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Sevilla, 17 de abril, Jueves Santo de 1618

La tarde estaba oscura, pesada y sofocante; grandes masas de nubes negras pasaban por el cielo sevillano. Algunos relámpagos lejanos, anchos, cárdenos, iluminaban el horizonte y eran seguidos por un sordo rumor en la dirección por donde iban a perderse los barcos que avanzaban lentamente por el Guadalquivir. Olía a aguas fangosas, revueltas, aunque de vez en cuando el viento traía aromas dulces de azahar. También a veces salía la luna llena, rojiza, lanzando misteriosos destellos al río y a los edificios.

Los oficios religiosos del Jueves Santo habían terminado en la catedral y en las diversas iglesias de las parroquias y conventos. La gente iba apresurada, grave, por las calles, luciendo sus distintivos solemnes y sus largas manguillas de penitentes. Los flagelantes, cubiertos los rostros con capuchas, iban a pie descalzo en busca de la fila a la que habían de unirse para infligirse comunitarios castigos. De vez en cuando, como una imagen irreal, pasaban a lo lejos algunas grandes cruces portadas por los que habían de llevarlas en las procesiones. Un espeso vaho hecho de humedad, calor, humo de inciensos y cirios y multitudes apretujadas en los templos comenzaba a adueñarse del ambiente. En algún lugar lejano, una bocina lanzaba su lamento y era acompañada por el repiqueteo monótono y persistente de un ronco tambor.

Por la oscura calle de Entrecárceles, a paso ligero, las siluetas estilizadas de dos sacerdotes parecían sombras. Un poco más atrás, les seguían cuatro alguaciles y el secretario del juez principal de Sevilla.

Los sacerdotes eran un jesuita, el padre Enrique Madrigal, y un fraile tercero, fray Francisco de Arjona. Ambos iban a cumplir una misión muy singular: redimir de la cárcel de Sevilla al escultor Marcos Cabrera. El secretario del juez principal de Sevilla llevaba la orden precisa para que se hiciera el trámite, siguiendo la norma que permitía liberar un preso indultándolo el Jueves Santo en virtud de una piadosa tradición que se había impuesto desde que en 1604, en el sínodo presidido por el cardenal Niño de Guevara, cuando se sentaron las bases de las costumbres que debían seguirse en la Semana Santa sevillana. Ya Mateo Alemán en 1578 había redactado los 37 capítulos de ordenanzas y una pequeña regla de seis capítulos o «Regla de Presos», para la Cofradía de la Santa Cruz de Jerusalén o Silencio, en la que se establecía esta benefactora costumbre de acudir a redimir cautivos en las cárceles.

Cuando los dos clérigos, el secretario y los alguaciles llegaron a la puerta principal de la prisión, el jefe de la guardia les salió al paso con su recia voz:

—¡Quién va!

—Orden de su excelencia el juez mayor de Sevilla —contestó el secretario.

Los guardias, que ya estaban avisados de que esa misma tarde se produciría la visita, se apresuraron a descorrer los pesados cerrojos y a desencajar las aldabas. La puerta que estaba humedecida a causa de la lluvia chirrió estridentemente. Sólo la débil luz de un farol iluminaba algo el oscuro y lúgubre patio de la Cárcel Real. El suelo estaba encharcado y un hedor nauseabundo flotaba en el ambiente.

—Síganme vuacedes —dijo el jefe de los guardias, poniéndose delante.

Atravesaron el inmenso patio anegado y se introdujeron en un pasadizo. Uno de los guardias encendió una tea. El resplandor creaba fantasmagóricas figuras en las bóvedas. A medida que avanzaban, los gemidos, las toses y los suspiros de los presos iban creciendo. A un lado y otro, las gruesas puertas y las rejas de las celdas ponían de manifiesto el abismo de separación que había con los infelices moradores de aquel severo y frío edificio. Anduvieron un rato por el laberinto interior que formaban los corredores, hasta que se detuvieron en una especie de ensanchamiento. Las llaves que portaba el oficial chocaron unas con otras. Una cerradura crujió.

—¡Marcos Cabrera! —gritó el guardia—. ¡Marcos Cabrera! —insistió—. ¡Que salga!

El murmullo de unas voces suplicantes salía de la oscuridad de una pestilente mazmorra. La puerta era muy baja. Encorvado, uno de los presos asomó la cabeza, sus cabellos eran negros y brillaban grasientos a la luz de la tea, cubriéndole la cara.

—Yo soy Marcos Cabrera —contestó con una débil voz.

El guardia le aproximó la llama. Era un hombre joven, muy delgado, cuyos miembros largos y huesudos escapaban sucios de la ropa raída, andrajosa; tenía pústulas, moratones y todo tipo de señales en la piel amarillenta.

—Debes acompañarnos, hijo —le dijo el fraile.

El joven alzó la cabeza. El pelo apelmazado se hizo a un lado y apareció su rostro. Unos grandes ojos oscuros brillaron interrogantes. Sus labios entreabiertos dejaron ver unos blancos dientes apretados. Comenzó a temblar.

—¿Voy a morir ahora? —preguntó con su voz casi apagada por el miedo.

—¡Ven con nosotros! —le ordenó fríamente el oficial.

Uno de los guardias le pasó una soga por las muñecas y se las anudó bruscamente.

—¡Andando! —dijo dando un tirón.

El joven preso se resistió; intentó aferrarse a una de las rejas.

—¿Voy a morir? —sollozaba—. ¿Voy a morir ahora?

El oficial se fue hacia él y comenzó a propinarle bofetadas y puntapiés.

—¡Estúpido! —rugía—. ¡Malnacido! ¡Apestoso! ¿Vas a hacer lo que te mando? ¡Hijodeputa!

Enrique se conmovió al ver aquella escena. Se abalanzó hacia el oficial y le sujetó.

—¡Basta! ¡Basta! ¡No es necesario ser crueles!

—¡En su iglesia vuestra reverencia haga lo que le plazca! —se revolvió furioso el jefe de los guardias—. ¡Aquí mando yo! ¡Así es como hay que tratar a esta canalla! Mientras este criminal malnacido esté bajo el techo de esta prisión, será tratado como merece.

Arrastrando al preso, los guardias recorrieron los corredores lúgubres hasta salir al patio.

—¿Dónde está la capilla? —preguntó fray Francisco de Arjona.

—Ahí hay un oratorio —respondió el oficial.

—Vamos, hijo, síguenos —le dijo el fraile al preso.

Entraron en una pequeña iglesia que daba al patio. Había al fondo un retablo con un cuadro renegrido que representaba a Jesucristo con las manos atadas, desnudo, sentado sobre una piedra. Su expresión era angustiada. El conjunto resultaba tétrico a la pobre luz de las velas. El fraile cerró la puerta. Dentro sólo estaban los dos clérigos y el preso. Éste no dejaba de temblar. Enrique se fue hacia él y le miró fijamente a los ojos. Una vez más se conmovió al contemplar el rostro del joven transido por el desvalimiento y el pánico.

—¿Marcos? —le preguntó—. ¿Eres Marcos Cabrera? ¿El escultor?

—Sí, padre —respondió el preso.

—¿Mataste a un hombre?

—Sí, padre. ¿Voy a morir por ello?

—¿Te arrepientes?

—Voy a morir, ¿verdad, padre? ¿Voy a pagar ahora por lo que hice?

—¿Te arrepientes? —insistió Enrique poniéndole una mano en el hombro.

Marcos se agarró a esa mano como si fuera a salvarle de su penosa situación.

—Sí…, padre —comenzó a decir—, me arrepiento. ¡Que Dios me perdone! Fue una pelea… Esas cosas pasan… El vino… Estaba borracho —sollozó—. Estaba muy borracho. Si hubiera estado sereno no lo hubiera hecho.

—¿Quieres que te dé la absolución? —le preguntó el jesuita alzando el crucifijo.

El joven se hincó de rodillas. Enrique hizo la señal de la cruz sobre él.

Ego absolvo

—¿Y ahora, voy a morir? —preguntó una vez más Marcos, asiéndose a la sotana de Enrique.

—No, Marcos, no vas a morir —le dijo fray Francisco—. Anda, hijo, levántate y ven con nosotros.

Salieron al patio. El secretario del juez se fue hacia ellos y les preguntó solemnemente:

—¿Hay arrepentimiento sincero?

—Haylo —contestó Enrique.

—Procedo a levantar el acta —manifestó el funcionario judicial—. Que se cumpla pues el mandato de su señoría. ¡Oficial, ábrenos la puerta de la prisión! Desde ahora, Marcos Cabrera está bajo mi custodia.

Sin rechistar, el oficial dio las órdenes y los guardias abrieron las puertas. Los clérigos y el secretario salieron delante; detrás, custodiado por los alguaciles, el joven preso abandonó su prisión.

La singular comitiva anduvo en silencio, apresuradamente, hacia el centro de la ciudad. La gente, al verlos pasar, se unía a ellos. Pronto se convirtieron en una larga fila, grave y silenciosa, que encaminaba sus pasos en una dirección fija. De vez en cuando, Marcos sollozaba:

—¡Oh, Dios! ¡Dios mío! —Su expresión era extraña, anhelante, misteriosa—. ¡Señor! ¡Señor!

Algunos se ponían a su lado y le palpaban los hombros o le daban palmaditas en la espalda, como animándole, cariñosamente.

—¡Fuera! ¡Dejadle! —protestaban los alguaciles.

Finalmente llegaron a una concurrida plaza donde, además de numeroso público, se habían reunido las autoridades militares, civiles y eclesiásticas delante de la hermosa fachada de una iglesia. Los alguaciles abrieron paso.

—¡Dejad pasar! ¡Paso a la justicia!

La gente se apartaba respetuosamente. Sólo un sordo murmullo se escuchaba y de vez en cuando algún suspiro.

Enrique vio acercarse al prepósito de los jesuitas, el padre Agustín de Quirós, el cual, cuando estuvo cerca de él, se aproximó y le dijo al oído:

—Ahora verá, padre Enrique, el valor que tienen las imágenes en Sevilla.

Enrique se fijaba en Marcos Cabrera. Todo aquello le resultaba muy extraño. El joven preso estaba ansioso. Su delgadez, la palidez de su piel y la expresión casi delirante del rostro le daban el aspecto de un personaje de una de esas pinturas místicas propias de la época. Tiritaba. Era media noche y comenzaba a hacer bastante frío. El cielo se había despejado y una brillante luna lucía por encima de los tejados.

De repente la gente comenzó a agitarse. El murmullo creció y después se fue apagando con impositivos siseos. Se hizo un gran silencio. Todo el mundo tenía la mirada puesta en el extremo de la plaza, donde desembocaba una estrecha calle. En esa dirección se veía el resplandor en movimiento de una fila de cirios que iban llegando portados por circunspectos caballeros. Era el acompañamiento llamado «de luz». Detrás fueron entrando en la plaza los penitentes y por último los disciplinantes. Algo tétrico había en aquel desfile. El repiqueteo de los tambores, grave y solemne, precedió a una compañía de alabarderos. Las plateadas hojas de sus armas brillaban en la oscuridad por encima de las cabezas. De vez en cuando, las bucinas lanzaban su estridente y lastimoso quejido.

—Ya viene, ya viene —anunció el padre Quirós.

Por la angosta desembocadura de la calle apareció la figura tenuemente iluminada de un Jesús con la cruz a cuestas. Era el Jesús de la Pasión hecho por Juan Martínez Montañés apenas tres años antes; la portentosa talla que tanto enorgullecía al Maestro y que era especialmente venerada en Sevilla.

Sobrecogía aquella visión. La imagen se aproximaba por entre el gentío y daba la sensación de que caminaba sola. Inclinado hacia delante, el cuerpo describía una suave y airosa línea curva, soportando con poder y resignación el peso del madero; un pie adelante, firme en el suelo, mientras el otro, en el aire, impresionaba creando un real efecto de movimiento.

La muchedumbre convulsionó y como una oleada rodeó al Nazareno. De repente Enrique se vio arrastrado hasta el mismo pie de la imagen. Alzó la vista y se encontró con el rostro de Jesús. Era de un realismo inquietante, insuperable; con una elocuencia dramática estremecedora. La cabeza aparecía sumisa, agachada, con gran docilidad pero sin humillación. La corona de espinas, tallada aisladamente, se ceñía hiriendo la frente, de manera que unos hilos de sangre, viva, surcaban la cara de perfección helénica, pero serena, sin estridencias. Y la boca ligeramente abierta parecía exhalar fatigosamente aliento, o querer proferir una muda queja.

Apretujado por todos lados, el jesuita estuvo allí un rato, detenido, fijos los ojos en aquella visión. Nadie osaba hablar, nadie se movía, la multitud estaba como petrificada, pálida a la luz de la luna, contenida por un misterioso sentimiento. Hasta que los alguaciles avanzaron abriéndose paso hasta la imagen, llevando casi en volandas a Marcos Cabrera. La gente entonces se hizo a un lado y otro dejando un amplio espacio delante. El joven preso fue empujado y caminó tambaleándose hasta caer de rodillas a los pies del Nazareno. Alzó la mirada, sonrió y luego se deshizo en lágrimas.

—¡Soltadle! —gritó alguien.

Uno de los alguaciles sacó una navaja y cortó la soga que mantenía amarradas las manos de Marcos. Al verlo, la multitud prorrumpió en una jubilosa ovación. Muchos se abalanzaron sobre él y comenzaron a abrazarle y a sobarle.

—¡La madre! ¡La madre! —exclamaban—. ¡Que venga la madre!

De entre la gente salió una mujer delgada, vestida de negro, desgreñada, que fue empujada, alzada, suspendida en vilo sobre las cabezas y llevada al fin junto al preso liberado. Madre e hijo se abrazaron.

Enrique estaba acongojado. Una intensa emoción le oprimía el pecho y casi le impedía respirar. Se apartó de allí y se fue a un rincón. Miró una vez más la imponente imagen del Jesús de la Pasión que sobresalía sobre la masa tumultuosa. Un violento llanto se apoderó de él y fue como si sus energías contenidas se desparramaran y se liberara una intensa angustia acumulada.

Entonces sintió que alguien le ponía la mano en el hombro. Se volvió y vio a su lado al maestro Juan Martínez Montañés que le preguntaba:

—¿Está bien vuestra paternidad?

—Sí… No sé qué me ha sucedido —respondió Enrique—. Debe de ser el cansancio. Han sido tantos preparativos… Y ¡estas emociones!

—Sí —observó el Maestro—. Resulta muy emocionante. Fíjese vuestra paternidad que esa imagen la hice yo con estas manos, y aun así no falto aquí ningún año a esta hora, porque ni yo mismo me convenzo de que eso sea así. A veces me asalta la sensación, ¡tan real!, de que ese Jesús no es obra mía…

—¡Es una talla impresionante!

—Es el pueblo, la gente, la que le aporta ese misterio. La imagen es madera, padre, eso cualquiera lo sabe. Pero la fe… ¿Qué es la fe? Es fuerza, es vida… Y esta fe se palpa.

—Sí, parece una locura; pero hay algo… En el momento que ese Marcos Cabrera era indultado, me asaltó la fe en la redención final. En la liberación de este oscuro mundo, dominado por el mal.

—Eso mismo, padre. ¡Qué bien lo ha expresado vuestra paternidad!

—Al ver la imagen del Jesús, doliente —prosiguió Enrique animoso por transmitir su experiencia—, y al joven Marcos, indefenso, amarrado con esas sogas, el uno frente al otro, fue como una revelación. Fue como experimentar el sentimiento de algo que antes comprendía pero que no había percibido aún: que la historia humana de Jesús es una prueba extensa del amor de Dios por la humanidad, que constituye realmente una sola cosa con el mismo Dios, ya que es la historia humana del Hijo eterno… Y, todavía más, hasta qué punto el amor del Padre es capaz de comunicar vida, alegría y paz a toda la humanidad.

—Sí —asintió Martínez Montañés—, comprendo lo que dice, padre Enrique, aunque yo no sabría expresarlo con sus palabras, pues no tengo los estudios que vuestra paternidad; pero esos mismos sentimientos están dentro de mí y los expreso de la única forma que sé: dando forma a un pedazo de madera.

—Y el pueblo lo entiende, maestro Juan —observó emocionado el jesuita—. Y eso es importante. Los predicadores frecuentemente nos enredamos en las palabras y el mensaje se pierde… La tradición cristiana a menudo se ha centrado sobre todo en la experiencia de Dios en la paz y en el recogimiento de la oración. Pero, como hace un momento he comprendido al ver a esa masa de gente enfervorizada, es necesario descubrir también a Dios en la realidad en conflicto, en los problemas del mundo, en la angustia de los pobres, de los que sufren, en los que debemos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela.

—El Jesús de la Pasión frente al preso liberado —añadió el Maestro—. Dios mismo soltando las ataduras del hombre, haciéndolo libre y feliz por fin. Pero…, mientras ese momento no llega, ¿qué hemos de hacer, padre Enrique?; pues en esta tierra impera la esclavitud, la injusticia…, el mal.

Enrique se quedó pensativo. Asentía con la cabeza. Alzó los ojos. La luna desaparecía en ese momento detrás de nuevas masas de nubes que venían a cubrir el cielo. El rumor de la multitud y el sonido de los tambores y las bucinas se alejaba. La plaza estaba casi vacía, pues la imagen del Jesús de la Pasión se había ido para perderse de nuevo en el laberinto de calles siguiendo su itinerario. Martínez Montañés estaba frente a él, como aguardando una respuesta a sus palabras que aún flotaban en el aire.

—Luchar, maestro —dijo al fin el jesuita—, luchar con todas nuestras fuerzas para que esa liberación comience ya aquí. Jesús no se dejó dominar por ningún poder, por ninguna tiranía, viniese de donde viniese, e insistió en que lo fundamental era abrirse a Dios y al hermano.

Un poco más allá, todavía en el centro de la plaza, estaban solos Marcos Cabrera, su madre y fray Francisco Arjona, como si la multitud ya los hubiera olvidado. Enrique se dio cuenta de que le aguardaban a él. Con un gesto, se despidió de Martínez Montañés y caminó hacia ellos.

—¡Que Dios le bendiga, padre! —le gritó el Maestro a sus espaldas—. ¡Que haga vuestra paternidad mucho bien en las Indias!

Enrique llegó al centro de la plaza y vio que Marcos seguía tiritando. Se quitó la capa y se la echó al joven por encima de los hombros.

—Vamos, Marcos —le dijo—, ven conmigo. Mañana, cuando estés más tranquilo, te explicaré lo que se pide de ti. Ahora debes reponer fuerzas y descansar.