! ¡Cala-té já! ¡As ruas!
Y alguien tiró de Tomás fuertemente hacia atrás. El joven se echó mano a la espada dispuesto a defenderse, pero se encontró a su lado con el cabo Sánchez que le decía:
—¡Llera, soy yo! ¡Vámonos de aquí! ¡Aprisa! No podemos ahora meternos en una pelea.
—¿Y Villalba? —le replicó Tomás—. ¿Vamos a dejarle ahí, borracho como está?
—¡Deja al jodido Villalba! ¡Ese imbécil se merece que le den una paliza!
A empujones se abrieron paso entre la gente y cruzaron la gran puerta que servía de entrada al establecimiento. Mientras se alejaban de allí, Tomás se volvió y vio como los portugueses se ensañaban dando patadas a Villalba que yacía en el suelo revolcándose de dolor.
—¡No podemos dejar que le maten! —le dijo el joven al cabo.
—¡Que se joda! —exclamó Sánchez—. Es un idiota inoportuno. Nadie tiene culpa de sus borracheras y de sus estupideces. Hace tiempo que se venía mereciendo que le dieran de palos.
Corrieron calle abajo y se perdieron por el laberinto del Barrio Alto. Al final de una calleja se detuvieron delante de una taberna pequeña.
—Entremos aquí —propuso el cabo.
Se sentaron junto a una sucia mesa en un rincón, al final de la taberna. Era un lugar fresco y húmedo. Las paredes estaban completamente cubiertas de nombres, frases, poemas y ocurrencias escritas en diversos idiomas, seguramente con el carbón que los clientes sacaban de la lumbre que debía de arder en invierno bajo la chimenea que ahora estaba apagada. Sánchez comentó:
—Aquí mucha gente que viene sabe escribir, ¿te das cuenta? A Lisboa viene gente del mundo entero.
Pero Tomás seguía pensando en Villalba. Le desconcertaba aquella impasividad del cabo.
—No debimos dejarle ahí —se lamentó.
—¡Vaya por Dios! —exclamó el cabo—. Es muy importante lo que hoy vamos a hacer. ¿Íbamos a dejarlo por socorrer a ese idiota? ¡Déjalo estar!
Dicho esto, el cabo pidió comida y vino al tabernero. Les sirvieron unos pedazos de bacalao seco, pan y verduras cocidas. Comieron apresuradamente. Después bebieron un par de tragos y Sánchez fue directamente al grano. Le explicó a Tomás que en aquellos momentos el sargento Prieto se encontraba participando en una comida en el palacio de un importante noble portugués, adonde había ido para entrevistarse con don Luis Céspedes de Xeria. Era éste el nombre que tantas veces había salido en las conversaciones que Prieto mantenía con don Bento. El cabo le dijo al joven quién era ese misterioso e importante hombre:
—Es un capitán recién llegado de Chile de la Guerra Araucana contra los indios, donde obtuvo algunas victorias. Venía a España convencido de que le darían como premio una gobernación en las Indias. Su nombre al parecer se barajó para el cargo de Gobernador del Guairá, la nueva provincia creada por el Rey para el Río de la Plata. Pero después ese gobierno se lo dieron a un tal Frías, un capitán paraguayo que se interpuso y supo ganarse al Consejo de Indias. Como comprenderás, este don Luis Céspedes no está conforme y pretende a toda costa que le den lo que cree que le pertenece.
—¿Y qué tiene que ver el sargento Prieto en todo esto? —preguntó Tomás, muy intrigado.
—Pues mucho. Prieto estuvo a las órdenes de don Luis Céspedes en alguna que otra campaña. Son viejos conocidos y pretenden ayudarse mutuamente. Si Céspedes consiguiera el gobierno del Guairá, Prieto ascendería inmediatamente. ¿Comprendes?
—Comprendo. El sargento pretende ayudar a ese don Luis Céspedes por lo que le conviene —concluyó Tomás.
—Eso mismo —asintió Sánchez.
—¿Y cómo puede Prieto servir a los intereses de Céspedes? —quiso saber Tomás, pues seguía sin comprender adónde quería llegar el cabo.
—Pues intrigando, Llera, intrigando —respondió rotundo Sánchez, como llegando por fin al meollo del asunto—. Ya te habrás dado cuenta de que Manuel Prieto sólo procura sus propios intereses. Es un viejo zorro que considera que aún no ha conseguido lo que pretendía luchando en las Indias: hacerse rico.
—Comprendo —asintió Tomás, al descubrir el porqué de algunos actos de Prieto.
—Pues eso mismo. Manuel Prieto considera que ya ha hecho demasiado por la causa sin obtener los beneficios que le corresponden y no está dispuesto a que se le pase la oportunidad. Ya no es un joven, el sargento, y pretende licenciarse antes. Pero no quiere irse con una mano delante y la otra detrás. ¿Comprendes?
Nuevamente Tomás asintió, muy atento a las explicaciones de Sánchez.
—Y esta última oportunidad es don Luis Céspedes de Xeria, un militar sin escrúpulos que se mueve en las Indias como en su propia casa. ¿Comprendes?
—Comprendo. Pero lo que no termino de entender es lo que pintamos tú y yo en este asunto, pues somos insignificantes soldados al lado de gente tan principal. ¿Qué piensa pedirnos? ¿Y qué podemos sacar en claro de todo esto?
—Humm… Llera, veo que eres más despabilado aún de lo que pareces —le dijo Sánchez apretándole el antebrazo—. Escúchame con atención y contéstame a lo que voy a preguntarte. ¿Tú quieres hacer fortuna en el Paraguay?
Tomás se echó para atrás y sonrió escéptico. Respondió:
—¡Qué pregunta, Sánchez! ¿Para qué carajo estoy aquí yo? ¿Para qué he dejado mi casa de Zafra? —Y muy serio, con unos ojos brillantes de emoción, se respondió a sí mismo—. Yo voy a las Indias para regresar rico.
—Pues en eso estamos de acuerdo, muchacho —dijo el cabo con un gesto de complicidad—. Entonces, déjame que te explique lo que hay. ¿Se puede confiar en ti?
—¡Sánchez, por el amor de Dios!
—Bien, pero he de advertirte que si revelas algo de lo que tiene urdido Prieto nadie responderá de tu vida. Eso lo comprendes, ¿no?
—Que sí, que sí, Sánchez, explícate de una vez —contestó impaciente Tomás.
—Mira, muchacho, lo mismo que don Luis Céspedes de Xeria ve en ese Manuel Frías a su oponente, su rival, Prieto está persuadido de que no asciende por culpa del capitán Monroy. Le fastidia que Monroy no termine de jubilarse. Considera que el capitán es el obstáculo para que él no llegue a donde aspira en el Tercio.
—Pero… ¿el capitán Monroy tiene algo en contra de Prieto?
—No, no es eso, Llera. Lo que pasa es que Monroy es un hombre muy escrupuloso; un mojigato, según Prieto. Es un militar muy religioso, que todo lo considera pecado. Y ahora anda constantemente en conversaciones con los jesuitas que lo tienen persuadido de que hay que defender a los indios y todo eso. Lo mismo que ese tal Manuel Frías, el nuevo gobernador. Y, claro, estando en ésas, las cosas ya no son como antes, que se andaba con menos miramientos y los beneficios eran mayores. ¿Comprendes?
Tomás asintió con la cabeza por enésima vez a la muletilla del cabo.
—Y aquí intervenimos nosotros —prosiguió Sánchez—. Resulta que Prieto no se fía ni de su sombra. Quiere hacerse un grupo de colaboradores a su manera, que esté bien seguro de que no han de traicionarle. ¿Comprendes? Y ésos somos tú y yo. Es mi oportunidad, Llera, llevo ganándome a Prieto años… Y tú has llegado y le has caído en gracia en dos meses. ¡Lo tienes en el puño! ¿Comprendes?
—Pero, por Dios, Sánchez, dime de una vez qué he de hacer —se impacientaba Tomás.
—Hoy te va a pedir que entres al servicio de Monroy una vez que nos embarquemos; como su paje, ¿comprendes?
—¿Yo? ¿Al servicio del capitán? —exclamó Tomás estupefacto.
—Claro, hombre, claro. ¿No te das cuenta? Si has sabido caerle tan simpático a Prieto, ¡cómo no te vas a meter en el puño a Monroy, que es un santurrón!
—Pero… ¿por qué? ¿Qué he de hacer una vez que…?
—¡Llera, diablos! —exclamó Sánchez, entre nerviosas toses—. ¡Que le espíes, carajo, que le espíes! ¿No comprendes? ¡Que te enteres de por dónde va Monroy!
Tomás enmudeció. Bajó la cabeza y se quedó pensativo.
—¡Qué diantre te pasa! —le espetó el cabo—. ¿No estás conforme? ¿Tienes miedo?
—No sé… No me figuraba que fuera algo así.
—¿Y qué te esperabas?
—Es que no está bien, eso —replicó Tomás, confuso—. No me parece que…
—¡Qué estupidez! ¡Vamos, no me vengas ahora con pamplinas! Hace un momento me decías que querías hacer fortuna. ¡A ver si te crees que se saca algo en claro con remordimientos y mojigaterías! ¡Es nuestra oportunidad!
—Es que… todo así, tan de golpe. La verdad, no me lo esperaba…
—Llera, por el amor de Dios, míralo de otra forma. Tampoco es tan sucio lo que se te pide —trataba de convencerle el cabo—. Al fin y al cabo, Monroy es un viejo que está a punto de jubilarse. Se trata únicamente de saber qué es lo que se trae entre manos con ese Frías y los jesuitas.
Tomás seguía pensativo. Se rascaba la cabeza nervioso.
—¿Y cómo voy a pasar a ser ayudante del capitán Monroy, si apenas le conozco? —preguntó.
—¡Bah! Eso es cosa de Prieto. Lo tiene ya todo dispuesto. ¿Te decides o no? Te advierto que el sargento se sentiría muy defraudado si no le respondes ahora, cuando te necesita de verdad.
Tomás apretó los labios, cerró los puños y respondió con firmeza:
—¡Hecho! ¿Por dónde he de empezar?
—¡Bien, muchacho, así se habla! —exclamó Sánchez dándole una palmada en el hombro—. Vamos ahora mismo a encontrarnos con Prieto.
Salieron de la taberna y recorrieron todo el Barrio Alto en dirección a las calles de la parte baja. Llegaron a un caserón viejo de color gris, que ostentaba en la fachada sobre el arco de la puerta un gran escudo nobiliario. Hicieron sonar un pesado llamador de bronce y enseguida les atendió un lacayo. Dijeron quiénes eran y el criado les indicó que pasaran, que su señor les esperaba.
Fueron conducidos a un espacioso salón de cuyas paredes colgaban grandes espejos, tapices y cuadros. En el centro había una mesa alargada con los restos de un banquete, platos, copas y bandejas distribuidas sobre un lujoso mantel. Sentado a la mesa estaba, entre otros hombres, el sargento Manuel Prieto, que al verlos entrar se puso en pie y vino hacia ellos sonriente.
—¿Qué hay del asunto? —le preguntó a Sánchez en voz baja.
—Aquí está Llera, dispuesto a todo —contestó el cabo.
El sargento guiñó el ojo a Tomás, le puso la mano cariñosamente en el hombro y le dijo:
—Bien, muchacho, así me gusta. Vamos, ven conmigo, que voy a presentarte a gente principal.
Al final de la larga mesa, media docena de caballeros de aspecto distinguido estaban conversando amigablemente. Prieto se fue hacia el que ocupaba la cabecera y le dijo respetuosamente:
—Con su permiso, don Luis, éste es el joven del que le hablé a vuestra merced.
Tomás supo que aquel hombre era el famoso don Luis Céspedes de Xeria. Era un caballero esbelto, moreno, de nariz fina y bien dibujada, ojos negros, con su bigote, perilla y cabellos bastante largos y ondulados, muy brillantes a causa de algún afeite. Tenía una gran elegancia, con movimientos fáciles y estudiados. Su jubón, de buen tejido verde oscuro, estaba rematado con impecables puñetas de encaje, cuello con valona blanquísimo y adornos de seda.
—Ah, muy bien, amigo Prieto —dijo en un impecable castellano con una voz delicada, a la vez que extendía una fina mano haciendo una señal que pedía mayor proximidad.
Tomás se acercó tímidamente. Todo aquello le confundía, pues intentaba analizar la situación en la que se estaba metiendo. Don Luis le miró de arriba abajo, con una gran frialdad. Luego arrugó el hocico y dijo con impertinencia:
—Bueno, es menudo de estatura, demasiado menudo para paje de un capitán. Lo que hace falta es que Monroy trague.
—Tragará, don Luis —se apresuró a decirle Prieto—, claro que tragará. El tonto de Monroy se fía de todo el mundo.
Don Luis se estiró en su asiento y alzó una barbilla altanera hacia Tomás. Se veía que era un hombre acostumbrado a que todo el mundo actuase según sus antojos.
—Bien, muchacho —le dijo—. Estás enterado de todo, ¿no?
Tomás asintió con un gesto de la cabeza.
—Pues no te digo más —observó don Luis—. Sólo una cosa… —Su gesto ahora se hizo fiero. Enarcó una de sus finas cejas y sus enigmáticos ojos negros brillaron con un asomo de crueldad—. Si me fallas, no tendrás lugar donde esconderte, ni en las Indias, ni en las Españas, ni en el fin del mundo…
—Ya lo has oído —añadió Prieto—. Muchacho, así son las cosas… ¡Ja, ja, ja…! —le dio una palmada en la espalda—. ¡Hala! Vámonos que hemos de ultimar muchos preparativos.
Antes de salir de allí, Tomás cruzó una última mirada con don Luis Céspedes de Xeria. El misterioso caballero sonreía fríamente, hierático, mientras jugaba con un fino estilete que tenía entre los dedos.