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Madrid, 10 de marzo de 1618

—¡Vamos, bribonzuelo, despierta! —gritó una estridente voz en la oscuridad.

Tomás abrió los ojos a la penumbra del lúgubre y desaseado aposento de la Posada de la Encarnación. Tenía la mente espesa, la boca seca y la visión borrosa. En su confusión, trató de situarse. Se frotó los ojos y cuando éstos se hicieron a la escasa luz se encontró con el desagradable rostro del tuerto. Dio un respingo.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¿Qué hora es?

—La de levantarse e ir a ver a ese principal hombre en el Consejo de Indias —le contestó el cabo Carrasco.

La mente del joven estaba en blanco. No recordaba haber tenido una resaca como aquélla en su vida. Se puso en pie y anduvo con pasos vacilantes hacia una rendija por donde entraba algo de luz. A tientas dio con un postigo que abrió. La claridad le deslumbró.

—¡Esa ventana! —le increpó una voz cascada.

Se volvió y vio los camastros donde se revolvían algunos huéspedes. Uno de ellos carraspeó y luego escupió con violencia contra la pared. El olor de la alcoba era nauseabundo. Sin hacer caso de la queja, el joven abrió de par en par la ventana y asomó la cabeza buscando aire puro.

—¡Esa maldita ventana, carajo! —gritó la voz con más fuerza—. ¿Es que no se puede dormir en esta puta posada?

Aturdido, Tomás regresó a su camastro y se dejó caer panza arriba.

—¡Me muero! —se quejó.

—¿Cómo que te mueres? —le dijo socarronamente Carrasco—. Pues ayer estabas más vivo que un rabo de lagarto, con el jolgorio que se armó abajo, en la taberna.

—¿Jolgorio? ¿Qué jolgorio? —murmuró con una mortecina voz.

—Vamos, no te hagas el tonto, don Tomás. Si se corrió vuaced una juerga de padre y muy señor mío. Por cierto, ¿dónde aprendiste a bailotear de aquella manera? ¡Locas tenías a las mozas!

—¿Os queréis callar? ¡Carajo! —se quejó el huésped, incorporándose con una cabeza despeinada y una cara de pocos amigos.

—Disculpen, disculpen vuacedes —se excusó Carrasco—. Vamos, don Tomás, que aquí estamos molestando. Vístete y baja a asearte, que te espero en la taberna.

Dando tumbos, el joven se fue hacia un revoltijo de ropa que había en el suelo, cogió sus prendas, descendió al bajo y estuvo arrojándose agua con fuerza a la cara. Se vistió y anduvo luego en dirección al patio. Por el camino, un desconocido hombre le saludó muy afable:

—¡Hombre, don Tomás, menuda la de ayer!, ¿eh?

En la taberna, Carrasco le puso en las manos un tazón de caldo hirviendo.

—Anda, bebe esto, que te dará la vida. ¡Ay, qué mocedad esta!

El mesonero había perdido la acritud del día anterior y estaba ufano, agradable y solícito.

—Pida por esa boca vuaced, don Tomás, que aquí estamos para servirle.

El joven recordó entonces. La noche antes había sacado todo el dinero que le dio su padre y, llevado por la euforia de la bebida, estuvo convidando, a diestro y siniestro, a unos y a otros. Hasta el punto que toda la juerga corrió de su cuenta. Se palpó las faltriqueras y se encontró con que no tenía ni un maravedí.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Mierda, mierda y mierda!

—Eh, pero ¿qué te pasa? —le dijo extrañado Carrasco.

—Mi dinero, ¿dónde está mi dinero? —gritó él con el rostro desencajado.

—¿Qué dinero? —le preguntó el tuerto.

—Mi dinero, el que yo traía para valerme en Madrid. ¡Bribones, la madre que…!

—Un momento, un momento… —soltó enojado Carrasco—. ¿Qué estás insinuando?

—¡Me habéis dejado sin blanca, canallas!

—Eh, más despacio, señoritingo —replicó con voz grave Carrasco—. Que aquí los cuartos que se gastaron anoche fueron con anuencia. ¿O no, Nicanor?

—Con la Anuencia esa —contestó el mesonero— y con la Milagros, la Anselma…

—Ay, madre mía! —gritó Tomás llevándose las manos a la cabeza—. ¡Mi dinero, el único dinero que tenía!

—¡Pero bueno! —le increpó Carrasco sujetándole por los hombros—. ¿Resulta que no tienes más cuartos?

—Nada, nada de nada, ni un solo maravedí. Esos cien ducados era todo lo que tenía. Ay, mesonero, por tu madre, dame aunque sea diez ducados de los que te pagué.

El mesonero volvió a su cara agria del día antes, se hizo el desentendido y se puso a barrer. Desesperado, Tomás se derrumbó sobre una de las mesas y empezó a llorar.

—Calma, calma, paisano —le pidió el tuerto—. A ver, ¿qué es eso de que no tienes más dinero? ¿Pues no dijiste anoche que eras hijo de un rico hidalgo de Zafra?

Tomás alzó la cabeza con unos desolados y llorosos ojos y le dijo a Carrasco:

—¡Por caridad, devuélveme ese dinero! ¡Aunque sea la mitad! Mi señor padre me dio esos cien ducados para que hiciera los pagos oportunos y consiguiera un alistamiento provechoso en la milicia. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Vaya, vaya —observó Carrasco—. Me da mucha pena, pero que mucha pena. Lo siento, don Tomás, no puedo hacer nada. Ese dinerito se gastó y…

—¿Cómo que no, canalla? —le gritó Tomás yéndose hacia él con el rostro encendido de ira—. ¡Me vas a dar ahora mismo esos ducados! Yo no te conocía de nada. ¡Maldita la hora en que viniste a platicar conmigo, bellaco, ruin!

—¡Eh, un momento! Sin insultar —replicó el tuerto—. Que nadie le ha faltado a vuaced. Que yo soy honesto. Pálpame, pálpame, verás como no llevo ni un cuarto.

Tomás se abalanzó a él y le registró con meticulosidad. Al ver que no llevaba nada, le agarró por la pechera y le gritó:

—¡Dime quién tiene mi dinero, ladrón, canalla!

Carrasco, muy ofendido, le dio un fuerte empujón y le apartó de sí.

—¡Esto ya son palabras mayores! ¡A mí no me insulta más vuaced!

—¡Eh, que no quiero peleas a estas horas en la taberna! —protestó el posadero—. ¡A pelearse a la calle!

Tomás, fuera de sí, saltó sobre Carrasco y le agarró por el cuello. Los dos estuvieron forcejeando, hasta que el tuerto se soltó y escapó hacia la puerta a todo correr, perdiéndose por las calles.

—¡Esta amistad se ha terminado! —gritaba mientras huía—. ¡Terminado del todo!

Tomás se fue entonces hacia el posadero y le rogó:

—Nicanor, apiádate de mí y dime quién me sacó los cuartos, por tu vida.

—Mira, mozuelo —le contestó el mesonero—, ayer viniste a dar con mala gente. Ese Carrasco y sus amigos son unos vividores que andan siempre buscando algún incauto para que les pague sus juergas. Ayer fuiste tú el que cayó en sus manos y puedes estar seguro de que no les volverás a ver las caras una vez que saben que estás sin blanca. Así que, hazme caso, olvídate del asunto y hazte otras componendas; que esos ducados volaron —hizo un movimiento con las manos, como de alas volanderas.

Tomás escuchó lívido aquellas explicaciones. Fue como si todo el peso del mundo cayera sobre él en un momento. Su cabeza daba vueltas y vueltas preguntándose qué hacer. Tan lejos como estaba de casa, sin un real, no podría ahora realizar lo que su padre había dispuesto para su incorporación a la milicia: pagar una cantidad ajustada y hacerse un buen sitio en la tropa.

Con un hilo en la voz, deshecho como estaba, le preguntó al posadero:

—¿Cuántas noches de posada tengo pagadas?

—Una —respondió el posadero—, y ya la tienes cumplida. Así que recoge tus bártulos y andandito, que ya es pasada la hora de dejar el hospedaje.

El muchacho subió al aposento apesadumbrado, recogió sus enseres y se dispuso a echarse a las calles del desconocido Madrid. Pero, antes de salir, le pidió al posadero:

—¿No me darás al menos un trago de agua?

—En la esquina hay una fuente —le contestó el agrio mesonero secamente.

Tomás anduvo cabizbajo por la calle y se detuvo junto a la fuente, donde se arremolinaban las mujeres esperando para llenar sus cántaros. El sol de marzo brillaba en el agua que salía fresca de un caño de bronce e iba a estrellarse en el granito del pilón. Algunas de las mozas que estaban sentadas al lado en un poyete canturreaban coplas a coro, otras reían y alborotaban. Una de ellas, al ver al muchacho allí tan quieto esperar su turno, les dijo a las otras con voz cantarína:

—Dejad al mozo que beba; no le vamos a hacer estarse ahí hasta que llene la última.

Tomás sonrió agradecido y se acercó al chorro. Mientras bebía, miraba de soslayo a la moza que le había cedido el turno, que estaba al lado puestos los ojos en él con cara de felicidad. Cuando se hubo saciado, le preguntó por el Consejo de Indias.

—No está lejos —respondió la moza muy resuelta—. Vaya vuaced por esa calle de ahí y pase una plaza. Siga la muralla y allí pregunte, que el Consejo ese está en el Alcázar.

Al muchacho le pareció que el agua fresca de la fuente y la alegría de aquella moza le daban ánimos. Recogió su petate y se puso a andar decidido en la dirección indicada.

Madrid resplandecía a media mañana. La gente iba de un lado para otro, ensimismada en sus quehaceres. El cielo estaba limpio y luminoso, y había azuladas palomas que descendían desde las cornisas para picotear el suelo. El olor de las fritangas abandonaba los mesones e iba a confundirse con los humos que se desprendían de los múltiples tenderetes que despachaban comidas en las calles. Aguadores y mercachifles asaltaban en cada momento a los señores, soldados y clérigos que iban graves a sus negocios. Las voces de los pregoneros y las flautas de los afiladores se mezclaban con el repiqueteo de los talleres y el constante ruido de los cascos de los caballos en los empedrados.

Tomás pasó la plaza que le había indicado la mujer, preguntó de nuevo y, al fin, tras atravesar una gran puerta en la muralla, se encontró de frente con el Alcázar Real. Le impresionó mucho ver las torres enhiestas, con los estandartes bordados, relucientes, las banderas ondeando al viento y la guardia que iba en sus caballos, muy ordenadamente, con un rugir de cascos, al ritmo de los tambores. En la gran explanada que se extendía delante de las primeras edificaciones, se agolpaban los coches, caballos, mulos, cocheros y lacayos de los muchos oficiales, funcionarios y gentes principales que venían a hacer gestiones a la Corte. Llegados hasta ellos, el muchacho preguntó por el Consejo de Indias.

—No es aquí —le contestó uno de los criados—. Vuaced ha de torcer aquella esquina y descender por la pendiente. Es en la otra parte, en las traseras del Alcázar, donde están los despachos que busca.

Siguiendo estas indicaciones, Tomás fue bordeando los altos muros hasta que se encontró con una larga fila de hombres que aguardaban para acceder al interior del palacio. Enseguida, acudieron a él unos despabilados que vivían a costa de negociar con los pases aventajados, para ofrecerle un turno favorable y ahorrarle la espera por unos cuantos ducados.

—No tengo cuartos —les dijo el muchacho.

—Pues entonces tendrá vuaced que ponerse allí, al final de la cola —le contestó desdeñoso uno de los aprovechados.

Así lo hizo y, puesto que no tenía otra posibilidad, se dispuso a esperar las horas que fueran necesarias para hacer su gestión. Primeramente estuvo de pie, junto al muro, detrás del último de aquellos hombres. La mañana avanzaba y la cola no. Pasaba una hora tras otra y seguía en el mismo lugar. Indignado veía cómo importantes señores, militares y clérigos entraban directamente y cómo otras gentes no tan principales pagaban lo que los negociantes del turno les pedían y se saltaban la espera. Los que como él estaban en la cola protestaban, blasfemaban, escupían, se alteraban… Pero todo era inútil.

Pasó la mañana y llegó la tarde. Tomás tenía hambre. Por allí aparecían una y otra vez mozuelos con golosinas, churros, panes y chorizos; aguadores, vendedores de vino y pregoneros anunciando tabernas, mesones y posadas. Al muchacho se le hacía la boca agua. Se desesperaba. El sol comenzó a declinar y la gente seguía entrando y saliendo, pero a él no le llegaba el turno. Entonces empezó a darse cuenta de que sin dinero le sería imposible llegar al despacho de don Melchor para entregarle la carta. Preguntó a unos y otros; nadie sabía nada. Sólo los negociantes del pase podrían solucionarle el problema, pero por cinco ducados, claro estaba.

Al caer la tarde, las oficinas se cerraron y la fila se dispersó. Apesadumbrado, desorientado, Tomás enfiló sus pasos por la pendiente, como uno más de aquella gente, dándole vueltas en su cabeza a la angustiosa situación de no saber qué hacer en esa ciudad tan poblada y desconocida.