25

Madrid, 1 de mayo de 1618

En menos de un mes, Tomás Llera había aprendido por boca del cabo Sánchez cuanto le era necesario saber a un joven aspirante a soldado de los tercios de Indias. Nada conocía de la práctica, pero la teoría la tenía bien aprendida, al menos para poder pasar desapercibido en la compañía sin que los demás llegasen a pensar que era un simple recomendado. En esto Sánchez fue muy generoso, puesto que le ahorró la humillación de tener que pasar por servir de ayudante de uno de los veteranos; por ser lo que llamaban «pica seca», que eran los peor pagados y considerados en el tercio. A Sánchez desde el principio le había caído bien Tomás, o al menos eso parecía, a no ser que todo lo que le benefició desde su ingreso en la compañía fuera por temor a su recomendación. Es posible que esto moviera al cabo en un primer momento a beneficiarle, pero luego se puso de manifiesto que el nuevo le resultaba verdaderamente simpático. «Tú llegarás lejos en el ejército, Tomás —solía decirle—. Los pequeñajos despabilados como tú se saben hacer sitio entre los oficiales. Si no, ya verás, ya».

Y, efectivamente, Sánchez no andaba desatinado cuando hacía esas apreciaciones. El primer oficial que se fijó en el recluta fue el sargento Prieto.

—Tú, Llera —le dijo un día—, vas a pasar a mi servicio particular. Mañana te trasladas a la fonda a vivir conmigo. Ya iba yo necesitando un mozo despabilado como tú. Últimamente no entran sino rufianes en las filas.

Tomás se puso loco de contento y fue a contárselo inmediatamente a Sánchez.

—Te lo dije —observó el cabo—. ¡Uf! Nada menos que Prieto ha ido a fijarse en ti. Lo vas a pasar bien con el sargento; es un tipo divertido. Pero prepárate. Prieto es de la Mancha, de Alcázar de Sanjuán, y como a buen manchego le gusta el vino. ¡Menudas se agarra Prieto!

Desde que Tomás se trasladó desde los cuarteles a la fonda comenzó para él la buena vida en Madrid. El sargento Prieto no se privaba de nada. Al principio el joven le acompañaba en su diario deambular por los garitos y las tabernas, quedándose en la puerta para aguardarle. Entonces se juntaba con los otros ayudantes de los oficiales y se organizaban por su cuenta en la misma calle: compraban embutidos, panes y vino y se daban el festín. Pero más adelante, cuando hubo confianza, el sargento le permitía entrar en los locales y quedarse algo retirado, mientras él participaba en las tertulias bien regadas con vino en las que departía con otros oficiales, con funcionarios y con los oscuros personajes que servían a sus intereses. A veces estos encuentros se eternizaban. Prieto hablaba y hablaba con esa voz aguardentosa y Tomás se adormilaba en una esquina de la taberna deseando que la bebida le venciera pronto y así poder irse a descansar. A veces el sargento se emborrachaba y salía dando traspiés, entonces el joven iba dócilmente y le servía de apoyo; Prieto descargaba sobre él su pesado cuerpo y ambos iban de lado a lado por la calle, hasta la fonda. Después le tocaba desnudarle, acostarle y soportar sus feroces ronquidos durante toda la noche. Pero, salvo estas pequeñas contrariedades, su cargo de paje le reportaba todo tipo de beneficios: buena comida, poco trabajo, propina y las comodidades de la fonda, en vez del destartalado cuartel madrileño, donde habría tenido que vivir en unos barracones en los que cohabitaba hacinada toda la canalla soldadesca de la clase de tropa.

Frecuentemente se juntaba con Sánchez. El cabo seguía siendo su mayor fuente de información y el más adecuado consejero a la hora de ir encaminando sus pasos en este singular mundo del ejército. Con su persistente tos y su aspecto cada vez más mortecino, daba la impresión de que la vida le iba a abandonar de un momento a otro. No dejaba de ser un hombre de costumbres extrañas, el cabo: no frecuentaba los tugurios propios de los militares, no bebía y tampoco buscaba desenfrenadamente mujeres como los demás. Alguien le dijo a Tomás que, antes de ser soldado, Sánchez había sido fraile. Lo cual no era de extrañar, pues en los tercios abundaban los hombres con las vidas más curiosas.

Uno de aquellos días que el joven tenía la jornada menos apretada, el cabo le pidió que dieran un paseo juntos. Anduvieron por las afueras de la muralla, respirando aire limpio, pues Sánchez decía que el pestilente vaho de la ciudad le hacía mal a su tos. Era un día precioso de sol, plenamente primaveral, con tropeles bulliciosos de niños correteando por los campos, enfrascados en sus juegos de guerras con espadas de palo y abundantes pedradas. También había bandadas de tordos que revoloteaban en las alamedas del Manzanares.

—¿Qué tal con Prieto? —le preguntó directamente el cabo a Tomás.

—De maravilla —respondió el joven, henchido de satisfacción.

—Me alegro —observó circunspecto Sánchez—. Pero te advierto que el sargento es caprichoso. No te hagas ilusiones. No suelen durarle los pajes.

—Bueno, hasta ahora parece que le he caído en gracia. Me dijo que mientras fuera discreto y no hablara por ahí de sus andanzas…

—Humm… Ya le irás conociendo. Tú ve despacio y hazte el indispensable. Y no te metas en nada; ver, oír y callar. ¿Comprendes? Si de verdad le caes en gracia tendrás mucho ganado. Prieto es un zorro viejo y sabe muy bien por dónde se anda. ¿Con quién se ha reunido últimamente?

—Bueno, ayer se juntó en la taberna de los Peces con un portugués con perilla y bigotes afilados que vestía de negro.

—¡Idiota! —le increpó Sánchez dándole un fuerte manotazo en la espalda—. ¡Necio! Esto es precisamente lo que no has de hacer. ¿No te advirtió Prieto que no contases sus andanzas?

—Hombre, Sánchez, tú no eres cualquiera. Me confío en tu persona. En alguien hay que ampararse, ¿no?

—Sí, sí, claro que sí, Llera, en mí puedes confiar, pero… ¡ojo! En nadie más, ¿comprendes?

—Lo comprendo —asintió el joven poniéndose en su sitio—. ¡No soy tonto, carajo!

—Ciertamente, no eres tonto —le dijo más amablemente el cabo—. ¿Por qué crees que Prieto te ha puesto a su servicio? Por tus despabiladeras, Llera, porque eres diferente ¿Iba a cogerse el sargento a uno de esos ceporros que proliferan en la tropa? No, claro que no. ¡Menudo es Prieto! Le interesaba alguien como tú, un hidalgo, inteligente y a la vez joven, nuevo, sin picardear. ¿Comprendes? Hay poco donde escoger. Hace ya tiempo que andaba buscando y, ya ves, prefería estar sin ayudante antes que cargar con un inútil.

Tomás sonrió satisfecho. Se rascó nerviosamente la cabeza y preguntó:

—¿Y qué crees que debo hacer para no defraudarle?

El sargento se aproximó a él, le puso la mano en el antebrazo y, muy serio, respondió:

—Dentro de un tiempo Prieto te va a pedir algo.

—¿Algo?

—¡Escúchame, diantre! —exclamó gravemente Sánchez—. No estás ahí por casualidad, muchacho, yo mismo le propuse al sargento que te escogiera. Hace apenas un mes que te vengo tratando y me he dado cuenta de que en tu persona hay madera de calidad. Nos vienes de maravilla a la hora de realizar un plan que venimos urdiendo.

—¿Un plan?

—Sí, un plan. Lamento no poder darte más detalles ahora, Tomás, pero más adelante lo sabrás todo.

—¡Por tus muertos, Sánchez, cuéntamelo! —exclamó impaciente el joven—. ¡Confía en mí, sabes que soy de fiar!

—No, no, lo siento —negó rotundo el cabo—. Sé que puedo confiar en ti, pero no quiero traicionar la palabra que le di a Prieto.

—Dime al menos la parte que me incumbe.

Sánchez, que parecía ponerse nervioso por momentos, comenzó a toser. Cuando se calmó, comenzó a dar explicaciones.

—Mira, muchacho, yo era antes ayudante personal de Prieto. Entre él y yo no existen secretos. Por eso no voy a traicionarle ahora. Pero sí puedo decirte que el sargento se trata con gente importante que le facilitarán pronto un destino más relevante. Él sirvió ya en Indias durante veinte años, en Buenos Aires y después en Bahía, Río de Janeiro y San Pablo, en el Brasil portugués. Allí tiene amigos influyentes que le esperan para realizar sustanciosos negocios.

—¿Y qué hace aquí, pues? —quiso saber Tomás muy intrigado.

—Bueno, ya te irás dando cuenta de lo importante que es Madrid para poder ostentar cualquier cargo aunque sea en el extremo más recóndito del Imperio. ¿Pues qué va a hacer Prieto aquí sino ver la manera de que le asciendan? Con las influencias que trae de Indias y los buenos amigos que tiene aquí, espera que pronto le caiga el cargo que desea. ¿Comprendes?

—Comprendo.

—Pues eso. Desde que Portugal pasó a la Corona española, los portugueses, como todo quisque, tienen que venir a Madrid. Prieto ya se ha hecho presente en la Corte, ahora estará completando sus gestiones. ¡Ojalá le salga todo bien! Si el sargento consigue lo que quiere, a ti y a mí nos puede ir estupendamente dentro de poco. ¿Comprendes?

Tomás asintió con la cabeza, circunspecto. La verdad es que no comprendía bien lo poco que Sánchez le explicaba con medias palabras, pero le atraía aquel intrigante mundillo militar que se desplegaba delante de él. Y le halagaba que, aun siendo un recién llegado, se le hiciera partícipe de tan importantes confidencias. Así que, con aire interesante, aseguró:

—Puedes confiar en mí, Sánchez. Yo soy como una tumba. De cuanto me has dicho, no he oído nada. Y puedes estar seguro de que cumpliré lo que se me pida.

—Bien, muchacho —dijo amigablemente Sánchez, palmeándole la espalda—. Gánate pues a Prieto. Tú sabrás hacerlo perfectamente. Conviértete en su sombra. Dentro de poco él empezará a hablarte de sus planes. Le gusta tener en quién confiar, ¿comprendes?

—Así lo haré. ¡Menudo paje voy a ser!

El cabo sonrió muy satisfecho. Por último, le pidió a Tomás:

—Y háblale de mí a Prieto, Tomás, que no me olvide. Con esto de las toses me da la sensación de que se cree que soy un debilucho que no va a durar nada. Aunque… él me necesita. ¡Ah, si no fuera por mí!

A partir de aquella conversación Tomás comenzó a tomarse muy en serio su oficio militar al servicio del sargento. Procuraba tenerle todo a punto y anticiparse a sus pensamientos. Manuel Prieto le decía halagüeño: «Bien, muchacho, así me gusta» o «¡Qué buena pieza eres, Tomás, a pesar de ser menudo!» y reía socarronamente. El muchacho estaba encantado viendo que sus esfuerzos iban dando sus frutos. Y a medida que avanzaba en su empeño de ganarse al sargento, puntualmente le iba contando a Sánchez sus progresos; el cual, satisfecho, le decía: «Vas por buen camino. Tú sigue, sigue».

Durante todo aquel tiempo, como Tomás era un simple recluta aprendiz de soldado, seguía vistiendo con la ropa algo raída que se trajo de Zafra; los calzones que tenía ya gastados, el jubón y la camisa que empezaban a quedárseles algo estrechos. Sánchez le decía que tuviera paciencia y que no fuera al sastre a encargarse nuevas prendas, pues de un momento a otro se le tomaría juramento y podría lucir el uniforme de soldado.

Una mañana fue a recoger la ropa del sargento a la lavandería de la fonda, como solía hacer frecuentemente, al ser parte de su cometido. Cuando subió a la alcoba dejó colgados en el perchero el jubón nuevo, tan elegante, y los recién estrenados gregüescos amarillos acuchillados en rojo que Manuel Prieto reservaba para las ocasiones especiales. También estaba colgada al lado, en otra percha, la media armadura de parada, el capacete y el chaleco de cuero reforzado con brillantes placas metálicas. Tomás se estuvo entreteniendo un rato con todas las piezas, tratando de adivinar cómo se colocaban. Repentinamente le asaltó un irresistible deseo de probarse todo aquello. «¿Por qué no?», pensó. El sargento estaría a esas horas en sus múltiples asuntos, pues le había dicho que no regresaría hasta la hora del almuerzo.

Pensado y hecho. Tomás descolgó los calzones, el jubón y el chaleco. Se lo puso todo. A un lado había un espejo. Se estuvo mirando, pavoneándose muy divertido. Las ropas y la media armadura le quedaban enormes y su aspecto era ridículo; apenas se le veían las pantorrillas con aquellos gregüescos que le llegaban casi a los tobillos y le colgaba el jubón por debajo del chaleco, como una falda. Pero a él le daba igual. Le hacía tanta ilusión aquel uniforme que se veía estupendamente con él encima.

De repente se abrió la puerta. La imponente figura de Manuel Prieto apareció. Tomás se quedó como petrificado. En ese momento se había puesto el capacete, que también le estaba muy holgado, y sostenía la gran espada en ristre haciendo una pose guerrera frente al espejo. Para mayor desgracia suya, con el susto encogió la barriga y el calzón se le fue a los pies. El sargento le miraba con unos ojos muy abiertos en los que se adivinaba el pasmo y la ira. El joven quería decirle algo, pero no le salían las palabras. Abochornado, sintió cómo la sangre le subía ardiente a las mejillas.

Pasado un instante que a Tomás le pareció una eternidad, Prieto abandonó su duro gesto, se le aflojó la boca y comenzó a reírse con verdaderas ganas.

—¡Ja, ja, ja…! ¡Qué pinta! ¡Ay, qué risa! ¡Ja, ja, ja…!

Tomás aprovechó y se quitó todo lo más deprisa que pudo, quedándose en paños menores, muy avergonzado.

—Perdone, vuaced, señor sargento —decía—. No sé cómo se me ocurrió…

—Nada, muchacho, si estás la mar de gracioso. ¡Ja, ja, ja…! —no paraba de reír Prieto—. ¡Diablo de Tomás! ¡Qué ocurrencia! ¡Ja, ja, ja…! ¡Con lo menudo que eres…! ¡Ja, ja, ja…! Con esas ropas… ¡Ay, qué risa!

Cuando estuvo cansado de reír, el sargento recobró su habitual severidad y le dijo a Tomás imperativamente:

—Hala, vamos ahora mismo a la calle de Armas en busca de un sastre para que te haga un uniforme a medida.

—Pero… señor sargento, yo… —balbució humildemente el joven.

—¡Nada, he dicho ahora mismo! Si has de acompañarme a los muchos menesteres que he de resolver en los próximos días, habrás de estar con buena compostura, con las ropas de soldado que te corresponden. ¡Y no se hable más!

Madrid, 6 de mayo de 1618

El domingo siguiente Tomás estrenó el uniforme que el sastre militar de la calle de Armas había confeccionado en menos de una semana. Estaba encantado. Además, Manuel Prieto le proporcionó una espada y unos viejos correajes suyos que el talabartero adaptó a las medidas del muchacho.

El sargento observó a su paje vestido con sus nuevos atavíos y comentó socarronamente:

—Vaya, Tomás, ¡si pareces más alto! Bueno, bueno, por el momento te faltan el casco y el chaleco guarnecido. Pero eso… más adelante.

—Señor sargento, no sé cómo voy a agradecerle…

—¡He dicho que nada de agradecimientos! ¡Cumple bien tu servicio y basta! —Prieto descolgó su sombrero de la percha y añadió—: Andando, muchacho, que es domingo y es día de comedia.

Si el estreno de su uniforme era suficiente motivo de contento, Tomás se entusiasmó aún más al escuchar aquel mandato. Ya el cabo Sánchez le había dicho que el sargento era muy aficionado al teatro, y que uno de los más gozosos beneficios que comportaba ser su ayudante era el poder asistir, gratis y en un asiento privilegiado, a las representaciones que cada año constituían en Madrid el mayor aliciente del primaveral tiempo de Pascua.

Desde el Domingo de Resurrección, hacía dos semanas, el joven había advertido que el sargento se detenía con frecuencia a mirar los carteles que anunciaban los estrenos por las esquinas en llamativas letras góticas. Era éste el procedimiento usual para avisar a los espectadores, aunque también se daban los anuncios «a gritos» por las calles de la ciudad merced a la habilidad de expertos pregoneros que ensalzaban los méritos de tal o cual obra con voces, versos e incluso coplas. Todo esto le daba un peculiar ambiente al centro de Madrid, pues era indudablemente el teatro, junto con los festejos de toros, lo que constituía el aliciente principal del tiempo que seguía a la Semana Santa. Los corrales de comedias habían permanecido cerrados desde el miércoles de ceniza hasta la Pascua de Resurrección y, dada la gran afición que había, los espectadores estaban ansiosos y se agolpaban en las filas para adquirir sus entradas. Las representaciones de los domingos y días de fiesta estaban reservadas para el público más selecto, mientras que los días de diario (martes y jueves) eran frecuentadas por el vulgo a un precio más barato.

Aquella mañana de domingo, el sargento Manuel Prieto tenía decidida la comedia que iba a ver: La Estrella de Sevilla que estaba para estrenarse en el Corral del Príncipe.

En el mes de abril las sesiones habían comenzado a las dos de la tarde, pero ya en mayo y durante el verano la hora de comienzo era las cuatro. Así que fueron primero a comer algo, a uno de los bodegones de los muchos que había en los alrededores del lugar donde se estaba construyendo la nueva Plaza Mayor. Al pasar por las obras, concretamente junto al hermoso edificio que era la Casa de la Panadería, Prieto comentó:

—¡A ver cuándo se termina la dichosa plaza!

Y es que la gente de Madrid empezaba a estar harta de unas obras que parecían no llegar jamás a su término. Impulsadas por Felipe II, que encargó los planos a Juan de Herrera en 1590, ahora, veintiocho años después, el amplio espacio reservado para las edificaciones aún estaba embarrado y saturado de andamios. Aunque el arquitecto Juan Gómez de Mora les había dado un gran impulso últimamente y ya se veía próxima la fecha de su inauguración.

Cuando entraron en el bodegón de la calle Sacramento, ya estaba aguardando allí el siniestro hombre vestido de negro con el que últimamente tanto se juntaba el sargento. Estaba al fondo, en una mesa pequeña, mirando directamente hacia la puerta. Al verlos llegar, esbozó una media sonrisa y se acarició los bigotes atusados en punta y la perilla afilada. Después se puso en pie y fue a saludar a Prieto, con una afectada efusividad, como solía hacer. Entonces Tomás se quedó retirado unos pasos atrás e hizo ademán de alejarse, respetando así la intimidad de su jefe. Pero el sargento esta vez le dijo:

—No, no, Tomás, hoy comerás con nosotros.

El muchacho se dio cuenta de que el hombre de negro, sorprendido, se estiró e hizo un espontáneo gesto de perplejidad.

—Mi paje es de fiar —salió al paso Prieto, que había adivinado también la suspicacia de su amigo.

El mesonero sirvió una tajada de carne asada, legumbres cocidas, pan y vino. El sargento y el hombre de negro se pusieron a comer, beber y charlar. Tomás comía, pero no participaba en la conversación. Simplemente escuchaba. Por la manera en que se dirigía Prieto a su amigo, el joven dedujo que debía de ser alguien importante, y por su acento sabía que era portugués. Después se enteró de que se llamaba Bento Lopes y que era secretario, lugarteniente o subalterno de un importante caballero de Lisboa al que se referían constantemente, un tal don Luis Céspedes de Xeria. A medida que iban dando cuenta de la carne y el vino se iban animando. Hablaban y hablaban, pero Tomás apenas se enteraba de por dónde iban los tiros. De vez en cuando mencionaban a un tal Frías, que era gobernador y también salió un par de veces el nombre de un altísimo miembro de la corte, el gentilhombre del príncipe don Gaspar de Guzmán. Durante la charla, Prieto se quejaba amargamente al portugués. Decía:

—He venido a Madrid de sargento y me voy de sargento. ¡Esto no es lo pactado, don Bento!

—Mais, amigo —contestaba el portugués—, es preciso ter paciencia.

—¿Es que no he tenido ya suficiente paciencia? —se enervaba el sargento—. Llega la hora de embarcarse y no me llega el ascenso.

—Don Lluis Céspedes está em issu —le calmaba Bento—. Vosso nominamentu va a segar sedo. Vos reunid os soldados.

—Los soldados ya están reunidos —observó Prieto—. Yo he cumplido mi parte. ¡A ver si ahora que he sacado yo las castañas del fuego se las va a comer el capitán Monroy, como siempre!

—Naum, naum, amigo Prieto —negaba el portugués muy decidido—; esta ves naum. Monroy tem os dias contadus.

—Bueno, bueno, eso espero —decía más conforme el sargento—. Bien, no se hable más del asunto. ¡Bebamos, don Bento!

—¡Issu, bebamus!

Bebieron los dos. Tomás también apuró su copa, haciéndose el interesado, como si participara plenamente en todo aquel confuso asunto que no entendía.

—Por cierto —preguntó Prieto—, ¿cuándo es por fin el embarque?

—Prontu, prontu, muitu prontu. Além dissu, o embargui vai ser em o porto de Lisboa.

—¿Eh? ¿En Lisboa? —exclamó el sargento.

—¡É claru! E muitu mellor. A flota portuguezza se unirá con a ispañola en o camiñu. E o desembarco serán em São Paulo.

—¡Ah, comprendo! Se unirán en el camino. ¡Claro! ¡Es mucho mejor! Así estaremos sólo a las órdenes de los portugueses. ¡Qué buena idea! Y el desembarco en San Pablo. ¡Mejor también! Así estaremos más tiempo a nuestro aire.

—¡É clara! Don Lluis Céspedes té todo ben previstu.

—¿Has oído, Tomás? —se dirigió por fin el sargento al joven—. Vas a embarcar en Lisboa. ¡Vas a conocer a cidade, muchacho! ¡Y el desembarco en Brasil! ¡Menudas hembras!

—¿Cuándo? —preguntó Tomás tímidamente.

—Pronto, muy pronto. Supongo que no ha de pasar un mes antes de que estemos en Lisboa. La flota de Indias española partirá de Sevilla a fines de mayo. Y nosotros posiblemente recibiremos pronto los permisos que estamos esperando —el sargento se frotó las manos—. Bueno, y ahora, ¡al teatro!

Serían las tres de la tarde cuando llegaron al corral de comedias. Faltaba una hora para el comienzo de la sesión, pero había que anticiparse para tener un buen lugar. Delante de la fachada, toda de ladrillos vistos, del Corral del Príncipe la gente se apretujaba ya para acceder al interior. Allí mismo se despidió el portugués, que no era al parecer amante del teatro, y Prieto y Tomás se unieron a un nutrido grupo de militares de su regimiento.

—¡Ya era hora, Prieto! —le recriminó otro de los oficiales al sargento—. Íbamos a entrar sin ti.

—Bueno, bueno, ¡vamos allá! —dijo Prieto—. ¡Todos a una, como siempre!

A continuación, los soldados pusieron en práctica la técnica que solían usar para entrar sin pagar y por delante de los que guardaban cola. Todos muy juntos, formando un bloque —serían más de veinte—, se lanzaron impetuosamente hacia la puerta gritando ferozmente:

—¡Paso a los tercios de Su Majestad! ¡Paso a la milicia! ¡Aquí están los tercios! ¡Haceos a un lado!

A codazos y empujones desplazaron pronto a la masa que aguardaba su turno; muchos de los cuales, indignados, protestaban:

—¡Sinvergüenzas! ¡No hay derecho! ¡Siempre lo mismo! ¡Que venga la justicia! ¡Bribones!

Pero el efecto era demasiado imponente como para hacerles frente y la gente se apartaba sin más remedio. Los encargados de cobrar les salieron al paso, algo confundidos.

—¡Eh, señores! ¡Eh, un momento! ¡Hay que pagar!

Unos oportunos manotazos los quitaron de en medio y la soldadesca entró en tropel en el patio, bullanguera y fanfarrona, haciendo que incluso los que estaban sentados les dejaran libres sus bancos.

Tomás participó con gran regocijo en la maniobra y, una vez sentado cómodamente con sus compañeros, se sintió feliz por la experiencia tan emocionante que estaba viviendo. Sonriente, henchido de satisfacción, miraba a un lado y a otro y disfrutaba al comprobar el colorido de la multitud que se distribuía por los pisos, en las galerías, en los patios, delante del escenario y en cualquier parte, sin que apenas hubiera espacios libres. La algarabía, las peleas, los insultos, las risotadas… convertían el corral en una especie de gallinero tumultuoso. Todavía no estaban conformes los que habían sido desplazados de sus asientos por los soldados e iban y venían buscando que se les hiciera justicia. También entre los militares iban y venían las botas de vino descargando sus añejos caldos en los gaznates y caldeando aún más su fanfarronería.

De repente, pasando su vista por el amplio espacio del corral, Tomás descubrió el sitio de las mujeres, lo que en Madrid llamaban «la cazuela». Le maravilló verlas tan juntas, de todas las edades y condiciones, entre un incesante revoloteo de abanicos, bulliciosas y radiantes en su impaciente entusiasmo.

Cuando parecía estar lleno el corral, antes del inicio de la sesión, entraron los apretadores y comenzaron a obligar a la gente a que se desahuecara para que cupieran más. Hubo resistencias, porfías, riñas y protestas, pero finalmente los porteros encargados de este difícil cometido consiguieron acomodar a un buen número de nuevos espectadores. No así entre los soldados, que en vez de desahuecarse se despatarraron y se burlaron de los susodichos apretadores que prefirieron no enfrentarse demasiado a ellos.

Repentinamente los siseos pidieron silencio. La función iba a comenzar. Pero la gente no se calló hasta que no empezó la música de guitarras, vihuelas, chirimías y trompetas que entonaron una alegre melodía que el público aplaudió muy conforme. Luego hubo cantos que también fueron celebrados. Siguió la loa, esa recitación destinada a atraer la atención del público y a obtener su benevolencia, pero no pareció gustar demasiado. La gente se removía, hablaba e incluso vociferaba, casi.

Por fin dio comienzo la obra principal, La Estrella de Sevilla. Esta comedia aparecía firmada en los carteles por un tal Juan de Miramontes, aunque por ahí circulaba el rumor, uniformemente considerado como verdadero, de que era obra de Lope de Vega. Lo cual le daba un mayor aliciente al estreno, pues por aquel tiempo la vida del gran Lope estaba marcada por el escándalo: por todo Madrid se decía que el poeta tenía amores con la jovencita Marta de Nevares, una casada que, maltratada por su esposo, se había refugiado en el sacerdote y escritor. Éste, viejo y enamorado como un niño, era el blanco de todas las burlas. Nadie ya le tomaba en serio y los chismorreos sobre sus amores «sacrílegos» circulaban por todas partes. Era comprensible, pues, que no hubiera querido aparecer en los carteles firmando la obra que se estrenaba.

Pero la gente quería diversión y nada podía satisfacer mejor este deseo que escarnecer al que hasta ahora había sido el más grande escritor de comedias. Estaban dispuestos algunos espectadores aquella tarde a desenmascarar al verdadero autor.

Se alzó el telón y salieron los actores muy bien ataviados: uno vestido de rey, que representaba a don Sancho el Bravo, y otros caballeros con sus armaduras de latón, don Arias, don Pedro de Guzmán y Farfán de Ribera, que hacía de Alcalde Mayor. Detrás de ellos, unos cartones admirablemente pintados representaban a lo lejos la ciudad de Sevilla. El actor que iba vestido de rey comenzó a hablar con solemne voz:

Muy agradecido estoy

al cuidado de Sevilla,

y conozco que en Castilla

soberano rey ya soy.

Desde hoy reino, pues desde hoy

Sevilla me honra y ampara;

que es cosa evidente y clara,

y es averiguada ley,

que en ella no fuera rey

si en Sevilla no reinara…

—¡Es de Lope! —gritó alguien desde el público.

Algunos comenzaron a abuchear, otros siseaban; enseguida se formó un murmullo.

—¡Dejadlos seguir, carajo! —exclamó una imperativa y potente voz.

Se volvió a hacer el silencio. El rey prosiguió:

Del gasto y recibimiento, del aparato en mi entrada, si no la dejo pagada, no puedo…

—¡Es de Lope, es de Lope! —interrumpieron unas cuantas voces a coro, cantarinas, a las que se fueron sumando otras—. ¡Es de Lope, es de Lope, es de Lope, es de Lope…!

Pronto se unieron las palmas a aquella cantinela. El auditorio estaba dividido: algunos claramente querían reventar el espectáculo; otros suplicaban que dejasen continuar a los actores.

El sargento Prieto se quejó:

—¡Vaya, hombre, nos quedamos sin comedia! Últimamente no hay obra que no revienten. Sea o no sea de Lope, el caso es que no se puede ir al teatro últimamente en Madrid.

La queja del sargento era fundamentada. En las últimas temporadas el mundillo teatral estaba revuelto. Proliferaban tanto las obras y las compañías que los estrenos no duraban en cartel más de dos semanas. Los corrales de comedias abundaban en Madrid. Esta gran competencia amenazaba con terminar con lo que había sido un próspero negocio en los años precedentes. Y los avispados propietarios de compañías y corrales no estaban dispuestos a perder beneficios. De manera que se había desatado la guerra. Cuando había un estreno, iban los reventadores y con este o aquel pretexto formaban una trifulca e impedían que se representase la comedia. Últimamente el asunto había tomado un cariz verdaderamente desastroso. Incluso había quienes, llevados por su afán de impedir que llegara a buen término una obra, traían a los corrales materias putrefactas, carnes en descomposición y hasta excrementos para que el hedor espantara a los espectadores. Se dio el caso en una de aquellas esperadas comedias que, a pesar de la vigilancia de la autoridad, tuvo que suspenderse, pues habían escondido vasijas con una suerte de inmundicia de olor tan repugnante que muchos de los que estaban sentados en el patio se desmayaron y tuvieron que ser asistidos por los médicos. Éste era el panorama que vivía el teatro español en 1618; buenos autores no faltaban, pero una oculta y paralizadora energía amenazaba con terminar con él.

El sargento Manuel Prieto, y sus compañeros militares comprobaban indignados cómo les sería imposible disfrutar de su anhelada tarde de comedia.

—¡Me cago en todos los moros! —rugió uno de ellos—. ¿Vamos a dejar que nos jodan esos miserables reventadores?

—Me quedan cuatro días en Madrid —añadió Prieto—. No estoy dispuesto a pasármelos sin teatro. ¡A por ellos!

—¡Eso, a por ellos! —secundaron otras voces de soldados—. ¡A por esos hijos de puta!

—¡Dadles su merecido, soldados! —les pedían algunos de los espectadores—. ¡Hacednos justicia!

El alboroto degeneró en un verdadero tumulto. Los soldados saltaban por encima de los bancos e iban enfurecidos a enfrentarse con los reventadores que estaban entre el público de las primeras filas. En las galerías estalló el vocerío. Las mujeres gritaban en la cazuela. Los alguaciles intentaban poner orden y los apretadores pedían calma. Pero la pelea era inevitable. Comenzaron a volar los asientos por los aires y los primeros puñetazos cayeron sobre los alborotadores que trataban de defenderse parapetándose bajo el escenario. Muchos querían encaramarse en las tablas, pero los comediantes, que también estaban indignados porque no les habían dejado hacer su trabajo, se fueron a ellos para propinarles golpes con sus fingidas espadas hechas de madera. Pronto brotó la sangre.

Entonces cundió el pánico y la multitud se agitó como una oleada buscando las salidas. Hubo empujones, gente caída, pisoteada, y como suele suceder en estos casos, aprovechados que no dudaron en sacar ganancias de aquel río revuelto.

—¡Me han robado! —gritaban algunos—. ¡Ladrones! ¡Mis dineros! ¿Quién me ha arrebatado mi bolsa?

Entre las mujeres que abandonaban en tropel la cazuela y se marchaban con la masa tumultuosa se escuchaba:

—¡Esa mano! ¡Sinvergüenza! ¡Ay, marido, venid a socorrerme!

Pero lo peor vino cuando se hundió el entarimado a causa del peso de la gente que había subida encima, en plena batalla. Fue un gran estruendo seguido de lamentos y quejidos. En ese momento llegó la justicia, los alguaciles que en gran número acudían después de ser avisados.

—¡Hay que irse de aquí! —ordenó Prieto.

Tomás, como sus compañeros, estaba empleado fieramente en apalear a los reventadores. Se había hecho con una tabla y propinaba golpes a diestro y siniestro. Tan entregado estaba en la pelea que casi se quedó allí solo, mientras sus compañeros escapaban.

—¡Tomás, vamos! —le gritó el sargento—. ¡Déjalo ya!

Atropelladamente, no dieron tiempo a los alguaciles a reaccionar. Salieron de allí en tropel, como un solo hombre, en manera semejante a como entraron en el corral. La justicia les gritaba:

—¡Quietos ahí! ¡Teneos! ¡Alto!

Pero pronto estaban yéndose por pies, calle arriba, para ir a perderse en los entresijos de la villa.

Cuando se sintió a salvo aquella tropa fanfarrona y pendenciera, fue a concentrarse en una taberna para celebrar jocosamente semejante «hazaña». El vino corrió y entre risotadas brotaron los comentarios sobre el suceso. Cada uno contaba cómo se las había visto en la pelea y la manera en que le había dado a éste o aquél su ración de palos.

Tomás se sintió muy orgulloso cuando el sargento se fue a él, le puso la mano en el hombro y le dijo muy sonriente:

—Chiquito pero bravo. Así me gusta, muchacho. ¡Diablillo de Tomás! ¡Menudos redaños! No, a ti no te han de amedrentar los indios, no.