Sevilla, 21 de marzo de 1618
Era Cuaresma, y los jesuitas de la Casa Profesa de Sevilla ayunaban. Pero el hambre que pasaban entre colación y colación no les impedía seguir dedicados en cuerpo y alma a preparar su viaje a las Indias. Siguiendo las órdenes del procurador, fundamentalmente se esforzaron en hacer acopio de todas aquellas cosas que pudieran servir a la realización del ambicioso proyecto de las reducciones. Y era el cultivo de las ciencias y las artes lo que más interesaba en aquel momento. El padre Virossi no descansaba reuniendo partituras y embalando instrumentos musicales. Había conseguido un buen número de guitarras, violines, flautas, clarinetes e incluso un par de clavicordios desusados y un órgano de mediano tamaño. Por su parte, el padre Ortega se las veía y se las deseaba para encontrar maestros albañiles y fabricantes de tejas y ladrillos que estuviesen dispuestos a pasarse a Indias con el viaje pagado. También se reunieron libros, catecismos, biblias, leccionarios, misales y varios fardos que contenían papel de buena calidad bien empaquetado.
De todos aquellos preparativos, Enrique sintió que le había correspondido el más interesante: adquirir imágenes y lienzos con pinturas religiosas para que sirvieran de modelos a los artistas que debían instruirse en el Nuevo Mundo. Y no sólo debía hacerse con obras de arte, sino que además tenía la misión de procurar que algunos imagineros y pintores tuvieran a bien embarcarse para ir a Indias a fundar talleres. Para este menester, una vez que se hizo con una lista de los nombres y las direcciones de los maestros, se entregó de lleno a recorrerlos uno por uno, maravillándose al descubrir el arte que por aquel tiempo abundaba en Sevilla.
Comenzó su periplo en el taller del más afamado imaginero, el de Juan Martínez Montañés, al que todos coincidían a la hora de llamarle el Maestro. Allí fue Enrique una mañana con el prepósito de Andalucía, que, a la vez de presentarle, iba a ver cómo avanzaba la talla de Francisco de Borja que tenía encargada.
Lo primero que se percibía al entrar era el aroma de las maderas. Cruzaron un patio de vecinos y enseguida se encontraron en una amplia nave cuyo portalón, al fondo, daba a un huerto descuidado donde se amontonaban los troncos bajo un cobertizo. El suelo estaba cubierto de serrín y por todas partes había tablones, cuñas, sierras, caballetes y tornos. En las paredes, ordenadamente, colgaban los martillos, las gubias, los lápices y las limas de diversos tamaños. Próximos a los amplios ventanales, donde la luz entraba a raudales, una veintena de aprendices golpeaban suavemente la madera, casi de forma rítmica, e iban desprendiendo las virutas para darle forma a los leños. Enrique se fijó lleno de curiosidad en las toscas imágenes que aún decían poco acerca de lo que habían de ser; pero se adivinaban los crucificados, los sanjuanes, los eccehomos, las dolorosas… Momentáneamente sintió cierta perplejidad y algo de desilusión. Aquellos muchachos que trabajaban la madera estaban a lo suyo, concentrados, pero las formas que extraían de los bloques eran pobres, rígidas, como armatostes.
Enseguida acudió el hombre pequeño y algo encorvado que estaba encargado de atender.
—Pasen, padres, pasen vuestras reverencias —les rogó solícito.
—¿El Maestro? —le preguntó el prepósito.
—No ha de tardar —respondió el encargado—. Ha ido a un convento a revisar un retablo. Pero… siéntense, siéntense vuestras paternidades. ¿Un trago de agua anisada? ¡Niño, trae el búcaro a los padres!
Al momento corrió un muchacho hacia ellos con un gran botijo de barro. Los padres bebieron unos tragos.
—Dios te lo pague —dijo el prepósito—. ¿No podemos ver el Francisco de Borja?
El hombrecillo encorvado hizo una mueca de disgusto y contestó:
—Al Maestro no le gusta, padre, disculpe vuesa paternidad; ya sabe…, al Maestro no le sabe bien que se entre en el sanctasanctórum sin estar él presente. Me perdonarán vuesas paternidades, ¿verdad? Aquí yo no dispongo…
—Sí, sí —le dijo paternalmente el prepósito—, lo comprendo, Santiago, lo comprendo. Esperaremos aquí sentados.
—Si me excusan vuesas paternidades —rogó el tal Santiago encorvándose más de lo que estaba en una reverencia—, he de barrer. Si quieren más agua, llamen al niño, están vuesas paternidades en su casa.
Y, dicho esto, se fue y recogió el escobón que había soltado antes para atenderles y se puso a barrer los rincones con un sonoro ris-ras.
—El Maestro es muy especial —le dijo el prepósito al oído a Enrique—. Ya lo conocerá vuestra paternidad. Es un hombre singular. Un… un místico. ¡Ah, estos imagineros andaluces!
Enrique puso cara de extrañeza.
—La imaginería —prosiguió el padre Quirós—… Bueno, claro está, este tipo de imaginería; es algo… misterioso, eso, misterioso. Digamos que estos maestros entran en una especie de catarsis. ¡Ah, este Martínez Montañés es un hombre de Dios! Ya lo creo, un verdadero hombre de Dios. Él necesita orar…
—¿Orar? —se sorprendió Enrique—. ¿Cómo, orar?
—Sí, padre, sí. Ya le digo. Es algo interesantísimo. Digamos que entra en contacto con el misterio, con lo trascendente… Él obra inspirado… Lleno… Lleno del Espíritu. Y para eso necesita orar mucho.
—No comprendo.
—Sí, padre Enrique. Ya comprenderá. Aún no ha visto vuestra paternidad. Ahí dentro —señaló el prepósito la puerta cerrada que había frente a ellos—, cruzando esa puerta, está la estancia que ellos llaman el sanctasanctórum. Es la parte del taller donde el Maestro da el «toque» definitivo a las imágenes. Digamos que es donde él se inspira y se hace uno con la materia para infundirle… ¡Vida! —exclamó elevando las manos.
A Enrique el prepósito le parecía demasiado exagerado, muy andaluz. Hablaba sintiendo lo que decía, impregnado de convencimiento. Era un jesuita distinto a otros que él había conocido en la provincia de Castilla. Se expresaba libremente, sin recatos, con gestos demasiado estentóreos a veces; manoteaba, suspiraba y gesticulaba sin parar. Pero transmitía esa euforia, esa especie de energía que le ponía a todas sus explicaciones.
—¡Ah, las imágenes! —exclamaba—. ¡Estas benditas imágenes de Sevilla!
—Padre, cuidado —se atrevió a frenar su excesivo entusiasmo Enrique.
—¿Cómo, «cuidado»?
—Pues eso, padre, que las imágenes son eso, imágenes. No se nos olvide aquello de adorar a Dios «en espíritu y en verdad».
—¡Humm! —suspiró el prepósito—. ¡Y qué gran vehículo para esa adoración son estas imágenes! Ya comprenderá, ya, padre Enrique. Aún no ha visto nada. Me dará la razón.
Siguieron allí un rato esperando al Maestro. A medida que avanzaba la mañana, la luz crecía en el huerto poblado de cardos verdes que estaba más allá del portalón. La primavera estaba avanzada en Sevilla, aun siendo éste su primer día. Una bandada de pájaros gritones acudió a posarse en los almendros, y el jilguero que estaba en su jaula colgada de la pared les saludó con un alegre gorjeo. Había una especie de calma, una extasiada paz a esa hora en el taller. De repente, uno de los aprendices se arrancó con una copla y enseguida le acompañó otro tamborileando en una tabla.
Río de Sevilla,
¡quién te pasase
sin que la mi zapatilla
se me mojase!
Salí de Sevilla
a buscar mi dueño,
puse al pie pequeño
dorada Sevilla.
Como estoy a la orilla
mi amor mirando,
digo suspirando:
¡quién te pasase
sin que la mi zapatilla
se me mojase!
—¡Ele tu madre, Sixto! —exclamó otro con los ojos chispeantes.
En un momento, la gravedad con la que habían trabajado hasta ahora se disipó y se pusieron a parlotear. El muchacho del búcaro recorrió la estancia y uno por uno se refrescaron la garganta. Pero pronto regresaron a su ensimismamiento.
A poco llegó Juan Martínez Montañés. Tenía entonces el Maestro cincuenta años y era un hombre flaco, opaco, frío, con una amabilidad desdeñosa en el primer contacto con él. El padre Quirós le presentó a Enrique y el escultor sólo hizo un ligero gesto con la cabeza, una breve inclinación, e inmediatamente se fue hacia una percha que estaba algo retirada y se desprendió del descolorido jubón que llevaba puesto. Debajo sólo tenía una camisa sin mangas y aparecieron sus hombros desnudos y sus brazos muy delgados, pero fuertes. Se puso un mandil que anudó atrás servicialmente el encargado y regresó a donde estaban los jesuitas muy atentos a sus evoluciones.
—Vuesas paternidades dirán —dijo con gravedad.
Enrique se fijó en su rostro: la nariz aguileña, la piel muy blanca y unas marcadas ojeras azuladas, el pelo gris y el mentón saliente con descuidada barba que constantemente se acariciaba, como concentrado. El calzón oscuro, las medias negras y la camisa de color parduzco le daban un cierto aire levítico.
—Bien, le explicaré, Maestro —dijo el prepósito—. El padre Madrigal se embarcará en la Flota de Indias en la próxima salida con destino a la provincia del Guairá, a las reducciones del Paraguay. Ha parecido oportuno a nuestros superiores que sean llevadas esculturas allá. Es para mostrarles a los indios la imagen de Nuestro Señor, la Virgen María, los santos… En fin, que aquellas misiones andan muy necesitadas, como comprenderéis, de lo que aquí abunda.
—Comprendo —contestó circunspecto el Maestro—. ¿Y qué puedo hacer yo? De aquí a la partida de la Flota ha poco más de dos meses. Y tengo encargos, muchos encargos.
—No, no, Maestro —observó el padre Quirós—. No se os pide que hagáis esas imágenes. No es necesario tampoco que allá vayan las buenas obras que aquí se emplean. Se conforman con poco en las misiones. Son selvas, no hay nada de nada. Bastará con que se lleven allá las obras que aquí se desechan por imperfectas o desusadas. ¿Comprende vuesa merced?
—Comprendo, padre. ¡Santiago, trae la llave del almacén! —ordenó Martínez al encargado.
El pequeño hombre encorvado abrió una estancia contigua que estaba a oscuras. Descorrió una pesada cortina y, cuando entró la luz, aparecieron decenas de esculturas de todos los tamaños y formas, cubiertas de polvo, algunas policromadas, otras a medio pintar o en madera desnuda y muchas viejas oscurecidas por el tiempo y de pobre estampa.
—Esto es lo que hay —dijo el Maestro—. Podéis llevaros lo que deseéis.
—¡Dios se lo pague! —exclamó entusiasmado Enrique.
—No, padre —respondió el Maestro—. La verdad es que nos hacen un favor llevándose todo esto. Estas imágenes no están a la altura de lo que hoy se pide y, como no nos parece bien destruirlas, ¿qué mejor destino que el que van a darle? Ya me encargaré yo de que los oficiales las adecenten y las preparen como Dios manda para que sirvan a los fines que vuesa paternidad pretende.
—Bueno, Maestro —le dijo el prepósito muy satisfecho—, no esperaba menos de vuestra bondad. Y ahora, si tuviera vuaced la amabilidad de mostrarnos lo que se trae entre manos… Ya sé que no es amigo de enseñar el sanctasanctórum a la curiosidad de la gente… Pero… somos sacerdotes.
Martínez Montañés sonrió levemente.
—¡Santiago, trae la llave del sanctasanctórum! —ordenó.
Por un estrecho pasillo, entraron en una estancia contigua a la anterior, pero más aislada y pequeña. También estaba a oscuras, así que el encargado fue a por una vela y encendió los candelabros que había a un lado. Era un taller más pequeño y ordenado que el otro. Todo estaba limpio y cada herramienta en su sitio. Alineadas junto a la pared, las imágenes descansaban cubiertas con sábanas. En la penumbra parecían fantasmas. El Maestro se fue hacia una ventana y la abrió lo justo para que no desapareciera el ambiente de intimidad, casi sacro, que reinaba. Los aromas de las nobles maderas, algo de incienso, los óleos y la cera intensificaban esa atmósfera tan especial.
—¿Qué quieren ver vuesas paternidades? —preguntó Martínez Montañés con templada voz.
—Todo —respondió el padre Quirós extendiendo las manos.
—Bien, entonces les mostraré a vuesas reverencias sólo lo que tengo terminado —dijo yéndose muy decidido hacia uno de los bultos. Retiró la sábana y ante sus ojos apareció la imagen de un crucificado de tamaño natural, plasmado con gran realismo—. Es un encargo que acabo de finalizar —explicó—. Como se ve, es el momento de la expiración.
Enrique se maravilló al contemplar aquella talla. Los músculos bajo la piel, las costillas marcadas, los dedos de las manos crispados, la sangre brotando…; parecía como si la vida le abandonase en ese preciso momento.
—¡Es soberbio! —exclamó—. ¿Cómo puede extraerse algo así de la madera?
—Ah, ya se lo dije, padre Madrigal —observó el prepósito—. Para expresar este efecto, naturalmente, hay que inspirarse y orar.
—Pero… es tan real —murmuró Enrique.
—El imaginero necesita muchos conocimientos —explicó Martínez Montañés—. Para expresar ese realismo que tanto sorprende, necesitamos saber de anatomía, además de las técnicas de la talla. Y, cómo no, interpretar el dolor, patético o dramático, la facies hipocrática, las relajaciones de la diseña, los estertores agónicos, el rigor mortis, las relajaciones de las masas musculares… Trabajamos con la muerte.
—¡Qué trabajo tan sorprendente! —exclamó Enrique sin salir de su asombro—. ¿Pero no es esto un culto a la muerte en sí misma?
—Oh, no —negó el Maestro con rotundidad—. Yo creo en la resurrección. Pero la resurrección implica la muerte y no una muerte cualquiera. Es la muerte de Nuestro Señor, la cual tiene una expresividad especial, pues fue precedida por un largo periodo de sufrimiento, intenso, no ya en su pasión, sino en el contemplar el mal del mundo, el dolor, la angustia de los hombres… Cuando el artista describe con su obra en madera los momentos de la pasión del Señor, desde el Huerto de los Olivos, el prendimiento, la flagelación, el camino del Calvario, la cruz…, la agonía, la muerte, presenta al Señor Jesús hecho amor al lado de los hombres, compartiendo el peso del dolor de vivir. Se trata de crear y ofrecer al orante un bello icono donde él mismo se descubre al mirarlo en el templo o en la procesión. Pero detrás está la resurrección. Si sólo hubiera dolor y muerte, ya lo dijo san Pablo, si la resurrección fuera incierta, vana es nuestra fe.
Se quedaron los cuatro en silencio, mirando la imagen. La belleza serena del crucificado transmitía un misterioso estado de paz. La escasa luz que entraba por la ventana entreabierta iluminaba sólo su lado derecho, el izquierdo estaba en sombra. Todas las cualidades de la extrema agonía estaban representadas en la imagen, pero la armonía en las formas, en el color, en la expresión dolorosa, infundía una calma triste y serena.