Madrid, 10 de marzo de 1618
Hacía ya una semana que Tomás Llera vagaba por Madrid, famélico y medio muerto de frío, pues había perdido jugando a los naipes su jubón de tafetán leonado y su capote cuando quiso enderezar su malhadada estancia en la Villa y Corte probando suerte. Pero la fortuna no parecía estar de su parte. Una y otra vez acudió al alcázar para incorporarse a la fila que no avanzaba, y finalmente desistió convencido de que le sería imposible entrevistarse con don Melchor Dávila mientras no consiguiera los ducados necesarios para burlar el turno. De un lado a otro, arrastraba su decepción y la angustiosa fatalidad de no poder hacer otra cosa que unirse a la masa de desdichados y menesterosos que se echaban cada día a las calles. Por entonces se decía que las ciudades eran el refugio de todo género de truhanes. El propio secretario del rey Felipe III, Pedro Fernández de Navarrete, había escrito que «toda la inmundicia de Europa ha venido a España, sin que haya quedado en Francia, Alemania, Italia, Flandes, y aun en las islas rebeldes, cojo, manco, tullido ni vago que no haya venido a Castilla». Con tales expectativas y viendo a tal cantidad de buscones a la caza de la subsistencia, Tomás comprendió que le sería muy difícil abrirse camino para realizar su sueño de pasarse a las Indias.
Todos los días hacía lo mismo. Se despertaba tiritando en medio de las brumas del río Manzanares, después de pasar la noche bajo uno de los arcos del puente de Segovia, e iba al inicio de la calle Mayor para echar luego un vistazo a la fila que diariamente se formaba desde el amanecer junto al alcázar. Una y otra vez se desilusionaba al comprobar que allí las cosas no variaban. Entonces se llegaba hasta el monasterio de los Jerónimos y se incorporaba al nutrido regimiento de menesterosos que solicitaban algún chusco y la sopa boba que repartía un monje. Pero ni siquiera tenía un recipiente para el caldo, así que tenía que conformarse con el chusco, cuando lo había, porque muchas veces al llegarle su turno el pan duro se había terminado y la larga espera resultaba inútil.
Mal comido, deambulaba de un sitio a otro e iba descorazonándose a medida que avanzaban los días y su suerte seguía igual. Se maldijo mil veces por el poco acierto que tuvo al dejarse engañar por aquellos truhanes, aunque lamentarse no servía de nada. Había que vivir de una manera u otra.
Algunas veces, cuando se dirigía a solicitar la caridad en la puerta de algún convento o a la casa de algún rico donde se repartía algo, le decían: «Tú no tienes cara de pobre» o «Mozo, tus ademanes no son de cuna pobre» o —como una vez le dijo una dama— «Con esos ojos y ese talle, muchacho, ¿cómo es que andas pidiendo? ¿No te quieren en tu casa?». Pero nadie se fiaba de él. Había por ahí tal suerte de picaros que no eran tiempos para fiarse. Así que algún mendrugo, un puñado de castañas, muy de tarde en tarde, o los higos medio podridos que se daban a los cerdos era su único sustento. Por lo que sus fuerzas se iban mermando, la mente se le quedaba cada vez más en blanco y empezó a sentirse algo enfermo.
Lloró mucho Tomás Llera aquellos siete días. Sobre todo por las noches, cuando recogía un par de sacos ásperos que se encontró por ahí y que tenía cuidadosamente escondidos bajo un gran pedrusco, e iba a echarse bajo el puente de Segovia, a orillas del Manzanares, sobre la hierba fría y poco acogedora que le transmitía una humedad que le helaba los huesos.
Una de aquellas noches de marzo, cuando un viento de las sierras convertía el escaso abrigo del puente en un lugar inhóspito y frío, el muchacho quiso huir de su soledad y del relente acercándose a una de las hogueras que encendían los buscones madrileños en las sucias y tristes afueras de la ciudad. Pero allí no había sitio para él. Nada más verle aparecer en la oscuridad, aquellos inmisericordes truhanes le insultaron y le arrojaron piedras como a un perro vagabundo. Así, de uno en otro, Tomás fue recorriendo todos los fuegos que se esparcían en la negra noche por los arrabales y fue siendo ahuyentado de semejante manera.
Más cerca de la ciudad, al pie de una pendiente que ascendía hasta la muralla, descubrió a una gruesa mujer de edad madura que se estaba cocinando un guiso dé habas con morcilla que desprendía un delicioso aroma. Le pareció a Tomás que aquella arrabalera por ser hembra y tener aspecto de matronaza se compadecería de él. Se acercó humildemente y se puso a cierta distancia, con ojos de animalillo asustado y hambriento. Poco a poco, temeroso, se fue aproximando y miraba la olla como si en ella estuviera su salvación.
—¿Y a ti qué te pasa? —le preguntó displicente la mujer cuando advirtió su presencia.
—Tengo hambre —murmuró Tomás con voz casi inaudible.
—¡Ja! ¡Qué gracioso! —gruñó la mujer—. Pues búscate las habichuelas, mozo, como yo me las he buscado. —Y siguió a lo suyo, canturreando.
Tomás la vio terminar de cocinar y sentarse en una butaca para dar cuenta del guiso, gustosa. Le parecía que iba a perder el conocimiento, tan debilitado y enfermo como estaba, al contemplar cómo ella se llevaba cucharada a cucharada las humeantes habas a la boca y cómo devoraba las morcillas, a dos carrillos, sacudiéndose de vez en cuando unos buenos tragos de una bota repleta de vino que tenía colgada en el respaldo. Contemplando este espectáculo, el muchacho no pudo ya reprimirse y avanzó empujado por su necesidad. Entonces la mujer se puso en pie y agarró una sartén que enarboló furiosa.
—¡Como des un paso más te dejo tieso! —amenazó.
Tomás vaciló un momento y luego se hincó de rodillas y se deshizo en lágrimas y sonoros sollozos. La mujer se quedó quieta, perpleja, ante esta inesperada reacción del muchacho. Luego descolgó un candil con el que se alumbraba y lo aproximó a la cara de Tomás. Le estuvo contemplando un rato con gesto divertido y dijo:
—Vaya, vaya. Tienes aspecto de mala vida, mozo. ¿Cuánto hace que no trabaja tu estómago?
Tomás se llevó las manos a la barriga y sollozó.
—Apenas cuatro mendrugos y tres castañas he comido en siete días.
—Humm… pobre —observó ella—. No pareces uno de esos aprovechados.
—¡No lo soy! —le gritó Tomás.
—Bueno, bueno, mozo. Comeré yo y luego, si me sobra algo, veremos la manera de repasarte un bocado.
—Ay, Dios se lo pague, señora.
—¿Señora? ¡Ah, ja, ja, ja…! —rio la mujer—. ¡Qué gracia! La Segoviana, me llaman.
—Yo, Tomás —murmuró él.
—Anda, hijo, como el incrédulo apóstol. Hala, no te quedes ahí que estás tiritando, acércate al fuego y caliéntate los huesos al menos.
Tomás hizo gustoso lo que decía la mujer y fue a sentarse cerca de la hoguera. Un gran placer le hizo estremecerse al recibir el calor que durante tantos días se le había negado. Extendió sus pies y sus manos y una sonrisa se le dibujó en el rostro.
La Segoviana por su parte daba cuenta del guiso; mojaba migajones de pan, sorbía sonoramente el caldo y eructaba placenteramente. De vez en cuando miraba de soslayo al muchacho y daba la sensación de que comenzaba a enternecerse. Miró dubitativa al fondo de la olla y, después de meditar un momento sobre si terminárselo todo o no, por fin dijo:
—Bueno, mozo, aquí te dejo una buena ración de caldo y habas suficientes. Morcilla no queda, lo siento, pero ahí hay todo el pan que quieras.
Tomás dio un salto y agarró aquella olla con manos temblorosas. Nervioso, con suma avidez, comenzó a desmenuzar el pan y a empaparlo bien en el guiso. Enseguida estaba llevándose repletas cucharadas a la boca.
—¡Eh, cuidado! —le advirtió la Segoviana—. Que si ha mucho que no jamás te puede hacer mal. Más despacio, mozo.
Pero el muchacho estaba tan hambriento que no paraba en mientes sino en que en aquel guiso estaba su salvación. Devoró el contenido de la olla, limpió bien incluso los bordes con migas de pan hasta dejarla reluciente. Y, una vez satisfecho, sonrió agradecido y zalamero a su benefactora.
La mujer estaba repantigada en su butaca, con las piernas estiradas hacia la lumbre. Tenía las medias rotas y le asomaban unos rollizos dedos de los pies por los agujeros que de vez en cuando movía y parecían choricillos vivos, tan relucientes, en el rojizo resplandor. Una y otra vez se empinaba la bota y el vino le caía en el gaznate, con un chorro gorjeante. Sobre su pechera abultada la papada blanca y grande parecía mecer a la barbilla pequeña y redondita. Su pelo era rizado, con reflejos claros, y le caía sobre los hombros brillante y suelto. En general era agradable el aspecto de la Segoviana, y la gordura le iba bien a su gran tamaño. Con sus ropas de colores, la falda amplia y con vuelos, el corpiño con cordeles vistosos y el capote verde, resultaba algo estrambótica.
Tomás la miraba de reojo de vez en cuando, temeroso de que se arrepintiera y le echara de su lado, y se preguntaba por qué estaba allí aquella extraña mujer con su carro.
—Parece que recobramos el ánimo —observó ella—. ¿Eh, mozo?
Él asintió con la cabeza sin dejar de sonreír.
—¡Ay, cómo seré yo de aquesta manera! —suspiró la Segoviana—. En cuanto veo a una criatura padeciendo se me hace todo ir a socorrerla. Así me pasa, que me sacan hasta los tuétanos en lo que me descuido. Que hay por ahí una rufianesca…
—¡Yo no soy de ésos, doña Segoviana! —se apresuró a replicar muy serio Tomás.
—Ay, doña… Ja, ja, ja… Doña —rio ella—. Doña Segoviana… ¡Qué muchacho! ¡Qué risa! Llámame Segoviana a secas, mozo, que aquí en el arrabal no hay dones ni doñas, que somos todos el éste, la ésta, el aquél y la aquélla.
—Pues eso, Segoviana, señora —dijo él respetuoso, pero más confiado—, que yo no soy rufián. Que el estar pasando hambres y miserias ha sido por la mala fortuna de dar con unos desaprensivos que me sacaron los cuartos. Y no se crea vuaced que es por mi gusto que ando desta manera.
—¡Anda! A ver si te crees tú, monada, que ando yo con un carro por mi gusto. Que a mí lo que me pide el cuerpo es vivir en palacio. ¡Ja, ja, ja! —rio irónicamente la Segoviana.
Tomás arrugó el morro y contestó huraño:
—Pues si no me cree…
—Bueno, bueno, Tomasico —le dijo ella, consoladora—, no te enfades conmigo. Si ya sé que no eres un rufián. Ni tu aspecto ni tu palabrería son de tal. A ver, hijo, cuéntame lo que te ha pasado y qué es lo que haces aquí en la Villa y Corte.
Tomás le fue contando detenidamente su historia. Le habló de su familia, de Zafra y de cómo su padre le había mandado a Madrid con una carta para un importante funcionario que había de tramitarle el paso a las Indias; el desgraciado encuentro con el tuerto Carrasco en la posada, la borrachera y todo lo demás. Ella escuchó atentamente y rio divertida ante tal cúmulo de sucesos, especialmente cuando el muchacho le refirió la juerga y el bailoteo.
—¿A quién se le ocurre, prenda? —le dijo—. Ay, no sabes la gente que viene a Madrid. Mira que fiarte de la soldadesca esa. ¡Si andan alampando a ver lo que pillan!
Después el muchacho le contó las calamidades padecidas en los días pasados, el hambre, el frío y las noches bajo el puente. Se encogió de hombros y apretó los labios, poniendo gesto de desvalimiento, mientras se le escapaba una lágrima mejilla abajo.
—¡Eh, no hay que apurarse! —le dijo ella. Se acercó al muchacho y le acarició dulcemente la cabeza—. Todo tiene remedio menos la muerte, hijo. Si conservas aún la carta que te dio el secretario del duque ese…
—Aquí está —contestó Tomás echándose mano a las faltriqueras y extrayendo el papel que tenía bien guardado en un envoltorio—. Léala vuaced si quiere, señora Segoviana, y verá como no le miento.
—No sé leer, hijo, pero te creo, te creo…
—¡Segoviana! —se oyó gritar de repente en la oscuridad—. ¡Segoviana! ¿Dónde estás, condenada? —Se escuchó también un golpear de cascos de caballo y un rezongar—. ¡Segoviana!
La mujer dio un respingo, se puso en pie y oteó la negrura de la noche.
—¡Vete, Tomasico! —le dijo a Tomás con nerviosismo—. ¡Fuera, mozo! ¡Vete de aquí!
—¿Es el marido de vuaced? —le preguntó Tomás.
—Mi… ¡Ja, ja, ja…! Mi marido… Ay, qué muchacho… Anda, vete de aquí.
Tomás, asustado, corrió lejos de allí, obedeciendo al apremio de la mujer. Mientras se alejaba, escuchaba a la Segoviana reír y hablar sola divertida.
—Mi marido… ¡Ja, ja, ja…!
Oculto en las sombras, el muchacho vio desde lejos llegar a un jinete al resplandor de la hoguera, junto al carro. La Segoviana y él se saludaron efusivamente, hubo abrazos, besos y arrumacos. Ambos bebieron vino de la bota que se pasaban el uno al otro. Aparentemente lo pasaban bien juntos. Después de un rato, subieron al carro y desaparecieron de la vista entre los toldos. Se escuchaban risas y el murmullo incomprensible de la conversación que mantenía la pareja. Más tarde hubo silencio.
Tomás aguantó el relente sentado en una piedra hasta que empezaron a sacudirle los tiritones. Entonces comprendió que su afortunado encuentro con la Segoviana, aunque le había servido para llenar el estómago y calentarse un momento, no iba a solucionar sus problemas. Sería a causa de su soledad, pero el poco tiempo pasado junto a esa mujer le había reconfortado. La realidad estaba ahí, con la negra y fría noche y el incómodo lecho bajo el puente de Segovia. Enfiló sus tristes pasos hacia el arco y de camino recogió los apestosos sacos con que se cubría.
Le costó trabajo conciliar el sueño, pues una persistente tos le agitaba a cada momento. Finalmente se durmió.
—¡Eh, Tomasico, hijo, despierta! —le sorprendió una voz en la oscuridad y una cálida mano le sacó de sus pesadillas—. Soy yo, la Segoviana. Anda, mozo, vente conmigo al carro que te vas a quedar tieso aquí.
Había empezado a llover. El agua caía invisible desde la negrura del cielo, escuchándose repiquetear en las hojas de los árboles y en la superficie del río. En su confusión, Tomás sintió las gotas frías en el rostro y las manos mientras era conducido por la gruesa mujer hacia un lugar indeterminado. De nuevo tosía. Anduvieron casi a tientas hasta toparse con el carro. Subieron al pescante y entraron bajo los toldos. Dentro olía a perfume dulzón de flores marchitas y a vino añejo, pero se estaba caliente.
La Segoviana se desenvolvía con soltura en la oscuridad. El muchacho no veía nada; se dejaba manejar. Ella alisó el colchón, extendió un cobertor y le acostó a su lado. Luego le abrazó. Él percibió el cuerpo blando y cálido de la mujer y su aroma hospitalario. No sintió ningún rechazo; por el contrario, experimentó un placentero bienestar al sentirse acompañado y protegido.
—¿Quién era ese hombre? —preguntó con un hilo de voz.
—Uno que venía a comprar carne —respondió ella en un susurro.
—¿Carne?
—Sí. Yo vendo carne. —La Segoviana le cogió las manos y se las llevó a sus pechos grandes y a sus nalgas—. Esta carne, Tomasico —le dijo—. Yo soy una puta, una ramera, una buscona… Vendo esta carne que palpas. Pero soy buena. De algo hay que vivir, ¿no?
—Humm… —murmuró él muy quieto, sin importarle lo que ella decía, embargado por lo a gusto que estaba en el lecho blando y cálido en su compañía.
—Y mañana verás cómo te arreglo lo de esa carta —prosiguió la Segoviana—. Tú confía en mí, que conozco a gente importante. A las putas viejas nadie nos niega nada. ¡Ay, si nosotras habláramos!
El sueño vino a Tomás como una densa nube que le impedía pensar. Su tos se calmó y la respiración honda y pausada de la mujer le llevaba a abandonarse, a sentirse protegido. Se durmió profundamente.