Sevilla, 10 de junio de 1618
El nuevo gobernador del Guairá, don Manuel de Frías, estaba en Sevilla desde finales de mayo con la intención de embarcarse en la próxima salida de la flota para ir a posesionarse de su cargo. Había recibido su nombramiento con fecha de 22 de abril en virtud de la división que el Rey había hecho de la provincia del Paraguay por Real Provisión del 16 de diciembre de 1617 en la que se dispuso que el gobierno se dividiera en dos: «que el uno sea el Río de la Plata, agregándoles las ciudades de la Trinidad, puerto de Santa María de los Buenos Aires, la ciudad de Santa Fe, la ciudad de San Juan de la Vera de las Corrientes y la ciudad de la Concepción del Río Bermejo, y que el otro gobierno se intitule de Guairá, agregándole por cabeza de su gobierno la ciudad de la Asunción de Paraguay y la de Guairá (Ciudad Real), Villa Rica del Espíritu Santo y la ciudad de Santiago de Xerez».
Ya hacía tiempo que se venía pidiendo la división de la enorme provincia, demasiado extensa para ser regida por una sola mano. El viejo gobernador Hernandarias escribió al Rey expresándole la gran dificultad que encontraba para hacer cumplir la leyes y proteger a los indios en tan vasto territorio. Los jesuitas apoyaron estas peticiones, informando una y otra vez a la Corona del problema que suponían las constantes malocas organizadas por los inhumanos paulistas portugueses para capturar indios, y poniendo de manifiesto que un gobierno partido en dos facilitaría la defensa de las reducciones.
Finalmente fue enviado a Madrid el capitán Manuel de Frías como procurador general de las ciudades. Y una de las primeras gestiones que hizo ante la Corona fue pedir que se formase un gobierno aparte en el Guairá, que no podía ser dirigido desde Buenos Aires donde el gobernador había residido hasta ahora para guardar el puerto. El general de los jesuitas también escribió al Rey desde Roma suplicándole que escuchara las razones de Frías, pues sólo así cesaría el daño que hacían los portugueses del Brasil a los naturales de esa provincia capturándolos como esclavos para las plantaciones de la caña de azúcar.
Esta vez el Consejo de Indias se conmovió y pidió al Rey la Real Provisión que dispuso definitivamente que el gobierno se dividiera en dos. Se nombraron pues dos gobernadores: don Diego de Góngora, para el nuevo gobierno del Río de la Plata con sede en Buenos Aires, y don Manuel de Frías para el nuevo gobierno del Guairá con sede en Asunción. Ambos debían partir en la primera salida de la flota de Indias con destino a sus respectivas gobernaciones.
Los jesuitas estaban muy satisfechos por la manera en que finalmente se había resuelto el asunto. Don Manuel de Frías era un viejo amigo de la Compañía y les aseguraba una protección muy necesaria en aquel momento para las misiones. Por otra parte, el nuevo gobernador había conseguido de la Corona tres galeones de «permisión» para llevar mercaderías y traer productos del Paraguay, a objeto de aliviar la aflictiva situación de la provincia. Precisamente en uno de estos navíos era donde iban a viajar Enrique Madrigal y los demás jesuitas destinados a las reducciones.
Tan buena era la relación que Frías tenía con la Compañía de Jesús que durante su estancia en Sevilla vino a hospedarse en la Casa Profesa. Fue ésta una oportunidad inmejorable para que los misioneros que habían de incorporarse a las reducciones del Guairá conocieran muchas cosas acerca del territorio paraguayo y sus problemas.
Don Manuel de Frías era un hombre correcto y amable; reunía en su persona todas las gracias del buen trato: atento con todos, jovial y de un porte distinguido. Era además un hombre íntegro que creía que cada cosa tiene su nombre, y que no hay que ocultar la verdad, ni siquiera aderezarla. Esta admirable forma de ser le venía, no sólo de la bondad de su carácter, sino de quien había sido su maestro y mentor; don Hernando Arias de Saavedra, el más prestigioso gobernador que tuvo el Paraguay. De él había recibido la enseñanza, el ejemplo y la voluntad de actuar siempre desinteresadamente y a favor de los más desprotegidos, los naturales de Indias.
Con estos avales es comprensible que los jesuitas estuvieran encantados de tenerlo en su casa. Y Enrique y sus compañeros no desaprovecharon ni un solo momento para obtener informaciones y consejos que resultaban muy valiosos. De manera que, cuando disponía de algún tiempo libre de los múltiples trámites que debía hacer en la Casa de Contratación, Frías reunía en la biblioteca a los jesuitas y se ponía a su disposición para contestar a cuantas preguntas quisieran hacerle.
Delante de una carta geográfica, les iba explicando cuáles eran las principales vías de comunicación, las ciudades, los ríos, los núcleos de población india, los peligros de las selvas… También les habló del actual gobernador en funciones, Hernandarias de Saavedra, al que profesaba una especial veneración. Este importante personaje era un criollo nacido en el país, que no sólo por las tierras y encomiendas que poseía en el Paraguay y en Santafé, sino por sus talentos y sus virtudes, era el magistrado más prominente del momento, y tal era su desempeño en las funciones del gobierno, que resumiendo su larga vida y sus servicios no podía encontrarse un hombre más honrado e íntegro en los gobiernos de las Indias. Frías fue exponiendo con todo detalle cómo los primeros jesuitas llegados al Paraguay propusieron su plan a Hernandarias, el cual les ayudó consiguiendo de la Corona que se les concediera el territorio del Guairá, tan extenso como una provincia, que por estar solitario y sin más pobladores que las tribus guaraníticas perseguidas por los encomenderos y los bandeirantes, les facilitaba a los padres jesuitas la posibilidad de fundar una nueva forma de colonización y enseñanza, buscando acabar definitivamente con el bárbaro hábito de capturar indios para servir en la producción agrícola y en las minas. Para esto, se les concedió a los jesuitas (y lo autorizó después el Rey con cédulas) que nadie pudiera tocar ni echar mano de los guaraníes que se asilasen en el Guairá a vivir al amparo y bajo la enseñanza de las iglesias y colegios que fundasen los jesuitas. De modo que todos los indios que se empadronasen en la Misión y que se sometieran a esta especial jurisdicción dada por el Rey a los padres, quedaban protegidos y completamente libres de ser agarrados y esclavizados.
Cuando los jóvenes jesuitas que iban a ir al Paraguay escucharon a Frías dar orgulloso estas explicaciones, prorrumpieron en un espontáneo y emocionado aplauso. El nuevo gobernador les pidió calma con un gesto de su mano y, una vez hecho de nuevo el silencio, añadió:
—Queridos padres, éste es el gran proyecto, la gran empresa que soñamos realizar en el Guairá y, si Dios lo quiere, en el resto de las Indias, para remediar tanto mal como se ha causado a los naturales. Hasta ahora es sólo un ensayo. Son vuestras paternidades quienes deben llevar a buen término esta buena obra.
Enrique, espontáneamente, aseguró con decisión:
—Por nuestra parte, puede estar convencido vuestra excelencia de que iremos a esas misiones resueltos a dar cuanto se nos pida a nuestras pobres personas y a trabajar a favor de los indios que es lo que nos mueve mayormente.
—Eso lo sé, padre —les dijo Frías—. Pero no quedaría mi conciencia en sosiego si no les advierto de los muchos y graves peligros que vendrán a torcer ese ánimo decidido y a dar al traste con tan buenas intenciones.
—¡Claro! —asintió Enrique—. Y si esas dificultades no aparecieren será porque no es obra buena, que sólo a lo que en beneficio de la fe y de las ánimas se hace acude el demonio a sembrar cizañas.
—Eso mismo —estuvo de acuerdo el gobernador—. Pues si, como veo, están vuestras paternidades prevenidos, les daré detalles acerca de cuáles son en concreto esas cizañas en el Paraguay. Como ya les he explicado, las leyes y el mismo Rey están de nuestra parte. Nos ampara el Consejo de Indias que ha resuelto en buena hora crear esta división de provincias para poder defender mejor a los naturales. Pero eso, como es de esperar, no trae contentos a todos. Son muchos los que ven graves perjuicios a sus intereses con la división, pues temen que al cesar los servicios personales de los indios vayan al traste sus negocios y sus haciendas y, ¡amigo!, ya sabemos lo que pasa cuando a los poderosos les tocan sus dineros. Y no se crean vuestras paternidades que todos los miembros de la Iglesia piensan como la Compañía o como el Papa, que resolvió que se actuara a favor de esas criaturas, los indios, que tanto han sido ultrajados, muchas veces en nombre de una fe que se les negaba luego. Hay muchos clérigos que se ponen de parte de los encomenderos y eso es lo que más ha de dolerles a vuestras paternidades cuando pisen aquella tierra.
—Lo dicho —repuso Enrique—, el trigo y la cizaña crecen juntos. No crea vuestra excelencia que eso nos ha de extrañar.
—Pues entonces —prosiguió Frías—, poco más he de decirles, salvo que los mayores peligros para esta justa causa parten de São Paulo, donde autoridades, bandeirantes y cazadores de indios son una y la misma cosa.
—Confiamos en que vuestra excelencia nos amparará desde Asunción —dijo uno de los otros jesuitas.
—Haré lo que esté en mis manos y ¡que Dios nos ayude! —rezó el gobernador.
Sevilla, 15 de junio de 1618
Aquella tarde de mediados de junio, al caer el sol, después de un día ardoroso y sofocante, el puerto de Sevilla se veía más animado que de ordinario. Estaban terminando de embarcarse los enseres destinados a las Indias en las bodegas de los galeones, y ya se palpaba en el ambiente que la orden de partida de la flota llegaría de un momento a otro.
El río estaba de un azul casi negro y el cielo nítido y transparente. La tarde era tranquila, sosegada; el sol poniente iluminaba la tierra y Sevilla centelleaba en sus tejados rojizos y amarillentos. Los palos y las vergas de los navíos parecían un bosque que nacía en los muelles. Toda la flota estaba allí preparada, como deseando lanzarse hacia el Atlántico, en una calma expectante, mientras a sus espaldas la ciudad refulgía como ascuas, y saltaban destellos de las vidrieras y de los azulejos bañados por la luz de color violeta.
En el arenal, bandadas de chiquillos correteaban y jugaban como gorriones revoloteando, acercándose gritones a las lanchas que llegaban desde Triana; los carpinteros terminaban de componer los inmensos costillares de los galeones, claveteaban, aserraban, distribuían pez… Mozos muy negros por ser africanos o por el sol inmisericorde iban y venían con fardos. Escribientes y contables, serios, hacían anotaciones, revisaban los cargamentos, echaban números, y daban graves indicaciones a los sobrecargos. En las tabernas, los marineros hablaban a gritos, discutían, opinaban nerviosos, o agrupados en torno a algún piloto experto oían las explicaciones sabias acerca de las corrientes y de los vientos.
Las últimas semanas habían sido muy ajetreadas. Desde que se dio la orden de aparejar las naves, no se daba abasto, con la gran cantidad de cosas que había que subir a bordo. Primeramente, los maestres concedieron permiso para que comenzaran a introducirse los pertrechos propios del viaje. La artillería: culebrinas, falcones, bombardas y pasamuras; seguidamente los instrumentos náuticos: cartas de marear, cuadrantes, compases, astrolabios y relojes de arena; después las armas, la pólvora y las municiones. A esta impedimenta defensiva, considerada imprescindible a causa de la piratería, seguían los productos alimenticios: galletas, tasajos, arroz, legumbres secas, bizcochos, aceitunas, castañas… y, lo más esencial, el agua que iba en barriles, toneles y odres, iguales que los que transportaban vino, que eran casi tan abundantes. Cuando todos estos enseres eran bien distribuidos a bordo por los pajes y grumetes, el espacio restante se les dejaba a los pertrechos de los viajeros, según hubieran satisfecho las cantidades que se les pedían por derechos de carga. Entonces daba comienzo el pintoresco espectáculo que constituían los cientos de cargadores, esclavos y lacayos que en interminables filas conducían a las bodegas barriles, toneles, cajas, fardos y sacos con provisiones, así como animales y los más variados objetos y mercancías. Sobre todo, llamaba la atención ver cómo se resolvía con paciencia e ingenio la manera de colocar las grandes bestias —caballos, asnos, mulos y bueyes— en los espacios que les correspondían en las bodegas, colgados por la panza mediante una especie de fajas que pendían de los techos de las bodegas. Especialmente difíciles de transportar eran los caballos, pues podían encabritarse si hacía mal tiempo y causar grandes desperfectos en el resto de la carga.
Durante el tiempo que duraba el abigarrado trabajo de aparejar las naves, había frecuentes peleas, disputas y trifulcas, pues algunos viajeros no estaban conformes con los lugares que se les habían reservado o se consideraban agraviados en el trato. La autoridad del puerto tenía que intervenir constantemente para evitar que tales problemas llegasen a mayores. Aunque era inevitable que los muelles se convirtieran en un ir y venir de granujas y buscavidas de todo tipo que mezclados con los vivanderos, comerciantes, carpinteros y calafates deambulaban en busca de cualquier beneficio que pudiesen sacar de aquel maremagno.
La Santa Eulalia, el navío de «permisión» que les había correspondido a los jesuitas, no era muy grande, pero su maestre era uno de los más expertos marineros y tal vez el más adecuado para capitanear el viaje de los religiosos, según el parecer del prepósito de la Compañía que era quien solía encargarse de las gestiones en la Casa de Contratación.
—Es una buena persona —les explicó a los tres jesuitas que iban a embarcarse en el mismo puerto—, aunque un poco terco. Cuando se le pone una cosa en la cabeza es difícil convencerle de lo contrario. Pero es un hombre piadoso, temeroso de Dios, que respetará mejor que nadie a vuestras paternidades. Y, lo más importante, es poco dado a la bebida, con lo cual se ahorrarán muchos disgustos. ¡Hay por ahí cada marinero!
Aquella tarde del 15 de junio estaba finalmente todo listo, la carga bien asegurada y las provisiones reunidas, sólo faltaba que llegara la orden de emprender el viaje para que se embarcaran tripulantes y pasajeros. Raramente se salía en las fechas estipuladas. Pero este año la orden se demoraba demasiado. Los registros y el cobro de los impuestos estaban ya completados, ¿qué faltaba pues? Nadie lo sabía. Era el Consejo de Indias quien decidía, una vez consultada la Casa de Contratación y el Consulado de Sevilla. Tales consultas también estaban hechas y las contestaciones remitidas, pero el Consejo aún no había respondido. Entre los que iban a embarcarse hacía ya una semana que crecía el malestar y se rumoreaba que algún asunto turbio estaba frenando la orden.
Tal y como había anunciado el padre Quirós, el maestre de la Santa Eulalia, era un hombre terco, pero generalmente se mostraba amable y sonriente. Esa tarde estaba revuelto, nervioso; subía y bajaba una y otra vez por la pasarela a la cubierta y repetía órdenes que ya había dado.
—Eso ya está hecho, señor maestre —le contestaba el contramaestre o el veedor.
—Pues hacedlo otra vez, ¡me cago en…! —maldecía Nogales.
Enrique llevaba ya más de una semana de simple espera, sin nada que hacer. Marcos Cabrera y él hacía tiempo que habían concluido su cometido, embarcando cada una de las imágenes muy bien embaladas que iban a las misiones. Después ayudaron a Virossi con los instrumentos y finalmente entre todos subieron a bordo los útiles que correspondían al padre Ortega, que eran los más pesados: martillos, candados, anzuelos, artilugios de fragua, aparejos de albañilería, lonas… y todo lo imaginable que pudiera servir para hacer construcciones y laborar los campos. También se habían embarcado treinta ovejas, diez mulos, media docena de vacas y un toro. Y esto era lo que más les preocupaba, pues los animales llevaban ya cuatro días en las bodegas; tiempo que se sumaría a lo que durase el viaje.
—¿Qué estará pasando? —le preguntó Enrique al maestre—. ¿A qué esta demora?
—¡Qué sé yo, padre! Algún interés habrá. La salida de la flota mueve muchos dineros. A veces llegan noticias de que el mercado de los puertos de Indias está abarrotado y los comerciantes piden que se postergue el viaje. Pero estamos a mediados de junio… ¡Nunca había pasado esto!
—¡Son los malditos holandeses! —aseguró el contramaestre—. Lo vengo diciendo. Esos perros sobornan a los consejeros para beneficiar sus intereses y subir los precios.
Así, iban opinando unos y otros, pero la verdad de lo que estaba sucediendo nadie lo sabía, ni siquiera las mismas autoridades del puerto. La impaciencia crecía y la indignación con ella. Con el calor, muchos productos empezaron a deteriorarse y cada día que pasaba amenazaba más el cargamento.
A última hora de la tarde, cuando los faroles de los barcos comenzaban a encenderse y las tripulaciones se disponían a distribuirse por las tabernas, la noticia llegó como una sacudida. Un clamoroso rumor primero y un vocerío después recorrieron el arenal y los muelles. De madrugada la flota partiría al día siguiente, el 16 de junio, según acababa de anunciar el almirante desde el puente de mando de la Capitana.
A los jesuitas les trajo la noticia Marcos, que venía azorado, después de escucharlo en uno de los garitos.
—¡Por fin! —dio un respingo Enrique.
—¡Aleluia! —exclamó Virossi.
—¡Gracias a Dios! —secundó Ortega juntando ambas manos—. Un día más y no sé qué hubiera sido del ganado con este calor.
Cuando la noticia fue dada en firme y conocida en todos sitios, el ajetreo volvió al puerto. Había que ir a dar el aviso a los viajeros que aguardaban la orden de embarque distribuidos por las fondas sevillanas y era necesario reunir a la marinería y a los soldados. Pronto empezaron a acudir las tripulaciones para ultimar preparativos. Los contramaestres gritaban sus órdenes mientras los capitanes se reunían a bordo de la Capitana con el almirante. Los escribanos, veedores, toneleros, cirujanos, pilotos, marineros y grumetes corrían por las cubiertas, azorados, cada uno a su oficio. Aunque era ya casi de noche, los marineros trepaban por los palos y revisaban las cuerdas, las poleas y las velas enrolladas para que todo estuviese a punto. Resultaba pintoresco el espectáculo del puerto de Sevilla con tal cantidad de luces encendidas en los barcos y en los muelles y el bullicio de las gentes de la mar, los pasajeros, los lacayos y la soldadesca llegando apresurada para ocupar sus sitios en los navíos.
Los jesuitas vieron venir a lo lejos a don Manuel de Frías acompañado por sus ayudantes y secretarios y por el padre Quirós.
—¡Viene el gobernador! —anunció uno de los grumetes.
Enseguida salieron el piloto y el contramaestre a rendirle honores, aunque estaba previsto que viajara en la Almiranta con el resto de pasajeros principales. También los jesuitas fueron a su encuentro.
Frías venía muy serio, decidido y con un claro rictus de enojo gravado en el rostro.
—Bienvenido, señor gobernador —le saludó el contramaestre con una gran reverencia—. ¡Traed una limonada para su excelencia! —ordenó a los cocineros.
Pero Frías no estaba para lisonjas. Llevó aparte a los jesuitas y les dijo con tono grave:
—No me embarco, padres; ha surgido un contratiempo.
—¿Cómo es eso? —exclamó Enrique.
—El Consejo de Indias me ha negado el permiso de embarque —prosiguió el gobernador—. Es… es algo que no me extraña. Ya les dije a vuestras paternidades que hay oscuros intereses en el Guairá. Esto ha debido de ser obra de mis enemigos.
Adivinando la perplejidad en el rostro de los jesuitas, el prepósito les explicó:
—Esto no cambia nada. Aunque el gobernador no pueda embarcarse en este viaje, vuestras paternidades han de cumplir con su misión. Esperamos que su excelencia pueda solucionar pronto los malentendidos que haya podido haber en el Consejo de Indias y viajar en la próxima salida de la flota.
—Pero eso no será hasta dentro de un año por lo menos —repuso Enrique.
—Sí —contestó el padre Quirós—. Lo cual no quiere decir que la Compañía esté dejada de la mano de Dios. En el Paraguay queda la inestimable ayuda de don Hernando Arias de Saavedra, que hará las veces de gobernador en tanto y cuanto llega don Manuel Frías a hacerse cargo del gobierno.
—Lo que dice el padre Quirós es muy acertado —añadió Frías—, pero, antes de que partan vuestras paternidades, he de hacerles algunas prevenciones. Pues mi conciencia no quedaría tranquila si no les desvelo algunos de los inconvenientes con los que pueden toparse.
Dicho esto, el gobernador miró a un lado y a otro, como temeroso de que alguien pudiera escucharle. Entonces el padre Quirós, al ver que había por allí demasiada gente, propuso:
—Acompañen vuestras paternidades a su excelencia al interior del navío. Nosotros guardaremos la pasarela para que nadie les incordie. Contramaestre, por caridad, decidles a los marineros que abandonen el barco.
—¡Todo el mundo fuera! ¡A tierra todos! —ordenó el oficial.
Cuando la Santa Eulalia se quedó sola, los jesuitas y el gobernador subieron a bordo y fueron a encerrarse en el castillo de popa. Sin abandonar su seriedad, Frías les dijo a los padres:
—Tengo que darles unas recomendaciones, manque me pese, padres; si no se las diera, peligrarían gravemente las reducciones.
—Hable vuestra señoría y confíe en nosotros —le pidió Enrique.
—Bien —prosiguió el gobernador—. La primera recomendación es que en todo momento se pongan bajo la protección del capitán Monroy de los tercios. Es un veterano caballero en quien se puede confiar plenamente. Lo encontrarán vuestras paternidades al llegar a las Canarias, puesto que hará el viaje con la flota portuguesa que partirá mañana también, como la española, aunque desde Lisboa. En Tenerife ambas flotas se juntarán y parte de los barcos de una y otra irán a Brasil. Allí será el desembarco, en São Paulo. Cuídense vuestras paternidades mucho en ese lugar y no se fíen de nadie; allí el demonio anda suelto.
—Nos habían dicho que desembarcaríamos en Buenos Aires —replicó Enrique.
—Eso era lo previsto —respondió Frías—. No conozco el porqué del cambio. Pero intuyo que es cosa de los portugueses. De todas maneras, ya advertiré yo al maestre de la nave que debiera procurar llevar a vuestras paternidades al Río de la Plata, pues allí les será más fácil abrirse camino hasta Asunción del Paraguay.
—¡Dios lo quiera! —exclamó el padre Ortega.
—No teman vuestras paternidades —les tranquilizó el gobernador—. Ya les he dicho que Monroy cuidará de que no les pase nada. Aquí tienen una carta para él, es un viejo amigo mío y hará cuanto pueda para protegerles —dijo entregándoles un sobre con la misiva—. Pero aún me queda un aviso que darles —añadió con gesto sombrío—: Cuídense de la persona de un tal Manuel Prieto, sargento de los tercios; es como un lobo hambriento de causar males y, sobre todo, cuídense de un portugués siniestro llamado don Bento. Ambos personajes son mis peores enemigos, pues trabajan a las órdenes de don Luis Céspedes de Xeria, mi rival, quien pretendía ser gobernador del Guairá y vio frustrados sus deseos con mi nombramiento. ¡Cuidado!, esos tres no se encomendarán ni a Dios ni al diablo antes de causarles los mayores males. Son crueles hombres que sólo persiguen sus intereses y que odian a la Compañía de Jesús, a Hermandarias y a cuantos se opongan a sus ganas de capturar indios.
—¿Quiere eso decir que, pese a la división del gobierno del Paraguay, continuará el problema de los bandeirantes y los encomenderos? —preguntó Enrique.
Frías apretó los labios y permaneció en silencio un momento. Después, circunspecto, contestó:
—Ésa es una guerra que ha de terminar un día, pero de momento continúa. Roguemos a Dios que podamos acabar pronto con las capturas de los indios. Yo seguiré aquí en España porfiando en el Consejo de Indias y delante del mismo Rey. El próximo año me embarcaré para posesionarme del cargo, si Dios lo quiere. Mientras tanto, que Él les ayude a vuestras paternidades, y que santa María les ampare.
Allí mismo se abrazaron y se despidieron. Los jesuitas quedaron emocionados y muy entristecidos porque aquel buen caballero no les acompañase en su viaje. Le vieron alejarse por el muelle y rezaron para que en la próxima partida de la Flota pudiera embarcarse por fin para ir a realizar sus bondadosos proyectos al Guairá.
Era noche cerrada y los pasajeros se disponían a dormir allí mismo, al pie de los navíos, para esperar a que se diera el aviso de partida con la primera luz del alba. Pero era imposible conciliar el sueño a causa de los nervios y porque todo el arenal era una fiesta, y el jolgorio y las voces que venían de las tabernas y los garitos eran demasiado escandalosos. Se escuchaba el guitarreo, el zapateado y los cantos alegres. Los marineros y muchos de los viajeros no estaban dispuestos a perdonar la última juerga en tierra antes de embarcarse.
A media noche comenzó a remitir el ruido y después cesó hasta que sólo se oían algunas voces aisladas de los borrachos. Más tarde hubo un gran silencio. Era como si todo descansara expectante. Al día siguiente Sevilla estaría más sola, sin la flota y sin los cientos de marineros y pasajeros que habían pululado durante días por las calles. También muchos de los comerciantes se irían, finalizados sus negocios, hasta la próxima temporada. Sumida en su calor, la maravillosa ciudad seguiría todo el verano a orillas del Guadalquivir esperando a los galeones, como cada año, en este rutinario ciclo de los viajes a las Indias.
Tendido en un camastro junto a sus compañeros, Enrique trataba de pasar la noche en la cubierta del barco. Como su inquietud le impedía pegar ojo, contemplaba el cielo inmenso, estrellado, y trataba de imaginarse una vez más cómo sería su nueva vida en el Paraguay. De vez en cuando le asaltaba una especie de vértigo; otras un entusiasmo, el misterioso impulso que le llamaba a la empresa misionera. Y los peligros que un momento antes le parecían terribles, ahora se hacían insignificantes.
Sacudido por alguien, despertó de pronto empapado en sudor y en el vaho del río. Se encontró muy cerca de él los grandes ojos oscuros de Marcos Cabrera, el cual le decía:
—¡Vamos, padre Madrigal! ¡Despierte vuestra caridad! ¡La flota leva anclas!
En aquel momento, de los palos caían las velas, llenas de remiendos. El maestre del barco daba las órdenes. Los remos comenzaban a levantarse. Pajes y grumetes igual trepaban por los palos que arriaban las velas.
—¡Alzad aquel briol! —se oía—. ¡Izad el trinquete!
Enrique dio un salto y se puso en pie. Corrió hacia la borda. Sevilla comenzaba a quedarse atrás, mientras amanecía. Río abajo, la impresionante flota de galeones abandonaba el puerto en busca del océano.