Madrid. 21 de marzo de 1618
Acompañando a la Segoviana, Tomás Llera visitó los principales mentideros de Madrid, por las mañanas, cuando ella andaba ociosa e iba a mezclarse con los corros de cómicos, militares, estudiantes, forasteros y desocupados que formaban la turbulenta marea urbana que pululaba por la Villa y Corte. Ella se manejaba de maravilla en estos ambientes donde era muy conocida. Desde la calle Mayor, pasando por las gradas de San Felipe el Real, en los aledaños de la Plaza de la Villa, por las puertas de las principales mancebías donde había ejercido su oficio, en las coimas y garitos más conocidos, fue buscando con ahínco la solución al problema del muchacho. Hasta que en la que llamaban la Casa Llana, donde ejercía de tapadora una vieja de nombre Sinforosa, conocida como la Osa, hallaron la manera de acceder al despacho de don Melchor Dávila. Y fue un cliente de la casa, funcionario de la Real Hacienda, el que se comprometió a facilitar el contacto después que ambas rameras le suplicaran a coro.
—Bien, bien —asintió el funcionario abrumado por la súplica—. A ver, muchacho, déjame echar un vistazo a esa carta.
Tomás sacó el papel una vez más después de haberlo mostrado por lo menos en una cincuentena de ocasiones, aquí y allá, durante dos semanas, sin que nadie quisiera echarle una mano. El funcionario lo leyó circunspecto, apretó los labios, frunció el ceño y meneó la cabeza.
—Bueno, bueno —dijo gravemente—. En efecto, firma y sello son verdaderos. Lo que no comprendo es cómo andas tan desapañado y… —miró a las mujeres— entre, bueno, entre… En fin, que con tales referencias deberías haber encontrado ya tu acomodo en la milicia.
—¡Me robaron! —aseguró crispado Tomás—. ¡Me engañaron y me sacaron los cuartos! He andado de un sitio a otro sin que nadie me tendiera una mano. Tenía la carta, pero aquí en Madrid sin cuartos uno no puede hacer nada.
—Comprendo, comprendo —asintió el funcionario—. En fin, vente conmigo al Alcázar y veremos lo que se puede hacer.
—¡Ay, Dios se lo pagará! —exclamó la Segoviana—. Tomasico, ¿has visto cómo había yo de encontrar el remedio a tus desdichas? —y abrazó al muchacho de tal forma que casi le hizo desaparecer entre sus carnes abundantes y sus coloridos trapos.
El Real y Supremo Consejo de Indias residía en esta época en el Alcázar. Con anterioridad había seguido a la corte en sus desplazamientos, sin tener una residencia fija. Pero al establecerse el rey en Madrid, el Consejo residió definitivamente en la vieja fortaleza que ya albergaba además a otros altos organismos del Reino. Ya desde 1571 se habían dictado ordenanzas que habían reorganizado esta institución. En ellas se señalaban qué funciones correspondían a esta suprema oficina destinada a resolver los asuntos de Indias. Principalmente le correspondía llevar a cabo los sistemas de control sobre el Nuevo Mundo: el Juicio de Residencia o examen judicial, al cual eran sometidas todas las autoridades al finalizar sus gobiernos; la rendición de cuentas de las gestiones hechas por los funcionarios examinados y la organización de las visitas, que consistían en los viajes de inspección a los virreinatos y a las gobernaciones. También el Consejo de Indias era el encargado de elaborar las ordenanzas, reales cédulas y otros documentos de carácter legislativo; así como ejercer de árbitro en los conflictos de competencia surgidos en las Audiencias, o los conflictos que se suscitaban entre los organismos y los particulares.
Por la importancia pues de esta alta institución, Tomás Llera no podía haber encontrado una mejor oportunidad para enderezar sus pasos hacia el Nuevo Mundo. Una vez que pudo acceder hacia el interior del alcázar y, obedeciendo las orientaciones que le dio el funcionario de la Real Hacienda, pronto estuvo en el despacho de don Melchor Dávila, al cual entregó la recomendación del duque de Feria que le había proporcionado el secretario don Sisenando López.
El despacho del consejero era austero, algo lúgubre y frío. Por todas partes se amontonaban los legajos y los libros de leyes, y el olor de las carpetas de piel de becerro, así como el de la humedad, lo impregnaba todo. Don Melchor Dávila era pequeño de estatura, anciano y aparentemente mermado de fuerzas. La mano con que sostenía la carta le temblaba acentuadamente, por lo que el muchacho pensó que difícilmente podría leer el contenido con tal movimiento. Pero, finalmente, el consejero pareció haberse enterado bien de lo que en ella se explicaba porque salió desde detrás de la gran mesa que le servía de escritorio, miró a Tomás de arriba abajo y preguntó con una vocecilla casi inaudible:
—¿Tienes la limpieza de sangre, el certificado de buen cristiano y todo lo demás?
El muchacho extrajo los papeles de su faltriquera y se los extendió con gran respeto.
—Aquí los tiene vuestra señoría.
Don Melchor los examinó sosteniéndolos con su temblorosa mano.
—Así que don Tomás Llera —observó—, hijo de hidalgo de Zafra, bien recomendado por el señor duque de Feria. Y quiere vuestra merced hacerse a la nueva provincia del Guairá, en el virreinato del Perú. ¿Por qué precisamente a ese sitio de las Indias, muchacho?
Tomás se encogió de hombros. Le habían dicho que era al Guairá donde debía ir y él no se había planteado otra cosa diferente. Simplemente se fiaba de lo que don Sisenando le dijo a su padre.
—Bueno —añadió el funcionario—, veo que en cosa de Indias no está vuestra merced muy puesto. Eres muy mozo; dieciséis años dice aquí.
—Pronto haré los diecisiete.
—Es buena edad. Mejor mozo, como tú, que no maduro. Cuanto más joven, más fácil resulta hacerse a aquello. No te creas que lo de pasarse a Indias es cualquier cosa. ¿Estás seguro de lo que vas a hacer?
—Sí, señoría, muy seguro.
—Bien, mozo, así me gusta; decisión. Pero no sólo eso basta. ¿Tienes ahí dinero necesario para el viaje y para los pagos que son menester?
—No tengo blanca —respondió apesadumbrado Tomás.
—Mala cosa —dijo meneando la cabeza don Melchor—. En fin, veré lo que puedo hacer por ti. Pásate por aquí, Dios mediante, dentro de una semana. Aunque no está la cosa fácil, con las buenas referencias que traes, veré la manera de encontrarte algo adecuado. Te extenderé un billete para que no tengas que esperar en la fila de la entrada.
El muchacho salió de allí loco de contento. Recorrió aprisa los laberínticos corredores del Alcázar, donde se cruzó con todo tipo de caballeros, funcionarios, dignatarios y demás gente de buena apariencia, y salió al exterior donde inspiró una bocanada de aire fresco, entusiasmado al ver que parecía enderezarse su suerte.
Un poco más allá, al final de la explanada le aguardaba la Segoviana, apoyada en su carro. Al verle, le preguntó desde lejos:
—¿Qué te han dicho?
Tomás corrió hacia ella, sonriente, con cara de satisfacción.
—Que verá lo que puede hacer por mí. Ese señor ha estado muy amable. Me parece que me lo va a arreglar. Dentro de una semana he de regresar y me ha dado este papel con su firma y su sello para que pueda entrar en el Alcázar sin guardar cola.
—No te hagas muchas ilusiones, Tomasico —le dijo la Segoviana—. Estas gentes importantes se olvidan mañana de lo que dicen hoy. Tú, hazme caso, mañana vienes con ese papel que te ha dado el señor y te haces presente.
—Pero… ha dicho una semana.
—¡Hazte caso de mi menda, Tomasico! Tú mañana aquí.
A la mañana siguiente, obedeciendo al consejo de la Segoviana, Tomás estaba de nuevo en el Alcázar. Mostró el billete en la entrada y enseguida le franquearon el paso. Iba él muy interesante por los pasillos que ya se conocía bien, vestido con mejor compostura que el día anterior, gracias a las prendas que la mujer le había conseguido, aseado y con mayor confianza en sí mismo. Como era temprano, tuvo que aguardar sentado en un banco a la entrada del despacho de don Melchor.
Al cabo vio aparecer al funcionario por el fondo del pasillo. Venía pensativo, distraído, con la mirada perdida hacia el suelo y las manos atrás. Pasó delante de él, saludó y entró en sus dependencias. Tomás se dio cuenta de que no le había reconocido.
El muchacho estuvo allí sin saber qué hacer un rato, decidiendo si debía entrar o no. Finalmente se armó de valor y golpeó la puerta con los nudillos.
—¡Adelante! —escuchó gritar a la débil voz de don Melchor.
—Con su anuencia, señoría —se presentó Tomás asomando discretamente la cabeza por la puerta entreabierta.
—Pase, pase vuestra merced —dijo el funcionario.
—Aquí me tiene, don Melchor, a lo que mande vuestra señoría.
—¿Eh? —dijo extrañado el anciano consejero, mirándole de arriba abajo—. ¿Y quién es vuaced, si puede saberse?
«Dios mío, no me reconoce —pensó Tomás sumamente desconcertado—, estuve aquí ayer mismo y no me reconoce». Entonces se confirmaron sus sospechas: don Melchor padecía de cierta amnesia senil. Tal vez seguía siendo eficiente para algunas cosas, pero su despiste era ya grande. El muchacho se quedó pasmado durante un rato. Su cabeza daba vueltas y vueltas intentando encontrar unas palabras adecuadas para aquel frustrante momento. Se planteó volver a repetir todo lo que había dicho al funcionario el día anterior, pero enseguida reparó en que tal cosa sería inútil, pues al día siguiente habría que empezar de nuevo. Recordó que su abuelo, en el último lustro de su vida había estado en una situación semejante; jamás recordaba lo que había hecho recientemente, aunque su memoria abarcaba a un lejano pasado. Tomás, siendo niño, se aprovechaba de esta circunstancia y le sacaba al abuelo lo que quería, pidiéndole una y otra vez un maravedí, que el anciano le daba gustoso, olvidado de que ya le había entregado varios. La astucia del pequeño de los Llera se despertó entonces y se puso a trabajar, urdiendo un rápido plan.
—Soy Tomás Llera —le dijo al funcionario—. Vuestra señoría me dijo que viniera a primera hora de la mañana para darle solución a mi asunto.
—¿Eso te dije? —respondió el funcionario con la mirada perdida—. ¿Y qué asunto es ése?
—Lo de mi pase a las Indias. Me dijo vuestra señoría que viniera, ¿no lo recuerda?, que hoy mismo me indicaría a la persona que me había de facilitar las cosas. Me habló vuestra señoría —aseguró él arriesgándose al máximo— de un capitán a cuyo servicio me recomendaría.
—¿De un capitán? —murmuró pensativo don Melchor.
—Sí, haga memoria vuestra señoría. Le entregué una carta del duque de Feria —le dijo Tomás muy seguro, mezclando la realidad con el engaño—, ¿no lo recuerda? Y vuestra señoría me dijo que hoy me pondría al habla con ese capitán para lo de mi paso al Guairá, en el virreinato del Perú.
—Ah… Sí, lo recuerdo —asintió el consejero, pero sin demasiado convencimiento—. En fin, claro, claro, lo del Guairá. Precisamente… creo que hay algo de eso por aquí. A ver… —levantó una campanilla y la hizo sonar varias veces—. ¡Don Baldomero! ¡Don Baldomero! —gritó con su vocecilla temblorosa.
Al momento apareció un solícito secretario, casi tan anciano como él, con gruesos anteojos que casi hacían desaparecer sus ojillos diminutos en la redonda faz.
—Mande, vuestra señoría —dijo respetuoso, inclinándose en una reverencia.
—A ver —le ordenó don Melchor—, este joven ha de embarcarse para las Indias, concretamente al Guairá. Extended inmediatamente una orden mía para el departamento correspondiente y que pase al servicio de un capitán.
—Como mande vuestra señoría —asintió el secretario—. Sígame vuestra merced, joven, que enseguida haremos los trámites —le pidió a Tomás.
El muchacho, muy agradecido, se inclinó ante el anciano consejero y se despidió con solemnidad. Cuando salió de allí, detrás del secretario, iba loco de contento, casi a punto de saltar, felicitándose porque su rápido y astuto plan había dado resultado.
En las oficinas donde fue atendido a continuación, otros funcionarios subalternos estuvieron revisando lista tras lista, buscando un lugar adecuado donde ubicarle, sin dudar en ningún momento que la orden del consejero don Melchor Dávila fuera de lo más oportuna. Hasta que estuvieron seguros de haberle encontrado el destino ideal. Un escribiente avispado, que estaba situado en una mesita algo apartada en un rincón secundario, le sentó frente a él y le dijo:
—Muy bien, don Tomás Llera, se supone que estaréis ducho en las armas y versado en los menesteres de la milicia, ¿no?
—Claro, claro —aseguró el muchacho muy serio.
—Perfectamente, pues al grano —le explicó el escribiente con los ojos fijos en los papeles que manejaba con gran soltura—. Desde hoy mismo pasaréis a las órdenes del capitán don Alonso Monroy, el cual está encargado de formar la milicia que ha de partir para el Guairá en la próxima salida de la flota de Indias.
—¿Y dónde podré encontrar a ese señor capitán? —quiso saber Tomás.
—Aquí, en este trozo de papel os anotaré su dirección. Y éstas —le dijo entregándole una carta—, además de las que ha extendido el señor consejero, son vuestras referencias.
—Gracias, muchas gracias —se deshizo en reverencias Tomás.
—No, no, dadle las gracias al consejero don Melchor Dávila, que se ha dado prisa en proveer a favor vuestro.
Con sus papeles en mano, Tomás salió del Alcázar y se dispuso a ir en busca de la persona que le habían indicado. Una vez en la calle, desdobló la nota con la dirección y leyó:
Don Alonso Monroy
Capitán de los Tercios
Calle de las Cadenas, Posada de Manuela Gallego.
Dispuesto a no perder ni un momento, allí mismo preguntó por dicha calle y le indicaron por dónde debía ir. Apresuró sus pasos. Los pensamientos se sucedían en su cabeza a la misma velocidad que recorría los adarves, las puertas de la muralla y las plazas. Finalmente llegó a un callejón amplio y allí encontró fácilmente la posada de Manuela Gallego.
Las dependencias del capitán Monroy estaban en el piso alto. La posadera acompañó al muchacho y ella misma golpeó suavemente la puerta con los nudillos.
—Señor capitán, señor capitán —anunció con gran respeto—, un mozo pregunta por vuestra merced.
Se escucharon unos recios pasos en el suelo de madera y el correr de un cerrojo. La puerta se abrió y apareció en camisón un hombre de unos cincuenta años, alto, con el cabello y la barba completamente blancos y la piel seca, amojamada, surcada por innumerables arrugas. Con sus brillantes ojos miró a Tomás directamente y le preguntó con una voz gutural, autoritaria.
—¿Qué te trae, mozo?
Tomás le alargó la carta. El capitán la leyó despacio. Después volvió a mirar agudamente al muchacho, como queriendo traspasarle con su mirada. Despidió a la posadera y se hizo a un lado indicándole a Tomás que pasara con un gesto de la mano.
—Aguarda aquí —le dijo muy serio—, que voy a vestirme. —Y le señaló con el dedo una silla.
El muchacho se sentó. Era una sala lóbrega, oscura, que tenía un aspecto de comedor triste, con todas las sillas pegadas a las paredes y una vieja mesa en el centro. Había un armario alacena al fondo, hecho en el hueco de la gruesa pared, con unas cortinillas rojas. También, a un lado había un pequeño escritorio en cuyo tablero se encontraban extendidos en desorden numerosos papeles, un manojo de cálamos y una caja de caudales de hierro. En un perchero destartalado estaban colgados un par de sombreros de militar con sus plumas, una capa oscura y una gran espada suspendida de su correaje cuya cazoleta broncínea brillaba muy pulida.
El capitán Monroy apareció vestido con un jubón militar ajado, calzones con cuchillas y un cuello de encaje amarillento. Si no fuera por las insignias y los botones no podría adivinarse su alto rango. Se sentó frente a Tomás y, una vez más, volvió a penetrarle con su aguda mirada antes de decirle:
—De manera que te llamas Tomás Llera, muchacho, y eres hidalgo. Esa recomendación que traes es demasiado alta para ir al Guairá. Un agarre así… para México, la Nueva España, el Potosí… Pero para el Guairá… ¿Por qué quieres ir al Guairá?
—¿Es acaso mal sitio el Guairá, señor capitán? —preguntó a su vez Tomás.
—Bueno, según se mire —respondió circunspecto Monroy—. Pero desde luego nadie se mata por ir allí. Por eso me extraña que tú, teniendo unos asideros tan importantes, te hayas decidido precisamente por esa provincia. ¿Qué pretendes hacer en las Indias? ¿Fortuna? ¿Rango? ¿Aventuras?
—¡Qué sé yo! —contestó el muchacho encogiéndose de hombros—. Un poco de todo, supongo.
El capitán sonrió de medio lado. Se acarició la barba canosa y le dijo sin dejar de escrutarle con su aguda mirada:
—No son éstos buenos tiempos. Antes era fácil hacerse un sitio en las Indias. Los conquistadores iban a hacer la guerra a los indios con la intención de convertirse en señores de vasallos. Cuando se finalizaba una entrada, la mayoría de los capitanes, tenientes, alféreces, sargentos o cabos se convertían en encomenderos, hacendados, mercaderes o cualquier otra profesión que les brindara el acomodo necesario para vivir la buena vida. Pero hoy día hay leyes que regulan los servicios personales y los asentamientos. Si lo que pretendes es aprovecharte, te aconsejo que te lo pienses mejor, supongo que te hablaron del Guairá como del sitio donde todo está por hacer. El Río de la Plata es todavía un territorio virgen, inexplorado, pero eso no significa que uno pueda llegar allí y hacer lo que le venga en gana.
—Voy a cumplir diecisiete años, señor capitán —observó con sinceridad Tomás—. No crea vuestra merced que soy un aprovechado. Me gustaría hacer la carrera de Indias, eso es todo.
—Muy bien —dijo Monroy—. Supongo que, con esa edad y con las altas referencias que traes, tu caso es diferente. En estos tiempos malos los soldados se reclutan cada vez más entre gentes de costumbres licenciosas, huidos de la justicia, vulgares ladrones, estafadores y vagabundos. ¡Qué lástima! Así nos va: proliferan los abusos, tropelías y robos entre las gentes de la milicia. Los viejos militares estamos ya cansados. Si lo que pretendes es servir al Rey antes que a cualquier otro interés oscuro, no te será difícil llegar alto. Pero si te corrompes como uno más…
—Haré lo que pueda.
El capitán se puso en pie y se fue hacia el escritorio. Allí tenía las listas donde iba apuntando a los hombres que iban a formar parte de su destacamento.
—Generalmente —explicó—, esto lo hace un alférez que tengo a mis órdenes. Pero ahora está en Toledo, precisamente reclutando gente. Así que me toca a mí apuntarte.
Mojó la punta de la pluma en el tintero y escribió el nombre y apellidos de Tomás precedido del número 127. A continuación puso: «hidalgo, de Zafra, 17 años». Después se volvió hacia Tomás y le ordenó, como si ya estuviera bajo su mando:
—A ver, muchacho, ponte en pie.
Tomás estaba algo nervioso. Al levantarse, rozó el asiento y la silla cayó sonoramente hacia atrás. La levantó y sonrió mendigando comprensión. El capitán, muy serio, le miró de arriba abajo.
—Mozo —dijo—, no eres muy alto que digamos, pero pareces fuerte. En esas cartas se dice que manejas la espada y montas con soltura. ¿Qué más sabes hacer?
—Lo que se me mande.
—¡Ja, ja, ja…! —rio gutural y secamente Monroy—. Aprendes pronto. Así me gusta. ¿Dónde tienes tu caballo y tus armas?
Tomás se quedó perplejo. Bajó la mirada. Había llegado el temido momento de tener que decir que no disponía de bienes. Sabía que sin dinero era difícil que le otorgaran un puesto digno en la milicia. Pero no estaba dispuesto a decirle al capitán que le habían engañado el primer día que estuvo en Madrid; sería como poner de manifiesto cierta ingenuidad. Enseguida su mente se puso a urdir una contestación satisfactoria que le dejara bien.
—Señor capitán —respondió con un mohín de tristeza—. En mi tierra las cosas no van muy bien últimamente. Vuestra merced mismo lo ha dicho: son éstos malos tiempos. A mi señor padre le habría encantado darme lo necesario para que ingresara en los tercios como le corresponde a una buena familia de viejos cristianos, con un apellido honroso y digno. Pero no le fue posible. Somos muchos hermanos, señor capitán.
—Comprendo —afirmó compadecido Monroy—. ¡Qué lástima! ¡Esta maldita decadencia que lo embarga todo…! No te preocupes, muchacho. No vamos a consentir que un buen hidalgo deseoso de servir a Su Majestad se quede fuera por culpa de la maldita plata, cuando están entrando en filas cientos de sinvergüenzas aprovechados. —Y dicho esto, se fue hacia la caja de caudales y se sacó del pecho una llave que llevaba colgada al cuello con un cordón—. No puedo darte lo que me gustaría, precisamente porque son malos tiempos. Estoy encargado por la Gobernación de formar una milicia y aquí tengo los emolumentos con los que he de proveer a tal fin —y sacó un puñado de monedas de plata—. Mira, Tomás, aquí tienes lo necesario para armarte. Del caballo ya nos encargaremos al llegar al Brasil; últimamente hay allí buenos criadores.
—Pero, señor capitán, yo no…
—Nada, nada de peros, muchacho. ¡Aquí mando yo! Coge esos ducados y no se hable más del asunto. Ahora mismo te extiendo un recibí, lo firmas y ya tendrás tiempo de devolver el dinero cuando lo recuperes en las Indias.
—No sé como agradecerle a vuesa merced…
—Siendo un buen soldado, muchacho. —Tomó de nuevo la pluma y comenzó a escribir en un pliego—. Aquí tienes una orden mía para que te presentes al sargento Manuel Prieto; él sabrá decirte lo que has de hacer para unirte al tercio. Y que Dios te acompañe, Tomás Llera. Ya nos veremos a la hora del embarque.