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Sevilla, 10 de marzo de 1618

El aula de estudios indianos de la Casa Profesa de Sevilla era una habitación espaciosa de alto techo recubierto de maderas. En las paredes encaladas se veían cartones con bellos dibujos de plantas, animales raros y pájaros de colores. También había alguna que otra pintura representando a indios desnudos con adornos de plumas, junto a sus cabañas de ramaje o en plena selva. Al fondo, dos grandes murales situados el uno sobre el otro contenían mapas descoloridos de las principales provincias del Nuevo Mundo. En el de arriba, con clásica escritura latina, se destacaban nombres como: Moxos, Tucumán, Xarayes, Chicas… La lámina era surcada por una línea horizontal, de parte a parte, sobre la que estaba indicado Tropicus Capricorni; un palmo más abajo, un río pintado en azul descendía por la verde superficie con el nombre de Río de la Plata, e iba a desembocar en la también azulada extensión donde un barco dibujado surcaba el Mar del Nort. En la esquina superior derecha, junto a la estrella de los vientos, un cartel rectangular bien enmarcado en una florida orla titulaba el conjunto:

PARAGUAY

Provincia del Río de la Plata

Cum regionibus adiacentibus

TUCUMÁN

et

STA. CRUZ DE LA SIERRA

Delante de los mapas, sentados frente a una tosca mesa, media docena de jesuitas escuchaban las explicaciones del padre Francisco Crespo, Procurador General de las Indias:

—En 1604 —decía— Roma constituyó la región del Paraguay como una provincia aparte para la Compañía. Es un gran territorio en el Nuevo Mundo; aproximadamente del tamaño de Europa Occidental.

—¡Qué barbaridad! —exclamó uno de los oyentes.

El padre Crespo le miró, y sentenció con gesto severo:

—Las Indias Occidentales son inmensas. —Y prosiguió—: Ya antes el trabajo de evangelización lo iniciaron los hermanos de la Orden de San Francisco, que llegaron a Paraguay con los fundadores de la Asunción, el 15 de agosto del año del Señor de 1537. Ellos comenzaron a organizar a los indios en asentamientos. Después fue nuestra Compañía la que vino a Brasil, aún en vida de nuestro padre Ignacio. Tres fueron los primeros jesuitas que llegaron a estas tierras, un portugués, un irlandés y un catalán. La obra llevada a cabo por ellos, aunque eran pocos, fue importante. Después fueron llegando allí otros hermanos nuestros que se adentraron en las selvas para iniciar las reducciones de indios.

El procurador fue señalando con una vara en el mapa las selvas de la provincia de Paraguay e indicando los puntos donde los jesuitas tenían sus misiones.

—Pero —prosiguió apesadumbrado—, lamentablemente, la obra misionera de nuestra Compañía fue muy dificultada por los bandeirantes procedentes del Brasil que capturaban miles de indios para venderlos como esclavos. Las dos primeras reducciones del Paraguay fueron destruidas. Y, por otra parte, los encomenderos españoles también imposibilitaban mucho las misiones, pues sus intereses sobre los indios eran muy egoístas, y no estaban dispuestos a que les fueran sustraídos a sus encomiendas donde les sacaban buen provecho abusando de esas pobres criaturas.

Respetuosamente, el italiano Pietro Virossi alzó una mano para hacer una pregunta.

—Diga, padre Virossi —le autorizó el procurador.

—Ma si ya, en 1537 —habló el italiano con su marcado acento—, il papa Paulo III había condenado inequívocamente la esclavitud di los populos indígenas. Ma… Cóme é posíbile?

—Sí, sí —contestó el padre Crespo—, y los reyes de España promulgaron leyes humanitarias en su defensa. Pero la distancia, como comprenderán vuestras paternidades, es un gran obstáculo para la observancia de tales leyes. Ya verán como en las Indias las cosas funcionan a otro ritmo.

—¿Y qué se puede hacer? —preguntó Enrique—. Algo habrá de hacerse al respecto, ¿no?

—Ésa es precisamente nuestra misión —respondió el procurador, circunspecto—. Ad maiorem Dei gloriam, conseguir que respeten a esos indios; defenderlos del asedio de los bandeirantes portugueses y colonizadores españoles que no dejan de acecharlos para convertirlos en esclavos. También, naturalmente, evangelizarlos para que conozcan a Nuestro Señor Jesucristo y a su Santísima Madre y amen los mandamientos de Dios y sean miembros de la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

A continuación, el padre Crespo les explicó con detenimiento el plan que la Compañía tenía trazado a tal efecto. Les contó cómo los jesuitas habían comprendido que para proteger a los indios había que hacer comunidades separadas de las zonas colonizadas por los europeos: las reducciones, donde podían vivir con libertad y dignidad, organizándose de una manera propia, diferente a las encomiendas. Pero, como tales comunidades estaban casi constantemente en estado de asedio por parte de los cazadores de esclavos, era necesario crear un régimen distinto al de las colonias portuguesas y españolas. Para defender a los indios, los jesuitas insistían en que la obra misionera caía dentro de la competencia directa del Papa, y no de los reyes de España. Era pues necesario separarse de las zonas conquistadas y habitadas por europeos, donde la inmoralidad era común entre los colonos, lo cual desacreditaba la obra de los misioneros, pues los indios no sabían distinguir entre evangelizadores, bandeirantes o encomenderos.

—¿Y la Corona española va a consentir eso que decís? —preguntó uno de los jóvenes jesuitas.

—Sí —afirmó el procurador rotundamente—. Ha costado mucho trabajo, pero hoy, gracias a Dios, Sus Majestades saben del daño que se ha hecho a los naturales del Nuevo Mundo y quieren acudir prestos a poner remedio. El propio gobernador del Paraguay mandó cartas suplicando al Consejo de Indias que fueran enviados nuestros padres en socorro de los indios, pues los desmanes clamaban ya a los cielos. Y vuestras reverencias son la respuesta que la Compañía da a tales exhortaciones.

Dicho esto, el padre Crespo les fue explicando cuál era el método y el sistema de vida que habían de llevar en las reducciones. Les mostró unos planos muy generales, donde se indicaba cómo eran los pueblos que los jesuitas levantaban en plena selva para los indios: edificaciones levantadas en torno a una gran plaza central; la iglesia, construida como el principal edificio y centro de la vida de la misión; colegios donde enseñar la doctrina; talleres, para iniciarles en la artesanía, casas de indios, casas de resguardo de huérfanos y viudas, hospitales… Se trataba de fundar núcleos donde se enseñara a los indios la agricultura, la ganadería, las artes y los oficios (tejidos, cueros, carpintería…) y el comercio de los bienes obtenidos mediante el trabajo. Con la formación de tales habilidades, las misiones debían ser un ejemplo para el resto del Nuevo Mundo con vistas a eliminar las encomiendas y otros métodos de esclavitud.

—¿Y querrán los indios someterse voluntariamente a esas reducciones? —le preguntó Enrique.

—Los indios guaraníes son muy amantes de la conversación —respondió el padre Crespo—. Su lengua nativa es rica, poética, dulce… Son amigos de los razonamientos, cuando éstos son convincentes. Vuestras reverencias habrán de aprender el guaraní y vencer sus voluntades con la espada de la palabra, en vez de usar la espada del acero, que es la de sus feroces enemigos encomenderos y bandeirantes.

—Ma esa lingua —quiso saber Virossi—, el guaraní, ¿è difficile?

—No es fácil —contestó sonriente el procurador—. Pero, gracias a Dios, vuestras reverencias contarán con la gramática que escribió el franciscano fray Luis de Bolaños, así como el amplísimo vocabulario que él inició y que hemos ido ampliando. Además, este venerable misionero vertió a la lengua de los indios el catecismo aprobado por el Concilio de Luna en 1583, y el Sínodo de Asunción de 1603 lo aprobó y ordenó que fuera utilizado en la enseñanza cristiana. Con estas ayudas, nuestros padres han encontrado grandes facilidades a la hora de convencer y adoctrinar a los guaraníes.

Prosiguiendo con su disertación, el padre Crespo les explicó también que los guaraníes eran muy amantes de la música, que ésta constituía uno de sus vehículos favoritos para expresar la profunda intimidad de sus sentimientos y la recia turbulencia de sus instintos. Lo cual se revelaba en sus bailes y cantos, en los que se marcaban la tristeza de sus almas con la fiereza de su ser guerrero. De esto se habían servido también los jesuitas para acercarlos a la religión cristiana, pues les llamaban enormemente la atención los instrumentos que usaban los músicos europeos, los cantos litúrgicos y cualquier tipo de música que se les enseñara. Y esto había llevado al superior de los jesuitas del Paraguay, el padre Diego de Torres, a ordenar a los misioneros que se dirigían a las reducciones a «reunir a los hijos de los indios para enseñarles la doctrina, a leer y a cantar». Y a uno de los primeros evangelizadores, el padre Manuel de Nóbrega, a decir: «Dadme una orquesta de músicos y conquistaré al punto todos los infieles para Cristo».

—Ésta es pues su misión, padre Virossi —le dijo el procurador al italiano—, enseñar música en las reducciones. Os llevaréis cuantos instrumentos podáis reunir antes de partir e iréis recorriendo misión tras misión, permaneciendo en ella el tiempo que necesitéis, hasta que esas criaturas sepan alabar a su Creador con cantos y salmodias.

—¡É una bellísima misión! —exclamó Virossi.

—Sí —añadió el padre Crespo—, pero no sólo nos serviremos de la música. Todas las artes deben encontrar allí su expresión: arquitectura, escultura, pintura, teatro, poesía… Haremos uso de todo cuanto el Altísimo ha puesto en el alma de los hombres para alcanzar la visión de la perfección que ha infundido en sus criaturas y así elevarse y admirar la obra de la Creación. Los indios guaraníes son cual tabula rasa, y nosotros somos llamados a escribir en ella las verdades de nuestra fe, la bondad y el bien. Debemos pues crear allí la imagen de la Cívitas Dei. Esas criaturas, puras, representan al hombre en general, que es un ser que está en el tiempo y en el espacio, como ellos en su selva, perdidos, aprisionados. Y hemos de ayudarles a descubrir a su Creador y a sentirse, por delegación vicaria, dóminus, por decreto divino, icono Dei, y por la gracia, hijos de Dios.

Enrique, como el resto de sus compañeros, se maravilló al escuchar la utopía que planteaba el procurador de Indias. Era un proyecto verdaderamente digno de entusiasmo. En un mundo complejo, absurdo a veces, donde el mal campaba a sus anchas, hacer un reducto, crear una sociedad «perfecta» donde llevar a la práctica los valores cristianos. Era el gran modelo que presentaba el pensamiento de san Agustín: la Ciudad de Dios, conformada por los buenos, más allá del tiempo y no sujeta a los vicios, imperfecciones e injusticias de la civitas diáboli, la que al final había resultado de la sociedad conquistadora y colonizadora. Era la gran oportunidad para poner término definitivamente a los desmanes que se habían cometido en las décadas anteriores. Por fin parecía que llegaba una nueva manera de acercar la evangelización a los indios sin fuerzas armadas ni medios violentos. Lo que en el fondo de su alma, como muchos otros religiosos de su tiempo, soñaba Enrique.