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Sevilla, 3 de marzo de 1618

Por aquel tiempo, todos los jesuitas que iban a embarcarse para el Nuevo Mundo pasaban por la Casa Profesa de la Compañía de Jesús en Sevilla. Era un magnífico edificio que reflejaba perfectamente el estilo de las primeras fundaciones jesuíticas de España; formas sólidas, claras, sencillas, y resonancias clásicas en las bóvedas, columnas y portadas. Sobre todo la iglesia, dedicada a la Anunciación, era magnífica; construida según el diseño del célebre arquitecto de la Compañía Bartolomé Bustamante y terminada bajo las órdenes del Maestro Mayor Hernán Ruiz. La planta del templo era de cruz latina, cubierta con bóvedas baídas, y el soberbio retablo mayor, obra del jesuita Alonso Matías, lucía preciosas tablas pintadas nada menos que por Juan de Roelas, destacando el colorido cuadro que representaba la circuncisión del Niño Jesús. Pero también a la calle manifestaba el edificio su esplendor mediante la portada de piedra con frente clásico, flanqueado por columnas jónicas que sustentaban el frontón triangular donde se albergaba la hornacina que tanta admiración causaba a los que pasaban por allí, por presentar el bellísimo relieve de la Virgen con el Niño, esculpido por Juan Bautista Vázquez el Viejo.

Enrique Madrigal contemplaba estas maravillas, absorto, junto al resto de sus compañeros recién llegados a Sevilla, mientras se las iba mostrando el padre Agustín de Quirós, el prepósito de la casa, que estaba muy orgulloso de las obras de arte que tenía bajo su custodia. Con detenimiento, les contaba cómo se había conseguido este o aquel cuadro, las donaciones que habían recibido y los artistas que habían pasado por allí en los últimos años.

—Comprobarán vuestras paternidades que en Andalucía la abstracción no existe —les explicaba el padre Quirós, haciendo círculos con las manos en el aire—. Todo aquí es explícito, manifiesto… ¡Y qué bello! ¿Verdad?

Los jesuitas llegados desde Castilla, León, Asturias…, austeros, recios como sus tierras de pertenencia, asentían con la cabeza, muy silenciosos, queriendo comprender el sentir artístico del Sur que tanto enorgullecía al prepósito.

—Y advertirán también —proseguía éste—, que Sevilla es la tierra de María Santísima. ¡Ah, cuánto se quiere aquí a la Madre de Dios! Vean, vean esos cuadros; ¡cúan amorosos son! ¡Qué dulzura! ¡Qué divinas expresiones en los rostros…! En parte alguna verán cosa igual vuestras paternidades.

—En Castilla hay asimismo bellísimas imágenes —apostilló un salmantino.

—Sí, sí, no lo niego —le contestó el padre Quirós—. Pero esta sensibilidad andaluza…

Se organizó al momento un murmullo en el que cada uno quiso describir las tallas que había en su pueblo o las que se encontraban en tal o cual iglesia y monasterio.

—¡Bueno, bueno, es suficiente! —les calmó el prepósito—. Digamos que en España hay una magnífica imaginería y quedemos en paz. Y ahora síganme vuestras paternidades y les mostraré algo verdaderamente excepcional.

Desde la nave principal del templo pasaron a la sacristía. El padre Quirós esperó a que estuvieran todos reunidos en torno a un gran bulto cubierto por una tela que se encontraba en un rincón. Acercó un candelabro con varias velas encendidas y dijo:

—Aquí tenemos una imagen singular que pensamos colocar en un lugar preeminente del templo dentro de poco. Es obra de los dos mejores artistas que hay hoy por hoy en Sevilla: la escultura ha sido tallada por Martínez Montañés y después ha sido policromada por Francisco Pacheco.

Dicho esto, dio un tirón de la tela y descubrió la imagen. Se trataba de un soberbio Ignacio de Loyola de grandes dimensiones hecho con gran realismo. La expresión serena de su rostro, la espiritualidad de su ademán y la fortaleza interior que transmitía dejó a todos boquiabiertos.

—¡Sorprendente! ¡Magnífica! ¡Excelente! —fueron las exclamaciones que se elevaron en un gran murmullo de admiración.

—Sabía que les gustaría —dijo satisfecho el padre Quirós—. Ciertamente, es una obra admirable. No ha mucho tiempo que la hemos recibido del taller… Un mes, creo.

—¿Por qué no la tienen en la iglesia? —preguntó uno de los jóvenes jesuitas.

—Porque está reservada para una celebración muy esperada —contestó Quirós—: Para cuando sea canonizado nuestro padre Ignacio. Lo cual, si es la voluntad de Dios, no ha de tardar un año.

Un nuevo murmullo aprobatorio salió de los jesuitas que, muy satisfechos, sonrieron encantados por aquella noticia. Para toda la Compañía la canonización de su fundador era ya un hecho inminente, y en todas las casas había preparativos iniciados con vista al evento. En esta época, tan amante de lo simbólico, la imagen era un elemento importante a tener en cuenta, y en los retablos de las iglesias jesuitas no podía faltar Ignacio incorporado al resto de los santos.

—Si a vuestras paternidades les ha maravillado esta espléndida talla —añadió el padre Quirós—, maravíllense aún más de saber que tenemos encargada otra a los mismos artistas y que ya la llevan muy adelantada: la de Francisco de Borja.

Los jesuitas aplaudieron eufóricamente el anuncio. En todo el sentir de la Compañía estaba el deseo de que, si Ignacio había de ser pronto santo, su seguidor Francisco de Borja al menos debía ser beatificado. Todavía, aunque el proceso se sabía que estaba muy adelantado, nadie se había atrevido a exhibir imágenes de éste. Ahora, gracias al apoyo y gestiones del duque de Lerma, todo apuntaba a que la beatificación no habría de tardar mucho.

La Casa Profesa de Sevilla no sólo tenía preciosas esculturas, retablos y maravillosos cuadros. También había una completa biblioteca con más de 2000 volúmenes, muchos de ellos escritos e ilustrados por los propios jesuitas, sobre todo los que contenían descripciones e información de las lejanas misiones.

Enrique Madrigal estaba decidido a aprovechar bien el tiempo que debía pasar en Sevilla. Y su principal cometido se encontraba en aquella biblioteca, donde tenía que asimilar la mayor información sobre el Nuevo Mundo. Así que se dedicó con verdadero ahínco a los libros, ansioso como estaba de conocer cosas acerca de su inmediato destino. Y fue el sapientísimo bibliotecario, el anciano padre Maldonado, quien le orientó sobre el orden que debía llevar en sus lecturas. Comenzó con tratados de leyes, que se le hacían aburridísimos, donde se recopilaban las Provisiones, Cédulas, y Ordenes que habían mandado dar los reyes para despachar las cosas del gobierno de Indias y para los nuevos descubrimientos. Más interesante le parecieron La Crónica del Perú de Cieza de León o la Milicia y descripción de las Indias de Vargas Machuca, especialmente este último explicaba detenidamente las semillas y las plantas que se daban en Indias, así como la fauna, los pescados de ríos y mares y muchas otras curiosidades. Pero lo verdaderamente interesante eran los mapas, donde podía hacerse una idea de cómo eran físicamente las Indias. Había dos que eran especialmente completos: el mapamundi de Diego Ribero, que era copia del que se encontraba en la Casa de Contratación, y el de Battista Agnese, muy detallado, por incorporar las informaciones obtenidas en los descubrimientos y exploraciones marítimas; siendo el más explicativo el de Abraham Ortielus, que recientemente había sido enriquecido con muchos datos por los propios jesuitas.

Pero, cuando quiso saber cosas más concretas sobre la provincia del Paraguay, se encontró con que los documentos que tenía la biblioteca sevillana eran muy escasos: apenas una veintena de cartas nuevas enviadas a los provinciales o al prepósito general, breves descripciones del paisaje y de las más importantes colonias, algunas leyes particulares y un memorial que hacía referencia a las encomiendas de Charcas que estaba • anticuado por haber sido escrito hacía sesenta años.

Enrique se dio cuenta entonces de que la provincia del Paraguay era un caso especial en las Indias. El paulatino descubrimiento del Nuevo Mundo que se había ido realizando en el siglo anterior había puesto al descubierto un vastísimo territorio inesperado, sin que se viera cumplido el sueño de Colón, que creía haber llegado a las costas de Asia. Los españoles conquistaron los dos grandes imperios, el azteca y el incaico y fueron penetrando en las inmensas selvas. Con una táctica diferente, los portugueses se establecieron en las zonas costeras de lo que sería el Brasil, más atentos al dominio del mar. Entre ambos dominios, el español y el portugués, quedaba pues una extensa área poblada por tribus seminómadas, en una enmarañada selva muy difícil de conquistar. Los grandes ríos Paraguay y Paraná formaban una bolsa al unirse para dar origen al llamado Río de la Plata, donde una y otra vez los descubridores habían fracasado en sucesivas exploraciones que buscaban una ruta que uniera por el sur a los dos océanos. El espejismo del oro los mantuvo entusiasmados, hasta que vinieron a advertir que no existían las riquezas de las que tanto se había hablado; no habiendo más oro que el del Imperio incaico, ya conquistado por Pizarro desde el otro lado del continente, abierto al Pacífico.

Enrique descubría en la lectura y en los mapas que la inmensa región del Guairá se había quedado al margen, como un sueño no realizado, donde se establecieron los conquistadores españoles fundando sólo algunas escasas ciudades e implantando las encomiendas; el derecho al servicio obligatorio de los indios, que había dado lugar a muchos excesos por parte de los encomenderos. Por este motivo acudieron los franciscanos para defender a los indios de los abusos, estableciendo las primeras reducciones. Después, en 1609, se incorporaron los jesuitas a la misma empresa, buscando liberar a guaycurúes, guaraníes y carios de la esclavitud de los encomenderos españoles y las crueldades de los bandeirantes portugueses.

El Procurador General de Indias, el padre Francisco Crespo, que generalmente vivía en Madrid, llegó por aquellos días a Sevilla. Con él vinieron los compañeros que estaban destinados al Paraguay y que iban a partir con Enrique en el mismo viaje: el italiano Pietro Virossi y el español Francisco de Ortega, que era azuagueño y había ingresado en la Compañía en Toledo.

Enrique estaba en la biblioteca, dedicado a los libros y a los mapas, cuando vinieron a avisarle de que los recién llegados estaban en el claustro, saludando a la comunidad. Bajó aprisa, impaciente por conocerlos. Los encontró todavía con el equipaje en las manos, polvorientos y con el aspecto de estar fatigados. Pero los tres estaban sonrientes. Fue emocionante el encuentro, a última hora de la tarde de aquel día de marzo, con las golondrinas recién llegadas revoloteando por los aleros de los tejados.

El procurador era pequeño de estatura y de agradable rostro sonrosado, bondadoso, y le dijo a Enrique nada más serle presentado:

—Vaya, vaya; así que vuestra paternidad es Enrique Madrigal, el trujillano.

Enrique asintió reverentemente con un movimiento de cabeza. Inmediatamente, el padre Crespo le presentó a los que iban a ser sus compañeros de viaje. Al italiano padre Virossi, Enrique lo reconoció enseguida; era el jesuita que compuso las coplas que se cantaron en la catedral de Salamanca con motivo de la colocación de la primera piedra en las obras del colegio. Era delgado y de aspecto delicado, como suelen ser los italianos, de tez muy clara, grandes ojos castaños y cabello oscuro, rizado.

—Le conozco —le dijo Enrique—. Es vuestra paternidad un gran compositor. Escuché en Salamanca las preciosas coplas que compuso para Su Majestad, la reina Margarita.

—Ah, no me diga que… —se sonrojó Virossi—. No… no es nada.

—¡Naturalmente! —exclamó el procurador—. El padre Virossi va al Guairá a enseñar música a los indios de nuestras reducciones.

—¡Es fantástico! —se entusiasmó Enrique—. ¡Qué magnífica idea!

—Y el padre Ortega —señaló ahora el procurador al azuagueño—, aquí presente, les enseñará a esas criaturas a hacer casas, iglesias, colegios… Sepa vuestra paternidad que es maestro albañil y ejerció de tal unos buenos años antes de ingresar en la Compañía.

Enrique se fijó en él: el padre Ortega tenía treinta y cinco años, era pues maduro; corpulento y de saludable rostro tostado. A diferencia del italiano, su fuerte naturaleza parecía la más adecuada para la dura aventura de Indias.

—Son dos expertos —dijo Enrique con sincera modestia—. En cambio, mi humilde persona poco podrá enseñar a los indios.

El padre Crespo se acercó a él y le puso la mano en el hombro.

—¡Qué dice vuestra paternidad! —le reprochó su humildad—. Si sabemos que es gran organizador, firme y decidido.

Enrique se sonrojó.

—Bien —les animó el procurador—. Vayan vuestras paternidades a dar un paseo por ahí, juntos, para irse conociendo mejor, que han de pasar muchas aventuras en mutua compañía.