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Salamanca, 10 de noviembre de 1617

Cuando el padre Montemayor reunió a los jesuitas de Salamanca en la biblioteca del colegio, llovía monótonamente. Los campos estaban tristes; las calles llenas de charcos. Veíase la ciudad asomando entre la bruma y los tejados chorreando agua. La torre y las cúpulas de la catedral destacaban oscuras en el cielo completamente gris y la poca luz que reinaba a esa hora de la mañana hacía necesario que se encendieran algunos candiles. Un frío húmedo se colaba por las desvencijadas ventanas y hacía desapacible la reunión en la estancia, a pesar de que un grueso tronco ardía al fondo, en la chimenea.

El padre provincial llevaba ya casi una semana hospedado en el colegio, pero los miembros de la comunidad sólo habían podido verle a las horas de las comidas, en el refectorio, puesto que había estado muy ocupado preparando la ceremonia de la colocación de la primera piedra en el nuevo real colegio. Entrevistas con el arquitecto, con el obispo y con las autoridades de la ciudad no le dejaban ni un momento libre. Mientras tanto, en la casa de los jesuitas había reinado un ajetreo constante: mensajeros de parte del corregidor, idas y venidas de importantes funcionarios enviados desde Valladolid por el secretario del Rey, visitas de canónigos… Todo apuntaba a que la gran solemnidad que se preparaba para festejar el comienzo de las obras iba a ser un acontecimiento muy sonado en Salamanca.

Pero Enrique, a pesar de verse necesariamente inmerso en este ambiente de preparativos, permanecía ajeno porque algo más importante para él ocupaba por completo su mente en aquellos días: la gran incertidumbre de su destino definitivo, que no terminaban de comunicarle.

Por eso, cuando al fin les anunciaron la reunión con el superior, le dio un vuelco el corazón al saber que había llegado el momento. Acudió a la biblioteca hecho un manojo de nervios y no dejó en ningún momento de suplicar en su interior que se cumpliera su ansiado deseo de ir a las Indias.

El padre Montemayor era un jesuita seco, reconcentrado; la frente ancha y la mandíbula muy estrecha le daban a su rostro un aspecto triangular en el que resaltaba su nariz larga y curvada, como un gancho. Miraba con unos ojos pequeños que chispeaban inteligencia, claridad y astucia. En algún momento podía recordar a un ave de rapiña.

—Bueno, hermanos —dijo mientras tomaba asiento y escrutaba a los presentes con su fina mirada—, disculpen vuestras caridades que haya tenido tan poco tiempo para la casa durante estos días. —Dicho esto, se quedó callado un momento y añadió—: Pasado mañana, día 12 de noviembre, procederemos solemnemente a colocar la primera piedra en el que será el espléndido colegio de Salamanca. Es un momento trascendental para la Compañía. La Providencia Divina nos ha beneficiado sumamente y hemos de dar gracias a Dios.

Después estuvo dando explicaciones acerca de los actos que tendrían lugar y anunció que estaría presente en todo momento el secretario del Rey, don Pedro Fernández Navarrete, cuya llegada desde Madrid estaba prevista para el día siguiente. Dicho esto, sermoneó durante un largo rato llamando a los miembros de la comunidad a que estuvieran muy atentos al momento tan singular que vivían, con la extensión de la Compañía por el mundo al servicio de la Iglesia y del reino de Cristo. Luego se quedó pensativo, se acarició la barbilla y entornó sus vivos ojos mirando a los jesuitas que le escuchaban muy atentos. Solemnemente, anunció:

—Y ahora, ha llegado el momento de saber lo que Dios reserva para los padres que esperan destino. Para ello, me entrevistaré personalmente con cada uno en el despacho del prefecto.

Se levantó y salió de la biblioteca.

Eran cuatro los padres jesuitas que estaban pendientes de recibir destino: un vallisoletano llamado Agustín Pello, que había cursado sus estudios en Alcalá de Henares; dos hermanos salmantinos, Ricardo y Andrés, que habían sido compañeros de Enrique Madrigal, y éste, cuya situación ya nos es conocida. Los cuatro fueron diligentemente a ocupar su turno en la puerta del despacho del prefecto.

Salió el primero, el padre Pello, y en su cara se veía la emoción contenida; a China, le correspondió. Los hermanos fueron destinados a la Nueva España y estaban contentos, por saber que irían juntos.

Cuando entró Enrique en el despacho, el provincial estaba ordenando cada una de las cartas.

—Siéntese, padre Madrigal —le pidió.

Enrique se sentó, nervioso; se frotaba ambas manos hasta casi hacerse daño. Tiritaba, pues esa mañana había sido incapaz de entrar en calor.

—Bien, bien —le dijo el padre Montemayor—. ¿Está vuestra paternidad dispuesto a cumplir fielmente lo que Nuestro Señor Jesucristo le pida?

—Sí, sí —murmuró Enrique, asintiendo firmemente con la cabeza.

El provincial extrajo de su carpeta la carta que contenía el destino y la ojeó; innecesariamente, pues a buen seguro conocía lo que en ella estaba escrito. Luego apretó los labios y se quedó mirando a Enrique muy serio, con un brillo raro en los ojos. Dijo:

—Al Guairá, padre, ha sido destinado al Guairá.

El joven jesuita dio un respingo al escuchar aquello.

—¡El Guairá! —exclamó—. ¡Dios sea bendito! ¡Eso son las Indias Occidentales!

—En efecto —confirmó el provincial—. Allí tiene recién comenzadas sus reducciones de indios la Compañía. Es un destino interesante, muy interesante, padre Madrigal. Pero muy difícil; no quiero que desconozca los pormenores de aquella misión.

—Estoy dispuesto a lo que sea, paternidad —dijo Enrique, sonriente.

—Bien, bien. Se ha confiado en vuestra reverencia porque posee una naturaleza fuerte y un vivo espíritu. Aquélla es una tierra agreste y salvaje. Confiamos en que sabrá dar buenos frutos.

—Gracias, gracias, paternidad.

—Pero… —el padre Montemayor puso un gesto grave, sombrío—. Pero es muy sacrificado, muy sacrificado. Hace meses que nos pidieron el refuerzo de algunos padres. El Capítulo General se reunió y acordó que fueran enviados miembros de la Compañía de las cuatro provincias. Hay mucho que hacer, allí. Es una grandísima responsabilidad.

—¿Cuándo habré de partir?

—A finales de la primavera, cuando salga la flota de Indias. Antes se preparará vuestra caridad bien; necesitará aprender lo que es conocido de aquellas tierras, la geografía, las razas… En fin, lo poco que sabemos. Es una evangelización reciente aquella y, como le digo, cuenta con muchos inconvenientes y dificultades. Dios ayudará.

Enrique, puesto en pie, besó la mano del superior y salió respetuosamente. Una extraña sensación le invadía; una mezcla de emociones y el ansia de que llegara cuanto antes la primavera. Fue a la capilla y se arrodilló con gran reverencia. Sus músculos, que habían estado tan tensos, se aflojaron y le amagó una especie de ganas de vomitar. Era un vértigo, la impresión de estar al borde mismo de un gran precipicio. Su deseo más profundo parecía cumplirse, pero ahora brotaba dentro de él una especie de temor.

Salamanca, 11 de noviembre de 1617

Apenas anocheció, en el cielo azul turquí de Salamanca, frío y despejado, aparecieron estrellas lejanísimas que titilaban sobre el horizonte. Los campos oscuros estaban solos, a merced del rocío; el Tormes cubierto de negra noche. Pero arriba en la ciudad se agitaba un rumor de fiesta que llegaba con sones de flauta y tamboril, gaitas templadas y coplas con voces recias de estudiantes. Una gran solemnidad se avecinaba: la colocación de la primera piedra en el Real Colegio de la Compañía de Jesús a la mañana siguiente. Y en una población abarrotada de mozos y vividores cualquier motivo era bueno para sumir las calles y las plazas en aquella alegre algazara con la que el pueblo español solía celebrar sus acontecimientos.

Era la víspera del ansiado día para los jesuitas, y para los salmantinos el pretexto ideal para hacer jolgorio. A media tarde, los gaiteros y los tamborileros con el alcalde y los corregidores fueron a la cabecera del puente para recibir al secretario del Rey. Vinieron danzando, acompañando a la comitiva de nobles, a los ritmos del pasacalle y la charrada, que animaban mucho a las gentes y las hacían salir de sus casas. Recorrieron la rúa principal y fueron a la plaza donde se hizo un gran recibimiento en presencia del obispo, del cabildo y de toda la nobleza. Allí estaban concentrados los colegiales de todos los colegios mayores y menores, toda la Universidad y una gran multitud del pueblo. Se leyeron discursos, se intercambiaron parabienes y se dieron grandes vivas al Rey y a la Reina. Después, como esperaba todo el mundo, llegaron tres carretas tiradas por bueyes; la primera con pestiños y roscas de anís, la segunda con chorizos, pancetas y panes, y la tercera con media docena de toneles de vino de treinta arrobas cada uno. Con el revuelo que se formó para el reparto, fue necesario que intervinieran los alguaciles para poner orden a fuerza de mamporros.

Ahora que oscurecía, se habían encendido luminarias en las ventanas, balcones, torres y calles; Salamanca resplandecía con miles de luces y olía a dulces, castañas asadas y vino por todos los rincones.

Enrique Madrigal y sus compañeros jesuitas iban confundidos con aquella barahúnda, sumidos en el regocijo popular, pero sintiéndose protagonistas del evento. Parecía que las gentes los miraban de forma diferente, con más cariño. Que los Reyes se hubieran fijado en Salamanca de aquella manera para soltar sus riquezas era un gran beneficio. Se hablaba de quinientos mil ducados; algunos decían que más de un millón. Y, encima, esta fiesta, gratis, a expensas del secretario real. Eran motivos más que suficientes para mirar bien a la Compañía. Algo tendría aquella nueva congregación para que Sus Majestades velaran tanto por ella.

Se detuvieron en una plazuela y estuvieron escuchando cantar a unos colegiales unas coplas populares que por entonces estaban de moda y cuyas letras eran algo atrevidas. Uno de los jóvenes se acercó y les pasó una bota llena de vino del que habían repartido. Enrique bebió por no hacerle un feo, pero moderadamente. Sin embargo, el padre Pello, el vallisoletano, se dio algunos buenos tragos sin pudor alguno.

—¡Eh! —le llamó la atención Enrique—; ¡cuidado!

El de Valladolid era algo bruto, a pesar de su habla castellana tan fina. Se limpió la barbilla con el dorso de la mano y se sacudió las gotas que le chorreaban por la pechera. Dijo:

—Dentro de unos meses me voy a la China. ¿Tendrán vino los chinos?

—No lo creo —contestó Enrique.

—Pues venga otro trago. —Y se empinó de nuevo la bota.

Es posible que los cuatro jesuitas compartieran la misma sensación extraña; la de saber que en breve dejarían estas tierras para ir a países lejanos. Y las incógnitas afluían a sus mentes, pero ninguno decía nada. Iban por Salamanca, dejándose llevar por aquella fiesta, que era un poco su propia fiesta, y parecía que la misteriosa casualidad les hubiera ofrecido una despedida. Algo se terminaba en sus vidas y daba comienzo una circunstancia completamente diferente.

Pasaban por las calles grupos de gentes, algo ebrias, que gritaban:

—¡Viva el Rey!

—¡Viva! ¡Viva! —respondían los cuatro jesuitas, muertos de risa, sin importarles nada.

En ese momento, empezó el estrépito de los cohetes, los disparos de los arcabuces y aun las salvas de algunas piezas de artillería desde las murallas. El cielo se iluminó con el colorido de los fuegos de artificio y una nube de pájaros, espantados, revoloteó lanzando sus chillidos al serle interrumpida la paz de su sueño en las arboledas, cornisas y tejados.

—¡Los fuegos! ¡Los fuegos! —exclamaron los que iban por las calles—. ¡Vamos a la plaza!

Y el gentío corrió en dirección a la catedral deseoso de no perderse el gran espectáculo preparado, puesto que se decía que se habían agotado todas las invenciones de fuegos artificiales que se podían hacer para tal ocasión.

Enrique y sus compañeros se acomodaron en la escalinata de uno de los palacios, resguardados bajo los aleros de las pavesas encendidas que llovían, y vieron la maravilla de las flores ígneas resplandeciendo con sus variados colores en el cielo negro, las tracas centelleantes y los zambombazos de los tubos de explosión. Para terminar esta estruendosa función, había dispuesto el pirotécnico una figura alegórica muy conforme con el gusto de la época. Como la iglesia que se iba a edificar llevaba como advocación al Espíritu Santo, se levantó en la plaza una gran figura de cartón piedra que representaba al hereje Macedonio, que en el siglo derecha había negado al divino Espíritu. El maniquí estaba lleno de cohetes, y por fuera ostentaba este letrero:

Negué al Espíritu Santo; mas hoy un fuego me obliga que en su templo me desdiga.

Enfrente del monigote, en la pared de la casa llamada de las Conchas, se veía una palomita iluminada, desde cuyo pecho partía un cordelito hasta la figura del hereje. Por medio de cierto mecanismo, la palomita fue espantada y revoloteó tirando del cordel; en ese momento volaron por los aires los cohetes que estaban dentro del maniquí y éste cayó por tierra dando estampidos entre fuego y humo, figurando que era sepultado en los infiernos, lo que levantó un gran aplauso y un rugido de exclamaciones emocionadas de la multitud.

Salamanca, 12 de noviembre de 1617

Después de tan alegre víspera, a la mañana siguiente continuó la solemne fiesta. Entre las nueve y las diez de la mañana el obispo celebró de pontifical en la catedral. Asistió toda la nobleza de la ciudad, los hombres de armas y los de letras. Predicó un canónigo magistral de Salamanca, el padre Guzmán, que hizo grandes elogios de la difunta Reina y de la Compañía. Los jesuitas estaban orgullosos de escuchar aquellas cosas. Parecía que los recelos que se habían suscitado hacia ellos durante décadas se disipaban en un momento. Los tesoros de doña Margarita de Austria invertidos en Salamanca prestaban sus relumbres a la Compañía.

Lo más emocionante llegó tras la consagración. En el momento que se levantó la hostia, la capilla de los músicos cantó, en forma de villancicos, unas coplas compuestas expresamente para la fiesta. Las delicadas voces de los niños, como si fueran un coro de ángeles, se elevaron en la catedral dejando sin aliento a los asistentes a la misa:

A Jesús da en este día

Margarita casa y suelo.

Pues le acompaña en el cielo.

Hágase aquí compañía.

En esta piedra angular

muestran firmeza los dos:

Margarita puesta en Dios,

y Dios en este lugar.

Brillantes de emoción, todos los ojos se dirigieron hacia un gran cuadro con el retrato de la Reina que se encontraba colocado en el presbiterio, entre ramos de margaritas, debajo de un gran dosel. Muchos nobles y clérigos no pudieron contener las lágrimas y lloraron a la difunta soberana, mientras el canto, tan dulce, proseguía:

Testifique aqueste día

de nuestra Reina el gran celo,

pues le acompaña en el Cielo.

Hágale aquí compañía.

La Reina y Jesús, sin tasa,

gozan de amor la victoria:

Él la hace Reina en su gloria.

Y ella, dueño de su casa.

Celebre amor este día.

Pues ama un Rey en el suelo,

y ama una Reina en el Cielo,

a Dios y a su Compañía.

Enrique Madrigal, como los demás, había vibrado de emoción con el bello canto. Y quiso saber quién había compuesto la música y la letra de aquellas coplas. Se aproximó al padre Andrés, que estaba a su lado y le dijo en voz baja:

—¡Dios mío, qué hermosas coplas! ¿Quién ha hecho esta maravilla?

—Aquel padre que ves allí —respondió el salmantino jesuita—, sentado junto al provincial. Es medio italiano medio español. Padre Virossi se llama. Es el mejor compositor que tiene la Compañía.

Cuando concluyó la misa, se formó una procesión desde la iglesia mayor hasta el sitio donde debía asentarse la primera piedra. Iban delante veinte cruces representando a otras tantas parroquias de Salamanca, con el guión de la iglesia mayor delante. Seguían luego el cabildo y el obispo en hábito pontifical. Cerraba la fila la representación de la ciudad con sus maceros y los religiosos de todas las órdenes y congregaciones. Los humos de los sahumerios y los aromas de los cirios llenaban el aire de la soleada mañana otoñal. Y de los balcones y ventanas pendían colgaduras de seda y buenas tapicerías que llenaban de colorido las calles.

Cuando la procesión llegó al inmenso solar donde debían hacerse las obras, ya había allí concentrado un gran gentío que era contenido por los alguaciles para que no ocupase el espacio destinado a las ceremonias. Además, unas vallas de madera delimitaban el lugar correspondiente a la futura iglesia. Junto a este sitio estaban alineados en dos hileras los religiosos de la Compañía.

No sin dificultad, rompió el cabildo por la gente y se metió en la estacada, seguido por los religiosos y colegiales y las personas más graves de la Universidad. El pueblo se quedó fuera haciendo jolgorio y dando vivas desde las calles, ventanas y tejados y desde un gran cúmulo de piedras que se habían amontonado para la construcción del edificio y que estaba arrimado a la pared de la Casa de las Conchas.

Después de muchas ceremonias, que duraron una hora, entregó el obispo la primera piedra a un maestro de obras que asistía vestido con elegancia a esta acción. Éste descendió hasta el fondo de un gran socavón hecho en la tierra y la colocó. Después bajaron al cimiento para hacer de testigos el corregidor, el padre provincial y el secretario real. Los tres asentaron la piedra y colocaron una lámina que da noticia a los siglos futuros de los fundadores del tiempo presente, diciendo así:

«Spiritus Sanctus operi adspiret, sub cujus tutelari nomine Philippus III Hispanarum Rex et Uxor humata, Regina Margarita, hoc Societatis Jesu Collegium a Fundamentis erexere et perpetuo censu donavere. Anno XIII. Pontificatus Pauli V, et nostrae Reparationis MDCXVII, pridie Idus Novembris».