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Sevilla, 23 de marzo de 1618

Durante casi toda la Cuaresma Enrique estuvo dedicado a recorrer los talleres de imaginería sevillanos. Cada mañana salía y se perdía por las calles estrechas, retorcidas, callejones sin salida, pequeñas plazas… Atravesaba los patios de vecinos abarrotados de macetas y de ropa en los tendederos e iba al encuentro de los peculiares maestros imagineros, cada uno de los cuales tenía su propio misterio, su mística. Conversaba con ellos de lo humano y lo divino y procuraba impregnarse de aquel arte nacido de la mezcla de la más profunda teología con la más humana filosofía. Llegó a familiarizarse con la afición hispalense a la madera tallada. Y estaba contento por haber descubierto esa apasionada perspectiva de la fe; pero sobre todo porque, visita a visita, había reunido una treintena de imágenes nada desdeñables: crucificados, dolorosas, amarrados, inmaculadas, sanjosés, sanmigueles… que, aunque decían que eran poco afortunados, a él le parecían de lo más aparente para la misión que habían de cumplir en las Indias. Ahora sólo le quedaba encontrar al menos un par de escultores que estuvieran dispuestos a embarcarse para llevar su arte a las reducciones.

En la calle de la Ballesta visitó al viejo maestro Gaspar de la Cueva, que ya casi había perdido la vista, pero los oficiales que trabajaban en su taller no parecían dispuestos a abandonar la oportunidad de suceder al maestro justo ahora, cuando estaba a punto de retirarse. Estuvo también en casa de Francisco Ocampo y Felguera, el otro gran maestro que había sido discípulo de Martínez Montañés, y tampoco quiso ninguno de los escultores asociados a él dejar un taller que por entonces era el que más encargos recibía en Sevilla. En la calle Pasaderas de la Europa próxima a la Alameda de Hércules, estaba instalado el gran Juan de Mesa y Velasco. También se trasladó el jesuita allí una mañana, y se maravilló contemplando el precioso Cristo al que llamaban del Amor, a medio esculpir, que recientemente había sido encargado al maestro por la Cofradía de la Sagrada Entrada en Jerusalén y que difícilmente iba a estar terminado para las procesiones de este año. Sus oficiales, atareadísimos, también declinaron la invitación a hacerse a la mar esa primavera. Fue el propio Juan de Mesa y Velasco quien le explicó a Enrique muchas cosas de la Semana Santa de Sevilla, no ya sólo acerca de las imágenes, sino de las cofradías que eran las que costeaban los gastos de esta prolija imaginería que estaba tan en boga. Él le contó cómo cien años antes se había fundado en Sevilla la Hermandad de la Santa Caridad y Entierro de pobres, con la finalidad de procurar cristiana sepultura a los esclavos y menesterosos que morían en las atarazanas y en el Arenal, así como a los muchos ahogados que eran sacados del Guadalquivir. Después, dicha hermandad, que tenía su sede en la capilla de san Jorge, se encargó de atender a pobres, enfermos y accidentados de los trabajos de carga y descarga del puerto. Ya en esta época, eran los gremios y las asociaciones de artesanos los que se unían formando cofradías: toneleros, correcheros de hilos de oro, plateros, colcheros, latoneros, cesteros, tejedores de oro, seda y paños, cereros, pasamaneros, carboneros, marineros, mesoneros, panaderos, tejedores de seda, arcabuceros, torcedores de seda, cirujanos y sangradores, bodegueros… Hacía décadas que en Sevilla se manifestaba el gusto por los cortejos y procesiones que desbordaban las calles con los desfiles de las cofradías de sangre y pasión o de gloria, según el sentido que dieran al culto de sus imágenes.

Llovió sobre Sevilla a finales de marzo. Cayó un agua de primavera en densos chaparrones que transformó las calles polvorientas en barrizales. La gente iba de un lado para otro, algo desorientada, con los trajes chorreando agua y los pies empapados. La cuaresma tocaba a su fin, pues se avecinaba la Semana Santa, y una cierta inquietud reinaba en el ambiente. Por estas fechas, los preparativos de la flota en el puerto estaban muy avanzados y los que iban a pasarse a las Indias andaban nerviosos ultimando los trámites en la Contratación y reuniendo todo lo necesario para el viaje.

Como el tiempo no permitía hacer otra cosa, Enrique leía y leía en la biblioteca de la Casa Profesa de los jesuitas. Fue en aquellos días de lluvia cuando vino a dar con unos interesantes memoriales que le llenaron de admiración. Estaban escritos por un tal Martín de Orué y venían a contar muchas cosas del Paraguay, al cual llamaba la verdadera «Tierra Rica» de las Indias, manifestando el asombro de los conquistadores al descubrir que era una tierra fértil y pródiga, que tenía resuelto el problema del sustento. De esta manera trasuntaba el escrito la admiración de Orué: «En esta ciudad y su tierra se da mucha comida en tal manera que casi todo el año se provee de la heredad, porque el maíz se da dos veces en el año, de seis en seis meses, y los tres meses de cada cosecha, después que se comienza a comer, está en el campo para amigos y enemigos, de manera que en el año aquí para los basamentos se puede decir que no es más de seis meses, porque en una cosecha se recoge maíz, frijoles, habas, calabazas, melones, mandulgues, frutas de la tierra…». Con tales expectativas, comprendía Enrique que la Compañía estuviera tan dispuesta a organizar una sociedad exclusivamente con indios, mostrándoles las posibilidades que ofrecía su tierra. También leyó un interesantísimo libro que le proporcionó el bibliotecario padre Maldonado: La Relación y Comentarios del gobernador Alvar Núñez Cabeza de Vaca de lo acaecido en las dos jornadas que hizo a las Indias. Era un magnífico volumen impreso en Valladolid en 1555 por Francisco Fernández de Córdoba y que comprendía dos partes: los Naufragios en que se narraban las aventuras de Alvar Núñez en la Florida y Texas y los Comentarios que se referían al viaje y gobierno del Paraguay hasta su deposición en 1544. Las aventuras y desventuras que se relataban en esta obra le proporcionaron al jesuita muchos momentos de emocionada lectura. Pero más se entretuvo aún con el libro que había dejado para el final: El Viaje y Derrotero a las Indias, que estaba escrito por un alemán, un tal Ulrico Schmidl, soldado o sargento de la armada de Mendoza y que permaneció en el Paraguay hasta 1553 en que regresó a su país. Esta obra había aparecido en una colección alemana de viajes y su fama había sido tan extraordinaria que fue traducido a todos los idiomas europeos de la época. Los jesuitas le reconocían como autoridad indiscutible a la hora de conocer la historia del Paraguay. Aunque, más que el testimonio histórico, a Enrique lo que le hizo disfrutar fue el tono tan elemental y sincero del escritor alemán a la hora de describir sus andanzas en el Nuevo Mundo, resultando una crónica de vivida autenticidad. Estas lecturas acrecentaban en él el deseo de que llegara el momento de embarcarse.

Una de estas mañanas que estaba ensimismado con uno de estos libros, vinieron a avisarle de que Juan de Mesa preguntaba por él en la portería. Bajó y se encontró al escultor muy mojado, dando tiritones.

—Pero… —le dijo Enrique, sorprendido—. ¿Adónde va vuestra merced con estas lluvias? Ande, maestro, pase al recibidor y arrímese al brasero.

Los dos se sentaron frente a frente en unos butacones, dejando en el medio el gran brasero de cobre donde el portero removió las ascuas y enseguida se expandió un agradable calor.

Juan de Mesa tendría unos treinta y cinco años y era un hombre alegre, apasionado, de amplia frente y grandes ojos que transmitían su entusiasmo por vivir. Continuamente manoteaba con unas manos firmes, grandes, que estaban perfectamente conectadas con su mente clara.

—Tengo lo que buscan —le dijo a Enrique.

—¿Lo que buscamos?

—Sí, padre, al escultor. Tengo a la persona ideal.

—¿Quiere decir vuestra merced que ha encontrado a alguien que quiere venirse a las Indias para enseñar la talla? —preguntó con asombro Enrique.

—Eso mismo. Ande, acompáñeme vuestra paternidad a un sitio y le presentaré a esa persona —dijo Juan poniéndose en pie.

—Pero…, maestro, si llueve a mares.

—Hágame caso, padre Enrique —insistió el maestro—, que ya se alegrará vuesa paternidad.

—Bien, bien, vamos.

Se echaron los capotes por encima y salieron a las calles donde el aguacero arreciaba. Juan de Mesa iba delante, muy decidido, deprisa, y Enrique le seguía sorteando los charcos.

Sevilla no estaba hecha para la lluvia. En esta época había perdido su introspección de antes y las fachadas y las portadas estaban volcadas hacia las calles y plazas, de manera que los patios anegados vertían las aguas al exterior. Muchas casas estaban abiertas de par en par y verdaderos ríos lodosos se deslizaban por sus pasillos y corredores creando una visión desoladora. Los tejados desaguaban y los canalones no daban abasto. Grandes chorros caían sonoramente por las vertientes, sobre el enlosado del acerado, y las paredes rezumaban.

—Vaya Semana Santa se nos avecina —comentó Enrique.

—Dios quiera que escampe —rezó Juan de Mesa.

Perdidos en el trazado viario, estrecho y tortuoso, que tan mal pavimentado estaba, llegaron al convento de los padres Terceros, a la iglesia de la Anunciación. Entraron en el templo y se encontraron allí reunidos a mucha gente. Antes de avanzar, en el cancel, Juan de Mesa le explicó a Enrique:

—Hoy es un día grande. Resulta que se juntan aquí dos cofradías que van a unirse definitivamente ante escribano público: la Hermandad de la Sagrada Entrada en Jerusalén, fundada por el gremio de Medidores de Alhóndiga, y la del Amor de Cristo y Madre de Dios del Socorro, que se fundó con el deseo de socorrer presos en las cárceles de Sevilla. Ambas estaban antes en iglesias diferentes, pero procesionaban el mismo día y ha parecido oportuno que sean una misma cofradía.

Dichas estas explicaciones, avanzaron hacia el altar mayor, donde se encontraban congregados los cofrades. Enrique se fijó en aquellos rudos hombres que parecían serias estatuas con sus graves rostros iluminados por los cirios que portaban. Estaban todos muy atentos a la plática de un fraile rechoncho y campechano que tenía un pronunciado acento andaluz.

—Y ya saben vuacedes —les decía—, que en estos malos tiempos, en que los demonios de Lutero amenazan la fe en Europa, y que grandes enemigos del Papa levantan calumnias a la Iglesia de Jesucristo, hemos de unirnos más que nunca. Que estas hermandades vuestras, hechas una hoy, delante de Dios, como en santo matrimonio, sepan defender las únicas verdades: ¡Oración, hermanos míos! Mucha oración, penitencia, sacrificios, caridad… ¡Eso es lo que falta a este mundo! Y ahora, amadísimos hermanos de esta nueva y unificada Hermandad de la Sagrada Entrada en Jerusalén, Santísimo Cristo del Amor, Nuestra Señora del Socorro y Santiago Apóstol, ¡proclamad todos a una el solemne voto y juramento que habéis aprendido!

Los cofrades, muy serios, forzando reciamente sus voces, pronunciaron el siguiente juramento:

«Juramos creer, proclamar y defender, hasta derramar sangre, si preciso fuere, que María Santísima, Madre de Dios y Señora Nuestra fue concebida sin pecado original».

Después se cantó la salve, hubo aplausos, vivas, abrazos y emocionadas felicitaciones. Se firmó el documento ante el escribano público que estaba presente y se formalizó la unión.

Juan de Mesa y Enrique aguardaron hasta que todo hubo concluido y luego se acercaron hasta la sacristía.

—¡Hombre, mi queridísimo escultor! —exclamó el fraile al ver entrar a Juan—. Ya me extrañaba a mí que no acudieras en un día tan señalado.

—Sabe vuestra reverencia que estoy muy atareado —explicó el escultor.

—Bueno, bueno, siempre quejándose —dijo paternalmente el fraile—. Si andas atareado es porque hay trabajo, y si hay trabajo es porque te encargan imágenes, y si hay imágenes es porque hay fieles que las demandan… ¡Todo sea para gloria de Dios! ¿No es así, querido amigo?

—Así es, tal y como lo dice vuesa reverencia.

—Bueno, bueno, hijo —dijo ahora el fraile mirando a Enrique— y, supongo que éste es el jesuita del que me hablaste, ¿no?

Juan de Mesa hizo las presentaciones. El fraile era el padre fray Francisco de Arjona, un conocido tercero que andaba constantemente metido en el mundillo de las cofradías y la imaginería. Era uno de los religiosos absolutamente convencidos de que la fe del pueblo supera a cualquier teología y dedicaba su vida a andar por los barrios sevillanos captando cofrades y organizando obras de caridad. Recorría las atarazanas del puerto para socorrer a los menesterosos, visitaba las cárceles, sepultaba los cadáveres abandonados, recogía niños y ancianos vagabundos… Pero su mal genio y su carácter furibundo le hacían más famoso por sus pendencias y acometidas que por la bondad de sus acciones.

—De manera que vuestra paternidad piensa embarcarse en la próxima salida a Indias —le dijo a Enrique.

—Sí, al Guairá —contestó el jesuita.

—Y ha reunido una buena colección de imágenes para que los indios aprendan a venerarlas en sus iglesias —añadió—. Ya me lo ha contado todo mi querido escultor. ¡Qué buena obra! Ay, esas criaturas de alma limpia… ¡Qué hermoso debe de ser tratar con indios! No aquí, que andan todos resabiados.

—Efectivamente —observó Enrique—. Las misiones pretenden crear una nueva cristiandad, lejos de los resabios de nuestra vieja cultura.

—Naturalmente —asintió el fraile—. Y para eso, claro está, hay que trabajar duro, pero que muy duro… Parecéis fuerte, querido padre Enrique, esa naturaleza vuestra os ayudará.

—Sí que es fuerte —confirmó Juan de Mesa—. Le he visto cargarse una inmaculada de cedro que debía pesar casi tres arrobas.

—Bien, vayamos al grano —propuso el fraile—. De manera que, además de imágenes, necesitáis algún escultor, según me han dicho. ¿No es así, padre Enrique?

—Así es.

—Pues yo puedo proporcionaros a uno que estaría dispuesto a embarcarse. Y es un magnífico oficial. Perfectamente puede hacer de maestro en el mejor taller.

El rostro de Enrique se iluminó.

—¿Dónde está ese hombre? —preguntó.

—En la cárcel —respondió el fraile.

—¿En la cárcel? —exclamó preocupado Enrique.

—Sí —contestó el fraile muy sonriente—. Pero no se preocupe vuestra paternidad. Marcos Cabrera, que así se llama el escultor, es un buen muchacho. Ha sido la mala fortuna la que ha dado con él en prisión, pero su corazón es limpio.

—Pero… ¿qué ha hecho? —quiso saber el jesuita.

—Mató a un hombre —respondió circunspecto fray Francisco.

—¡Dios mío! —exclamó Enrique—. Eso tiene mal arreglo. ¡Cómo van a dejarlo libre!

—Ya os he dicho que fue cosa de la mala fortuna —observó el fraile—. Una riña de taberna; demasiado vino, eso, demasiado vino… ¡Y mujeres! En Sevilla, vino y mujeres son una mezcla explosiva; Pero dejadme a mí hacer. Yo sé cómo sacar a Marcos Cabrera de la cárcel.