Salamanca, 2 de noviembre de 1617
El colegio de la Compañía de Jesús estaba situado fuera de las murallas de Salamanca, en un extremo de la ciudad que había crecido en los últimos años al instalarse extramuros un barrio de labradores y ganaderos. La fundación había perdurado en el mismo lugar durante casi setenta años, en la misma pobre casa de labranza alquilada en 1548 por el padre Miguel de Torres con otros tres jesuitas para iniciar la fundación. Durante todo este tiempo la hacienda se había ido acrecentando con donativos eventuales, pero no dejaba de ser un edificio pequeño e insuficiente para albergar a la gran cantidad de estudiantes que solicitaban el ingreso en la Compañía y que tenían que ser derivados hacia Toledo o Alcalá de Henares por falta de sitio. Por esta razón, había sido una preocupación constante de los superiores jesuitas buscar la manera de edificar un nuevo colegio.
En 1611, el 3 de octubre, expiró la reina Doña Margarita de Austria, esposa de Felipe III, y con su muerte vino a deparar una circunstancia tan favorable para la Compañía que los jesuitas la consideraron providencial. Se trataba de una manda sustanciosa dejada en el testamento de la reina para fundar un espléndido colegio en Salamanca.
Desde que fuera abierto en Valladolid el testamento, las gestiones hechas por los secretarios reales y los superiores de la compañía no habían tenido descanso para ejecutar puntualmente los deseos de la difunta soberana, especialmente dado el interés manifestado por su esposo Felipe III. El 26 de enero de 1614 se extendieron todas las escrituras para asegurar la fundación; y el que entonces fuera supremo superior de la Orden, el padre Aguaviva, extendió y selló los oportunos documentos para reconocer fundadores del colegio de Salamanca a Sus Majestades, los católicos reyes de España Felipe III y Margarita de Austria. Un año después expiraba dicho superior y era sucedido por el padre Vitelleschi que siguió los pasos de su antecesor buscando llevar a buen término la deseada fundación.
Enrique Madrigal, el jesuita trujillano, había vivido todo el proceso durante su permanencia como estudiante en Salamanca y en su memoria, como en la de sus hermanos jesuitas, permanecía especialmente grabado el día que vino el secretario del rey en persona al colegio, a finales de octubre del pasado año 1616, cuando él iniciaba el último curso de los estudios mayores.
Dicho secretario era don Pedro Fernández Navarrete, el cual llegó acompañado de importantes señores de la corte y portando una carta de Su Majestad dirigida «Al Concejo, Justicia, Regidores, Caballeros, Escuderos, Oficiales y Hombres buenos de la Muy Noble Ciudad de Salamanca»; en la que el rey expresaba su deseo de que se venciera cualquier dificultad que pudiera ofrecerse en la adjudicación de los terrenos y construcción del edificio. Encargando a todos que ayudasen a esta obra, como fieles vasallos, para así cumplir la voluntad de la difunta reina. Asimismo, el secretario real portaba una copia del codicilo que la reina había redactado poco antes de morir y que decía así:
En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que vive y reina por todos los siglos, y de la gloriosa Virgen María Nuestra Señora y del bienaventurado san Juan Evangelista; notorio sea a todos los que vieren este codicilo, cómo yo Doña Margarita, por la Gracia de Dios Reina de España, que habiendo hecho y ordenado mi testamento diez años ha, por causas que a ello me mueven que adelante van declaradas, me ha parecido ordenar este codicilo, el cual quiero que valga por testamento e última voluntad todo lo que por él ordenare aunque por él revoque e anule alguna manda de dicho testamento… Y ansí mando al colegio de Salamanca, que se ha de llamar del Espíritu Santo, ciento y sesenta mil ducados que hacen ocho mil de renta a razón de cincuenta el millar, y quiero que cuando haya colecta libre en la misa, que siempre digan una por los difuntos, y que toda esta renta principalmente se encamine por beneficio de las Indias Occidentales…
Con unas perspectivas tan halagüeñas, los jesuitas de Salamanca estaban entusiasmados viendo la inminencia de la construcción de su nuevo y espléndido colegio. Siguiendo en todo la voluntad real, adquirieron los superiores un terreno vastísimo en el centro de la ciudad, muy cerca de la Universidad, y allí fueron derribadas las casas que entorpecían las obras. Ahora, una vez despejado el inmenso solar y encargados los planos a los arquitectos, sólo quedaba esperar a que llegaran las órdenes de la Corona para iniciar la construcción.
Por fin, sin que durante algún tiempo se tuvieran más noticias, repentinamente se presentó en Salamanca el padre Montemayor, provincial de los jesuitas en Castilla, con una carta del secretario real en la que se contenían órdenes explícitas para que en breve se procediera con gran solemnidad a colocar la primera piedra.
Por aquel tiempo, a primeros de noviembre, Enrique Madrigal tenía poco ya que hacer en Salamanca, salvo esperar a que le comunicasen el dichoso destino. Pasaba los días en la biblioteca, leyendo, aprovechando para repasar algunos de los tratados o simplemente haciendo ver que sacaba el mayor partido posible a aquel tiempo muerto, aunque la mayor parte de las horas se le iban con el santo al cielo. De vez en cuando, aburrido del colegio, se acercaba al centro de la ciudad, con el pretexto de ir a la universidad de oyente, pero se dedicaba a pasear por ahí, dándole vueltas en su cabeza a sus ilusiones.
El día que llegó el padre Provincial, Enrique no se enteró hasta más tarde, pues anduvo sumido en uno de aquellos paseos toda la mañana.
Salió temprano y se adentró en las calles mojadas por la lluvia caída durante la noche. El aire era frío y el cielo estaba despejado. Sólo había algo de niebla inmóvil abajo, en el Tormes. Las casuchas de las afueras, musgosas, echaban humo por las chimeneas y el aroma de la hierba otoñal, húmeda, se mezclaba con el de la leña quemada. A medida que se adentraba en dirección a la catedral, las casas eran de piedra, hermosas; algunas verdaderos palacios con grandes puertas, balcones y galerías altas con arcadas en el segundo piso. Ostentaban escudos abultados que sobresalían de los sillares, y se veían bellas orlas esculpidas rodeando las ventanas. Los conventos, las torres, las iglesias…, le parecía todo tan familiar, pero a la vez tan extraño… Sería porque él ya era uno de esos que debía dejar pronto aquello para irse a otra parte. Así era Salamanca, inmóvil en sí misma, pero absolutamente cambiante por los ríos de estudiantes que fluían hacia ella desde todas partes y la abandonaban después. Como para todos ellos, había sido para él: le encantaba Salamanca, pero de ninguna manera deseaba permanecer allí.
Mientras iba hacia la catedral, por el mismo itinerario tantas veces recorrido, se reconciliaba con la ciudad, en una extraña mezcla de asombro y desdén. Se iban abriendo las puertas de las casas y saliendo los moradores para sus faenas. En una plazuela había mercado, puestos de verduras, de cacharros, de cuchillos, de aperos de labranza… Merodeando y observándolo todo no dejaban de pasar y detenerse mujeres, muchachas y rudos hombres llegados desde las aldeas castellanas. Salió de allí y siguió por una callejuela, luego otra, después pasó un arco. Un farol iluminaba un cuadro en una hornacina. De la iglesia más cercana salió un sacerdote revestido con capa pluvial, precedido de una fila de monaguillos que portaban la cruz y los cirios. Sonó la campanilla que anunciaba al Viático. Enrique se arrodilló y musitó una jaculatoria. Cuando la comitiva sacra desapareció torciendo una esquina, se puso en pie y tiró ahora por el lado contrario. Recorrió un callejón más amplio a cuyo final se erguía imponente la torre de la catedral. La campana retumbó sonora y acompasada en el aire silencioso. Iba poca gente en esa dirección; apenas unas viejas con sus mantillas.
Después de dar algunas vueltas para encontrar una puerta abierta, Enrique entró en la catedral. Enseguida se sintió inmerso en el ambiente envolvente e inquietante que reinaba bajo la inmensa y majestuosa nave: la penumbra, el vaho que desprendían los lampadarios, donde se quemaban las velas y el aceite, el aroma de las maderas nobles, el retumbar de los pasos, el murmullo de las oraciones… Mecánicamente, avanzó hacia el admirable retablo que siempre se detenía a mirar y estuvo contemplando las escenas de la vida de la Virgen y de Jesucristo que representaban los preciosos cuadros. A un lado había un reclinatorio. Se sentó. Paseó la vista por las alturas y recorrió las nervaduras de las bóvedas. Después se fijó en las columnas, tan recias, que sostenían el soberbio edificio. «¡Qué maravillas llega a hacer el hombre!», se dijo.
Su mente se evadió y abandonó la monumental fábrica de la catedral para irse a pensar en las Indias. Intentó imaginarse cómo sería aquello. «Nada de edificios, nada de ciudades, nada de puentes… Selvas y más selvas. Eso decían los libros. ¿Cómo serían las selvas? ¿Tal vez como Monfragüe? No, ni mucho menos. Las selvas serán a los bosques extremeños lo que esta inmensa catedral a la más pequeña de las capillas —concluyó—. Pero en una y en otras se reza a Dios de igual manera. Incluso allí, en lo más recóndito del mundo está Él».
Al repetirse estas palabras, Enrique sentía una reverencia tranquilizadora y varias imágenes surgían repentinas en su mente: árboles inmensos, que tocaban los cielos y cuyos troncos eran como las columnas que tenía al lado; frondosidades selváticas, profundas y secretas, habitadas por raros animales y coloridas aves; ríos de caudal inconmensurable, como mil Tormes juntos; tribus de salvajes errando en los bosques, sometidos a oscuros e incomprensibles ritos… Una sensación de temor y a la vez de confianza le asaltó y se regocijó saboreando este destello de omnipotencia, al comprender a Dios como dueño absoluto de todo cuanto existe, de aquello lejano y de esto cercano. «Tengo que ir, tengo que ir allí —se dijo—. Dios, llévame, llévame a Indias», rezó.
A su derecha, en una de las capillas laterales, había un grupo de frailes orando arrodillados. Enrique se fijó en ellos. Enseguida distinguió la figura del padre Juan de Silva, su elevada estatura y su cabeza grande de plateado cabello ralo. Le pareció que era una señal encontrar allí al franciscano en aquel preciso momento, así que decidió esperar para ver la manera de acercarse y hablar con él.
Pasado un rato, los frailes se pusieron en pie y se dirigieron ordenada y silenciosamente hacia la salida. El jesuita los siguió. En el exterior de la catedral emprendieron una calleja que se dirigía hacia abajo hacia una zona de conventos y huertas.
—¡Eh, padre! ¡Padre Silva! —llamó Enrique al anciano franciscano.
Fray Juan se volvió y se quedó mirando al jesuita con esa expresión rara, como ausente, que tenía.
—Me llamo Enrique, Enrique Madrigal —le dijo el jesuita—. Estuve escuchando a vuestra reverencia el pasado día diez de octubre en la universidad.
—Ah, sí —contestó como distraído el fraile—. Sí, en la universidad…
—Me gustaría hablar un rato con vuestra reverencia, padre. ¿Es posible? —suplicó Enrique.
—Claro, claro —asintió el franciscano—. ¿Quiere acompañarme al convento vuestra caridad?
—Pasearemos, si le parece oportuno —sugirió Enrique.
El padre Silva despidió al resto de los frailes y extendió sus largas manos interrogativamente, como preguntando por dónde debían pasear.
—Por aquí, por los alrededores de la catedral —le dijo el jesuita.
Comenzaron su paseo despacio. A esa hora, a las doce, muchos vendedores habían concluido ya su faena en el mercado y regresaban con los carros y alforjas vacíos. Las mujeres acarreaban talegas y cestas hacia sus casas, una vez hecha la compra.
—Bien, vuestra reverencia dirá lo que necesita de mí —le dijo el padre Silva a Enrique.
—Era acerca de los memoriales —contestó el jesuita—. Como le he dicho, estuve aquella mañana en la universidad. Me hice de una de las copias y la he leído detenidamente, padre.
—¿Y bien? ¿Está de acuerdo con lo que se dice en los memoriales vuestra caridad?
—Naturalmente, muy de acuerdo, completamente… ¿No había de estarlo? Ya era hora de que alguien viniera a…
—Bueno, bueno, padre —le dijo con su voz calmada fray Juan—. Ya sabe que no soy el único que…
—Sí, sí, claro. He leído los sermones del padre Las Casas, el de Montesinos, los escritos de Domingo de Soto, los de Suares. Pero lo de vuestra paternidad es otra cosa. Vuestros memoriales son directos y contienen soluciones. Todos sabemos el mal que se ha hecho, las denuncias están ahí. Ahora falta eso: ¡actuar!, como se dice en los memoriales. Y… supongo que Su Majestad el Rey habrá tomado cumplida cuenta.
—Sí, el Rey los ha leído, de eso no me cabe la menor duda.
—Entonces todo va a cambiar, ¿verdad?
—Humm… Lo dudo mucho —contestó el franciscano con su inalterada expresión grave.
—¿Cómo?, no comprendo…
—¿No ha oído decir aquello de que «las cosas de palacio van despacio»?
—Pero… ¡No puede ser! ¡Es un crimen, una aberración…! No se puede dejar que gente infame siga yendo a Indias para masacrar a esos pobres indios. ¡Hay que hacer algo!
—Es complejo, padre… ¿padre?
—Enrique.
—Pues eso, padre Enrique, es muy complejo. Pero no hemos de desalentarnos. Ésta es una lucha que terminará ganándose con la ayuda de Dios. Esto, como toda lucha del bien en el mundo, es un largo proceso, un proceso que no termina…
—No le entiendo. ¿Qué quiere decir vuestra paternidad?
—Pues que es un problema que se remonta a los primeros tiempos de los descubrimientos del Nuevo Mundo. Ya Cristóbal Colón intentó, al principio de su llegada, esclavizar a los indios, atacándolos con perros feroces. Los Reyes Católicos le ordenaron a Colón tratar a los indios «amorosamente» en la Instrucción, así como castigar a los que les hicieran mal, obligando a establecer con ellos relaciones de mucha conversación y honrarlos mucho. Y, ya ve. Luego Paulo III condenó la esclavitud india, y, nada, no le hicieron caso.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué no obedecen allí a la buena razón? —se enardeció Enrique—. ¿Por qué no obedecen ni a los papas ni a los reyes?
—Hay muchos intereses.
—Pues hay que obligarles a la fuerza.
—Sí, claro, padre Enrique, pero ¿quién? ¿Quién les obliga? La vida en Indias es muy compleja. Todo allí es diferente. ¡Cómo se nota que no lo conoce vuestra paternidad!
—Pues, aunque sea, que se haga uso de las armas.
—¿Las armas? ¿Qué armas? Créame, padre Enrique. Si va a ir a Indias no lleve más armas que vuestro amor y vuestra paciencia. No, no es nada fácil la vida en Indias.
—Hay que intentarlo, padre Silva; hay que hacer algo —le dijo Enrique, desesperado—. Si los que vamos de aquí empezamos tan resignados…
—Son fieras, fieras sedientas de oro y riquezas —explicó el franciscano—. Sólo la oración y una infinita confianza pueden enfrentarse a un mal tan arraigado. Es una lucha espiritual.
—No, padre, no estoy de acuerdo. Están las leyes y las autoridades que han de hacerlas cumplir. Vuestra paternidad escribió sus memoriales para que el Rey dictaminase oportunamente al respecto. No se trata pues de una lucha espiritual…
El padre Silva se le quedó mirando con sus ojos tiernos, verdosos, e hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza. Después puso la mano en el hombro de Enrique y le dijo:
—¡Ah, qué impetuosa es la juventud! Debe ir allí, padre. Pero no crea que aquello es como os lo dibuja vuestra mente. No se engañe. Sé que hará muchas cosas, con esa energía que ahora brota de vuestro interior; pero no podrá en manera alguna sofocar el mal que allí devora a los hombres, como aquí, como en toda la faz de la tierra. El mal sólo acabará cuando Dios quiera, cuando Él lo quiera… En fin, he de marcharme. ¡Que Dios le bendiga! Rezaré por vuestra paternidad.
Enrique le besó la mano y le vio alejarse calle abajo, como ausente. Entonces comprendió que fray Juan de Silva era un hombre agotado, y que su propia fatiga lo iba haciendo resignado. Pero aquellas palabras se quedaron guardadas en su mente.
El jesuita regresaba pensativo a su colegio. Desde la altura de la ciudad, en los espacios abiertos entre los edificios, se contemplaban los campos lejanos, cubiertos de un manto verde, uniforme. En cambio, las orillas del Tormes adquirían en otoño una variedad extraordinaria de colores; la hierba, los matorrales rojizos, los álamos con hojas amarillentas, todo tomaba unos tonos fogosos, ardientes.
«Cuando Dios quiera, cuando Él quiera —se decía Enrique—. Entonces, nosotros qué; ¿para qué nos ha llamado Dios?».
Al llegar al colegio se encontró la puerta abierta y la portería vacía; no había nadie en el pequeño patio, ni en la capilla, ni paseando por los jardines.
—¡Psch! ¡Eh, padre Enrique! —le llamó alguien.
Se volvió y se encontró al padre Álvarez, azorado, que le hacía señas desde una puerta entreabierta. Se acercó a él. El padre Álvarez era el administrador del colegio, un jesuita delgado y austero, que apenas hablaba.
—Ha venido el padre provincial —le explicó a Enrique—. Ahora está con el rector, a visitar al señor obispo de Salamanca. Mañana os dirá los destinos.