Madrid, 4 de abril de 1618
Siguiendo las órdenes del capitán Monroy, Tomás fue al acuartelamiento madrileño para buscar al sargento Manuel Prieto, pero allí le dijeron que se encontraba en Toledo reclutando gente y adquiriendo armas y que no regresaría hasta la Semana Santa. Como faltaban apenas diez días, el muchacho aprovechó para instalarse cómodamente en una posada merced a los ducados del préstamo. Y al haber mejorado su situación en la Villa y Corte se olvidó por completo de la Segoviana, del puente y de sus calamidades pasadas. Bien comido y descansado iba por Madrid de un sitio a otro, recorriendo las calles y husmeando por los garitos de juego, cuyas puertas aparentemente estaban cerradas por ser Cuaresma, pero que no dejaban de reunir a los viciosos del azar en su interior, clandestinamente, para jugarse los cuartos a los cientos, al parar, a la carteta o a los vuelcos. En media docena de aquellas partidas, al joven la suerte le deportó la posibilidad de doblar su dinero y su felicidad llegó al colmo.
Una tarde que iba por la calle Carnero, unido a unos cuantos amigotes de su edad que había encontrado en la Leonera, la taberna donde solían darse cita los mozos libertinos madrileños, sintió que alguien le asía por el brazo. Se volvió y se dio de bruces con la Segoviana que se abalanzaba a él para abrazarle.
—¡Tomasico, hijo, vida mía! ¿Dónde has estado? ¡Casi te hacía ya en las Indias!
Al verse de aquella manera, entre los brazos de la vieja prostituta y rodeado de las risotadas de sus compañeros de juergas, deseó que la tierra se hundiera bajo sus pies y le tragara.
—¡Déjame en paz! —le gritó a la mujer, fuera de sí, enrojecido de vergüenza y cólera.
—Pero… Tomasico… —balbució ella, queriendo sujetarle.
—¡Déjame, he dicho! —rugió él dando un salto hacia atrás.
—Anda, Tomás —dijo uno de los jóvenes que iban con él—. ¡Menuda novia tienes!
La chanza de los demás no se hizo esperar. Y Tomás, viendo que no podía hacer otra cosa, agarró a la Segoviana y la llevó aparte, a la vuelta de una esquina.
—¿Se puede saber qué quieres? —le gritó fuera de sí—. ¿Estás loca? ¿No te das cuenta de que pretendo hacerme un sitio en la milicia? Estamos en Cuaresma. Es peligroso para mí que me vean con putas.
—Sí, Tomasico —contestó ella, desconcertada—, precisamente eso me preocupaba. No he vuelto a saber nada de ti desde que…
—Mira, Segoviana —dijo él con firmeza—, te agradezco mucho lo que hiciste por mí —se entró la mano en la faltriquera—. Aquí tienes un par de ducados por la comida y el techo que me diste —y le alargó las monedas—. A partir de ahora, tú por tu camino y yo por el mío.
—Pero qué… ¡Serás canalla! —le gritó ella, arrojando las monedas con furia contra el suelo—. No lo hice por dinero…
Él se dio media vuelta y la dejó allí plantada.
—¡Queda con Dios, Segoviana! —dijo mientras se alejaba.
—¡Lo sabía! —sollozaba ella—. ¡Siempre caigo…! ¡No aprenderé nunca…!
Madrid, 14 de abril, Lunes Santo de 1618
En Semana Santa las tabernas de Madrid, como las de todo el reino, estaban cerradas a cal y canto. Los alguaciles municipales se cuidaban de que los locales públicos interrumpieran sus actividades, bajo advertencia de dar parte a la Inquisición y atenerse a las penas severas que se prescribían para los que incumplieran la ley. Nadie se atrevía a saltarse la férrea disciplina ascética que imperaba en las ciudades hasta el Domingo de Resurrección. Durante estos días, los frailes recorrían las calles haciendo sonar las campanas, llamando al arrepentimiento y la penitencia.
En los cuarteles le habían dicho a Tomás Llera que encontraría al sargento Manuel Prieto en la taberna de la calle del Lobo, una vez regresado de Toledo, pues era donde solía estar la mayor parte de su tiempo. Pero en la misma calle le dijo un vendedor de sardinas secas que el sargento vivía un poco más allá, en una casa de huéspedes que se dedicaba exclusivamente a albergar militares.
La fonda era un gran caserón que se encontraba adosado a las traseras de un convento. Tenía un par de patios grandes, caballerizas, almacén y un huerto destartalado donde se amontonaban restos de carrozas, mobiliario inservible y todo tipo de trastos que los huéspedes tuvieran necesidad de guardar por un precio módico. Fue en este espacio abierto y embarrado donde Tomás encontró a Manuel Prieto, ocupado con la ayuda de otros soldados en embalar material de guerra.
Cuando le indicaron cuál de ellos era la persona que buscaba, el muchacho se acercó decidido, se presentó y entregó el oficio que le había extendido el capitán Monroy. El sargento llevaba el traje clásico de los tercios; jubón pardo y calzón abultado con gastadas cuchillas, abundantes correajes y abotonadura estridente. Era un hombre corpulento, con la nariz en punta, los ojos hundidos y ojerosos y unas negrísimas barbas que parecían de alambre, con algunos hilos de plata. Era brusco, fanfarrón y locuaz, y su voz delataba una manifiesta inclinación a la bebida. Este hombre, aparentemente rudo e insensible, tenía a veces un algo que resultaba simpático. Sin decir palabra, se guardó el papel que le había entregado Tomás y siguió a lo suyo.
El muchacho estuvo durante un rato esperando a que aquellos rudos militares, malhablados y blasfemantes, terminaran de dar lustre a las rodelas, montar las ballestas e ir embalando los pesados jaeces guerreros de sus caballos; también limpiaron arcabuces, empaquetaron pólvora y municiones y enderezaron las hojas de alguna que otra pica en un cobertizo próximo, ennegrecido por el humo, en cuyo fondo brillaba el fuego y sonaba el martillo, en agudos y metálicos golpes, que manejaba hábilmente un herrero.
Cuando hubieron dado por terminados estos trabajos, era casi de noche y estaban todos sucios, sudorosos y malolientes. Entonces el sargento se fue hacia Tomás y le dijo:
—De manera que te manda Monroy.
—Sí —respondió el joven—; el capitán me dijo que vuaced me explicaría lo que he de hacer.
—Vaya, hombre —observó socarronamente Prieto—, últimamente sólo me manda Monroy a menudos de estatura, gorditos o enclenques. ¿No quedan hombres bien hechos en Castilla?
Tomás arrugó el morro al escuchar aquella impertinencia.
—Bueno, bueno, mozo —dijo el sargento—, no te enfades, que era una broma. Pero te advierto que esta compañía es lo más recio que tienen los tercios del Rey. Aquí sólo se admite a los que vienen con ganas de pelear, por muchas y buenas recomendaciones que traigan de arriba. ¿Entendido?
Tomás asintió con la cabeza, sin abandonar su gesto serio.
—¡Sánchez! —ordenó Prieto a uno de sus subalternos—. ¡Ocúpate de este nuevo!
Isidro Sánchez era un joven cabo delgaducho y pálido que constantemente reprimía una tos persistente. A pesar de su aparente debilidad física, debía de ser el cerebro de la compañía, el que llevaba las cuentas, los papeles y los demás menesteres que requerían inteligencia y orden. Los demás oficiales, en cambio, no parecían tener otro interés que comer, beber y maldecir.
Lo primero que hizo el cabo nada más ver a Tomás fue preguntarle:
—¿En qué caja te enganchaste?
—¿Caja? ¿Qué caja? —murmuró perplejo Tomás.
—¡Será posible! —protestó Sánchez—. ¿No comprendes? La caja es donde te reclutaron…
—Ah, bueno, pues…
—¡Vaya por Dios! Otro que no tiene ni idea —observó con expresión de desaliento el cabo—. ¿Qué pasa? Eres otro de los recomendados, ¿no?
—Yo… En fin —balbució Tomás—. Sé manejar la espada y…
—No, no, no. ¡No me vengas con cuentos, carajo! ¡No tienes ni zorra! Vamos, que vienes de las faldas de tu madrecita directamente. ¡Ay, Dios mío, qué calvario! ¿Quién te manda?
Tomás decidió ser sincero al ver que no podría engañar al cabo.
—Un consejero del Consejo de Indias —respondió—. Don Melchor…
—Sí, sí, sí, claro, no me digas más. ¡El jodido don Melchor Dávila! ¡Pues no anda despistado ese viejo! Ya nos ha colado a otros vivales.
—Traigo buenas referencias —se justificó Tomás—. No busco aprovecharme, ¡lo juro!
Sánchez lo miró más benévolamente. Tosió durante un rato. Luego le dijo:
—Está bien, está bien —tosió un par de veces más—. ¡Esta maldita tos! ¿Montas a caballo?
—Perfectamente.
—Bueno, menos mal. Anda, sígueme —le dijo echando a andar hacia el interior de la fonda—. Por lo menos pareces espabilado. Aunque… ¡No eres muy alto, carajo!
Sentados el uno frente al otro en una mesa tosca, el cabo le fue explicando al joven muchas cosas acerca del ejército: cómo se hacía el reclutamiento, sobre todo entre jóvenes hidalgos, colgando un tambor en la fachada de una casa para indicar que allí se hacían las listas, y como a ese tambor se le llamaba «caja», a la casa en cuestión se la conocía como «caja de recluta». También Sánchez se quejó, como el capitán Monroy, de que últimamente proliferaban en las milicias gentes de mala vida, especialmente en los tercios que estaban destinados a las Indias, individuos de escasa reputación, vagabundos y aprovechados guiados solamente por el interés del botín o buscando escapar de la justicia. Detenidamente, le fue detallando los diversos rangos que componían el mando: maestre de campo, sargento mayor, capitán, alférez, teniente barrichel, sargento y cabo; así como los cargos de médico y cirujano; las obligaciones y privilegios que cada uno de estos oficios militares conllevaba y los haberes mensuales que recibían. Después le explicó el funcionamiento del tercio en el campo de batalla y las unidades que lo componían: piqueros, rodeleros y arcabuceros; según las armas que utilizasen, ya fueran picas, escudo y espada o arcabuces. Y finalmente, la forma de entrar en combate: desplegándose el tercio en formaciones regulares en cuyos ángulos se situaban los arcabuceros, los piqueros en el centro y los rodeleros detrás; y bien protegidos, pero visibles, las banderas y los tambores.
Mientras daba todas estas explicaciones, mecánicamente, Sánchez sólo se detenía para toser de vez en cuando. Su pálido rostro se enrojecía entonces, escupía y se quedaba tranquilo un rato.
—¡Esta maldita tos! —repetía.
Aprovechando una de esas interrupciones, Tomás, que escuchaba atentamente, preguntó:
—¿Y yo? ¿Qué puedo hacer yo?
El cabo se lo quedó mirando muy serio. La tos le asaltó de nuevo. Convulsionó, carraspeó, esputó, escupió… Tomó una bocanada de aire y la expulsó diciendo:
—Lo que te manden; de momento, lo que te manden.