Zafra, 2 de febrero de 1618
Don Sisenando López arregló el asunto de Tomás Llera con la diligencia que le caracterizaba, la que le había proporcionado su experiencia de más de veinte años al servicio del duque de Feria. Conocía a gente influyente en cualquier lugar de España y sabía manejar el correo con la habilidad propia de un viejo canciller de la Corte. En menos de cinco meses había contactado con las personas adecuadas para darle solución al problema que tanto preocupaba al padre del muchacho. Y cuando tuvo en sus manos la carta que contenía la respuesta más idónea, llamó a su despacho a don Diego Llera y le explicó los pormenores de su gestión.
—Bueno, querido don Diego —le dijo—, no ha sido fácil, no lo crea. Vivimos en unos tiempos complicados; nada es como antes. La escasez, la carestía… traen a todo el mundo de cabeza. En fin, nadie se fía. Como le prometí, mandé más de media docena de cartas a gentes principales de Valladolid, de Sevilla, de Toledo y de Madrid, de la Corte. Y, nada, no me contestaban. Tuve que hacer uso del duque, ¡figúrese vuesa merced!
—Oh, don Sisenando… —le agradeció don Diego—, cuánta molestia, cuánta…
—Nada, nada, querido amigo, se lo prometí y, ya se sabe, lo prometido… Pero vayamos al grano. El caso es que estoy contento, muy contento; al final las cosas no podrían haber salido mejor. —Abrió el carpetón de cuero que tenía sobre la mesa y extrajo un papel bien doblado—. Aquí está la solución, en esta carta. Resulta que me contestó nada menos que don Melchor Dávila, uno de los secretarios de don Baltasar de Zúñiga, que es consejero de Estado. En fin, gente por tanto muy próxima a palacio.
Al escuchar esto, don Diego abrió unos grandes ojos y suspiró profundamente.
—¡No, no era necesario tanto, don Sisenando!
—Sí, sí, sí era necesario. En estas cosas, cuanto más arriba, mejor. Pero déjeme explicarle. Resulta que este don Melchor me escribe y se manifiesta muy conforme con echar una mano a su hijo Tomás.
—¡Ay, gracias a Dios! —exclamó don Diego entrelazando los dedos de las manos.
—Bueno, querido amigo —observó el secretario—, no es necesario que le diga que no me ahorré elogios a la hora de presentar a su hijo: inteligente, despierto, audaz… En fin, que espero que no quedemos mal ahora todos. Debe vuaced aleccionarle muy bien, pero que muy bien.
—No le defraudaremos —juró don Diego—. Puede estar confiado, don Sisenando.
—Bien, eso se verá. Pero ahora es necesario que cumplamos fielmente las instrucciones que da en su carta el señor Melchor Dávila. Dice que lo más adecuado es que Tomás ingrese en el ejército, que tiene una buena edad y, hoy por hoy, es lo mejor para abrirse camino en Indias. Al parecer se ha creado una nueva provincia en el virreinato del Perú y se anda reclutando gente para organizar y proveer al gobierno con funcionarios y militares. En fin, que buscan hombres de buena sangre, limpios de polvo y paja, que se pongan a las órdenes de los capitanes que deben acompañar al nuevo gobernador del… —don Sisenando abrió la carta y la ojeó—. Del Guairá, eso, del Guairá.
—¿Del Guairá? —preguntó don Diego con extrañado rostro—. ¿Y dónde está eso?
—¡Uf! ¡Qué sé yo! El Nuevo Mundo es tan vasto… ¿Y qué más da? Hechos a la mar lo mismo es un sitio que otro. El caso es que Tomasito tenga la manera de pasar a las Indias. Y se me ocurre que si esa provincia del… del Guairá o como diablos se llame, es nueva, mejor que mejor; más oportunidades tendrá. Que en asuntos de Indias tengo entendido que los primeros que llegan son a los que más les aprovecha. ¿O no?
—Claro, claro, don Sisenando. Vuaced sabrá, que entiende más de estas cosas. Que yo de Indias no conozco sino la plata y el oro que ha veinte años vengo negociando.
—Pues lo dicho, don Diego —afirmó el secretario dando con la palma de la mano en la mesa—. Ahora mismo vamos a la Justicia a que nos expidan las certificaciones oportunas y después a la parroquia, para que nos den la fe del bautismo y lo demás que se exige para testimoniar su sangre de cristiano viejo. Que luego habrá que escribir cartas y preparar lo necesario para su viaje a Madrid.
—¿A Madrid? Pero ¿no es en Sevilla donde…?
—No, don Diego, no. Que esto es cosa del Consejo de Indias, en el Alcázar Real de Madrid, que es donde están las máximas autoridades para los asuntos indianos. Lo de Sevilla es sólo para la contratación, es decir, lo que se refiere a los dineros, las mercancías y los permisos que requieren los navegantes. Pero lo militar está en Madrid. ¿Dónde habría de estar sino en la Corte?
Madrid, 3 de marzo de 1618
Cuando Tomás Llera vio Madrid por primera vez a lo lejos, era la última hora de la tarde de un día típico de marzo, ventoso, en el que el aire frío de las sierras no había dejado de azotar monótonamente, levantando polvo molesto en la carretera. Se veían las líneas alargadas de los montes, y en el fondo aparecía la villa. El camino de entrada se iba abriendo paso entre las huertas y los trigales verdes, hasta un puente que cruzaba el río Manzanares, que discurría lento reflejando en sus aguas las alamedas de las orillas. Más adelante se pasaba por un arrabal de casas bajas, terrosas, y luego se llegaba a una amplia calzada flanqueada por casonas más sólidas con grandes portones, entradas de carros, cobertizos y cuadras. A medida que se avanzaba, los edificios se iban apretujando hasta que no había espacio entre ellos y empezaban a abundar los negocios: talleres, tiendas de alimentos, sastrerías, sombrererías, armerías… Después se bordeaba un tramo de muralla y se atravesaba una puerta que conducía directamente al ámbito de los majestuosos palacios, los conventos y las torres de las iglesias.
Tomás iba atónito, a lomos de su mula, observando boquiabierto la esplendidez de los barrios que atravesaba. Había sido un largo viaje por la carretera polvorienta, incorporado a una fila de viajeros variopintos que venían a la capital; por montes, bosques de encinas, grandes llanos e interminables rectas en la llanura manchega, y ahora la abigarrada población de la ciudad le impresionaba. Era un ir y venir constante, un colorido y bullicioso trasiego de personas, animales y vehículos el que surcaba las calles al atardecer.
Por aquel tiempo, Madrid florecía como nunca antes lo había hecho. Felipe III, el primer rey nacido en la villa, había trasladado aquí la corte definitivamente desde Valladolid y la ciudad conoció durante su reinado un nuevo auge; clérigos, artistas, políticos, nobles, afluían a la capital y en ella se aposentaban. La población había crecido desmesuradamente. Y ello no dejaba de acarrear sus problemas, porque la ampliación de los barrios se hacía de una forma anárquica, con lo cual la ciudad se convirtió en un conglomerado de casas rodeado de barrizales y huertos. El centro y los antiguos barrios, hermoseados ahora, no dejaban de resultar espléndidos con los nuevos y fastuosos edificios; pero los problemas creados por la permanencia de la corte se iban acumulando: falta de agua, inexistencia de alcantarillado, hacinamiento de la población, estrechez del casco viejo… Aunque la presencia del Rey y lo más granado de la nobleza aportaban un florecimiento artístico y literario como no se había conocido en nuestra cultura. Se crearon chancillerías, audiencias, consejos, secretarías… Y las riquezas llegadas del Nuevo Mundo también daban sus frutos. Acudían funcionarios, miembros de las órdenes religiosas y aventureros que buscaban introducirse en la administración o abrirse camino hacia los gobiernos de ultramar. Eran los tiempos del teatro, las representaciones en la Plaza Mayor, en los corrales de comedias; los grandes autos sacramentales y las fastuosas fiestas de la corte en los preciosos palacios.
El carretero que dirigía al grupo de viajeros detuvo la caravana en una pequeña plaza y dio las explicaciones oportunas en alta voz.
—Bueno, señores, hemos llegado. Los que tengan donde pernoctar que paguen el viaje y hasta la próxima. Los que no, pueden acompañarme hasta la posada de la Encarnación, que no es mal sitio, y por veinticinco reales tienen mesa y cama. Si lo quieren más barato, hay próximo a esta plazuela aposento por diez reales.
Allí mismo se hicieron los pagos y cada uno tomó una dirección. Tomás se acercó al carretero y le dijo:
—Me parece que mi señor padre ha pagado ya.
—Sí, sí, cabalmente; los cien reales del viaje con las pernoctas y una noche en la Encarnación —respondió el negociante—. Así que, véngase vuaced conmigo y le llevaré al acomodo, que es en la plaza de la Encarnación que está un poco más allá; en las traseras de ese convento.
La posada estaba instalada en una casa vieja, a la que se entraba por un amplio zaguán. Un antiguo patio techado, con un piso de baldosas rojas que se deshacían, servía de taberna, comedor y almacén. En el piso alto estaban los dormitorios, pero daba miedo subir por las escaleras de tablas apolilladas que crujían peligrosamente a cada paso. Todo parecía estar bailando, y daba la sensación de que techos y paredes iban a venirse al suelo en cualquier momento.
Les atendió un posadero de cara pálida y agria, que lo primero que hizo fue cobrar los veinticinco reales y pagar al carretero su comisión de dos. Luego acompañó a Tomás a un lúgubre cuarto en el que había media docena de camastros muy próximos unos a otros. «Si éste es el aposento bueno, cómo será el de los diez reales», pensó el muchacho. Pero era ya tarde y la ciudad le resultaba tan grande y desconocida que no podía sino conformarse. Así que dejó sus cosas allí y bajó a donde estaban las letrinas y una pila como único lugar para asearse antes de comer algo.
Como cena le dieron unas sopas de pan y ajo, que sólo le satisfacían por estar calientes y reconfortarle el cuerpo maltrecho del largo viaje y el frío pasado. Y, como suele suceder en estos casos, enseguida se le acercó alguien deseoso de trabar conversación. Mientras estaba sentado con las espaldas pegadas a una columna y concentrado en su sopa, una voz le dijo a su lado:
—Entonan el cuerpo las sopitas, ¿eh, amigo?
Tomás se volvió y se encontró a un hombre tuerto que le sonreía con una boca grande y desdentada. Asintió con la cabeza y siguió a lo suyo. Pero el tuerto volvió a la carga.
—¿Eres andaluz, amigo?
Tomás se fijó en él; era un hombre de mediana estatura, de aspecto poco agradable, barba rala blanquecina, delgado y vestido con ropas ajadas.
—De Zafra soy —respondió huraño.
—¡Hombre, paisano! —exclamó el tuerto acercándose más a él—. Yo soy de Fregenal de la Sierra.
Tomás esbozó una media sonrisa, que el tuerto aprovechó para dar el paso definitivo de sentarse frente a él en la mesa al tiempo que gritaba:
—¡Posadero, trae vino!
—Estoy cansado de un largo viaje —se excusó Tomás—, y mañana he de madrugar.
—¡Anda, hombre! Un buen mozo como tú no ha de rehusar una convidada. Y menos si viene de un paisano.
Llegó el posadero con la jarra y llenó los vasos hasta arriba.
—¡Por la baja Extremadura! —brindó el tuerto.
Bebieron ambos y se quedaron un rato en silencio. Tomás reparó en cómo era observado por aquel hombre, que con su único ojo aguzado no dejaba de escrutar sus ropas ni un momento.
—¿Qué miras? —le preguntó adusto, desconfiando de esta actitud.
—Vas bien compuesto, amigo —respondió el tuerto—; a la manera de Sevilla. ¿Qué os trae por Madrid?
—A vuaced no le importa —contestó Tomás apurando el vino de un trago y poniéndose en pie.
—Eh, amigo, ¿adónde vas?
—A mi aposento. Ya os dije que estoy muy cansado.
—Un momento, un momento —le rogó el tuerto—. Aún queda vino en la jarra. ¿Vas a desairar a un paisano?
De mala gana, Tomás volvió a sentarse y llenó los vasos vaciando por completo la jarra.
—No nos hemos presentado —objetó el tuerto—. ¿Cómo te llamas, amigo?
—Tomás Llera, para servir.
—Pues yo Isidoro Carrasco, para lo que mandéis. Ya que no me das razón de tu estancia en Madrid, te daré la mía. Soy soldado de los tercios de Su Majestad, de la Compañía de Arcabuceros para más seña.
Al oír aquello, Tomás mudó el gesto y dejó de estar huraño.
—Qué, ¿te sientes más confiado ahora? —le preguntó el tuerto con socarronería.
—No tengo por qué creer lo que dices —contestó el joven volviendo a su severidad de antes.
—¡Eh, Nicanor! —llamó el tuerto al mesonero. Y cuando éste hubo acudido le pidió—: Dile a este huésped tuyo quién soy yo.
—El cabo Carrasco, de los tercios de arcabuceros —respondió el mesonero de corrido y de mala gana.
—¿Eh? —se pavoneó el tuerto—. ¿Es o no es?
—Excuse vuaced —se disculpó Tomás, algo más distendido—, pero vengo aleccionado de no confiar en extraños.
—Y haces bien, muchacho, pero que muy bien —le dijo el cabo Carrasco—; pues no está la vida para andarse fiando de extraños, que hay por ahí mucha mala gente. Y aunque me afee el decirlo, aquí tienes a un hombre honrado, como han de ser los soldados del Rey. Que a mí no me ha movido el venir a ti sino el haberte visto aquí, tan solo y triste, con tu sopa. Que se me ha hecho que no te vendría nada mal un trago de vino. Y aquí no hay más leña que la que arde. Y no pienses que te tengo a mal el haberte estado desconfiando; que ello no me dice sino que eres hombre recto y de buenas razones y educación de tu persona.
Tomás se estiró, orgulloso al escuchar aquello, y desplegó una sonrisa franca. Entonces el tuerto le extendió la mano y con recia voz le dijo:
—¡Venga esa mano!
Ambos se estrecharon la mano con un fuerte apretón y ahora fue Tomás el que, con una autoridad que le salía de dentro, gritó:
—¡Mesonero, otra jarra!
Bebieron más distendidos. A esa hora la taberna de la posada de la Encarnación comenzaba a llenarse de gente. En una esquina hacía un rato que unas mujerzuelas se reían con unas estridentes carcajadas y parloteaban a voz en cuello. Los cubiletes de los dados retumbaban cada vez que chocaban contra las mesas y el murmullo de las conversaciones se iba elevando paulatinamente. Tomás paseó la mirada por el patio cubierto y se recreó contemplando a los hombres variopintos que se habían congregado: soldados, jóvenes atildados, señores con aspecto de funcionarios que devoraban chuletas y apuraban jarra tras jarra de vino, negociantes… La gente de la capital tenía un aspecto distinto y su forma de comportarse exhibía otros aires. En aquel momento, el joven sintió que el vino le entonaba y empezó a percibir una cierta fusión con aquel ambiente; los ruidos le envolvían, se sintió relajado y el calor acudió a sus huesos. Un agradable estado de placidez le embargó y se encontró libre, tan lejano de su pueblo.
—Bueno, don Tomás —le sacó de su éxtasis la cascada voz del cabo Carrasco—, y ahora, ¿vas a decirme qué te trae por Madrid? Si te place, paisano; si no, tan amigos y en paz.
Muy conforme, Tomás le respondió:
—Vengo a ver la manera de alistarme a la milicia, para hacerme a las Indias como soldado a las órdenes de algún capitán.
—¡Hombre! —exclamó el otro eufórico—. ¡Eso merece un brindis, camarada!
Llenó los vasos y bebieron una vez más. Con los ánimos que da el vino, Tomás le explicó al cabo cómo su padre había hecho gestiones para que él entrara en contacto con un funcionario del Consejo de Indias, y todo lo demás, tal y como lo habían dispuesto don Sisenando y don Diego. Extrajo la carta de su faltriquera y se la mostró.
El tuerto la cogió en sus manos y con su agudo ojo comenzó a recorrerla de arriba abajo con gesto interesante.
—¡Ja, ja, ja…! —rio Tomás sin poder contenerse—. ¡Que la tiene al revés, vuesa merced!
—Ah, bueno, sí… En fin —dijo divertido el cabo—, no sé leer ni una letra… ¡Ja, ja, ja…! ¿Y vuaced? ¿Sabe leer, vuaced?
—¡Claro, amigo!
—Pues buena cosa es ésa —observó circunspecto el cabo Carrasco—. Si vas a ser soldado, con esas buenas recomendaciones que traes y con conocimiento de escritura, lectura y cuentas puedes hacer carrera, paisano, ya lo creo. ¡Brindemos por ello! Y tratémonos de tú, que somos paisanos.
Después de apurar su vaso, Tomás dijo al tuerto:
—Ya que nos hemos conocido porque Dios lo ha querido, cabo Carrasco, ¿podrías hacerme la merced de indicarme dónde están los Consejos esos a los que he de ir para entrevistarme?; pues es la primera vez que vengo a Madrid y no me sé las direcciones.
—¡Eso está hecho, paisano! Mañana te llevo yo a donde sea menester. Y ahora, como muy bien has dicho ya que Dios ha querido que hagamos conocimiento, es oportuno que comamos alguna cosa; que estamos echando mucho vino en hueco y nos podemos ver como subidos en barco de aquí a poco. ¡Mesonero, trae unas tortas, chuletas, y queso de la Mancha! ¡Y otra jarra!
—Buen acuerdo has tenido —observó Tomás—, que con esa triste sopa, después de tan largo viaje…
Animadamente, se pusieron a comer y siguieron bebiendo. El tuerto iba soltando ocurrencias y chascarrillos y Tomás se encontró muy divertido, riendo a cada momento con verdaderas ganas.
No se habían terminado las viandas cuando apareció un hombre alto, moreno, con los ojos muy hundidos y la barba negra, manchada de plata, que le echó el brazo por encima al tuerto, cariñosamente, diciéndole:
—¡Carrasco, viejo, estabas aquí a la chita callando!
—¡Hombre, Santana! —exclamó el cabo poniéndose en pie y abrazando al recién llegado—. ¡Me cago en…! ¡Cuánto tiempo! Siéntate, siéntate… ¡Mesonero, trae más chuletas y otra jarra!
—Que no, hombre, que estoy allí con el Gallego —se excusó Santana.
—¿Con el Gallego? ¿Dónde? ¡Tráele para acá! ¡Con el tiempo que hace que no veo al Gallego!
En un momento determinado, Tomás se encontró sentado a la mesa con media docena de rudos hombres que comían y bebían como veinte. Todos eran muy animosos y muy dados a contar historias y chistes, y una vez presentados le trataron como amigos de toda la vida. Cenaron, charlaron y apuraron una tras otra las jarras de vino que el mesonero traía sin dar abasto. Después uno de ellos sacó una guitarra y se pusieron a cantar coplas y a palmear. Luego se armó un bailoteo con las mujeres que estaban en la otra punta y que no dudaron en acercarse muy resueltas cuando oyeron música.