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Zafra, 1 de noviembre de 1917

—¿Adónde vais con esa pinta? —le preguntó adusto don Diego a sus hijos Hernando y Tomás, al toparse con ellos en el portón trasero de la casa.

—Es el día de Todos los Santos, padre —respondió Tomás.

—¿Y qué? —replicó el padre—. Lleváis unas galas que parece que vais a las bodas de Geriliponce.

Algo alejada, la esposa de don Diego, gorda y bonachona, sonreía tontorronamente al escuchar la discusión.

—¡Ay, esposo! —terció—, que parece que no has sido nunca mozo.

—Que no, Rufina, que no es eso —explicó don Diego—. Es que no me gusta que nos miren conforme a lo que no somos. Que bastante nos critican ya para que vayamos provocando.

—Anda, esposo, déjalos, que son cosas de la mocedad.

Don Diego la miró resignado, meneó la cabeza y otorgó:

—Andaos, quitaos de mi vista. Y ¡ojo!, Tomás, cuidadito con meterse en líos.

Los dos hermanos salieron a la calle, locos de contentos por la libertad y la oportunidad de ir por ahí a divertirse en un día de fiesta. Se habían puesto sus mejores ropas y por eso llamaron la atención de su padre, al que no pensaban encontrarse en la parte trasera de la casa que era por donde solían escaparse para ir a sus calaveradas.

—¿Y adónde vamos? —preguntó Hernando, pues era su hermano el que, aun siendo más pequeño, llevaba la voz cantante en estos menesteres.

—Primero a la puerta de la iglesia, a ver mozas —explicó Tomás, con la soltura de quien suele tener planes que dan resultados—, y después a la taberna de la Tía Guarra a lo que salga.

—¿A la taberna de la Tía Guarra? —exclamó sorprendido Hernando—. ¿Vas a la taberna de la Tía Guarra?

—Pues claro, ¿qué te crees?

—¿Y padre lo sabe?

—Padre, padre, siempre padre… ¡Qué hartura!

Torcieron una esquina y fueron siguiendo una calle amplia, embarrada por las últimas lluvias otoñales, hacia unos cobertizos que estaban un poco más allá de la casa de los Llera, que casi ocupaba una manzana entera. Allí se cuidaban los caballos, las mulas y los bueyes que servían para las labores en la hacienda y algunos cerdos.

—¿Vamos a caballo? —preguntó Hernando, al ver que su hermano entraba en las cuadras.

—Claro. ¿Cómo piensas si no impresionar a las mozas? —respondió Tomás.

Ensillaron dos hermosos alazanes de los que criaba su padre. Pero antes de salir con ellos, Tomás se fue hacia un pesebre que estaba a media altura y estuvo rebuscando entre la paja. Sin decir media palabra, sacó una espada que tenía escondida y se la colgó en el cinto.

—¡Tomás! —exclamó extrañado su hermano—. ¿Se puede saber qué es eso?

—¿No lo ves? —contestó él indiferente, sujetando las riendas del caballo y tirando de él hacia el portalón—. Es una media espada, Hernando ¿Adónde piensas ir de tabernas sin una media espada?

—¿Media? Pues parece entera. ¿De dónde la has sacado?

—Estaba por ahí, entre los trastos del doblado de casa. Supongo que era del tío Pedro o de padre. ¿Qué importa eso? Es una espada. A cierta edad la gente lleva espada.

—¿A cierta edad? ¡Tienes dieciséis!

—¿Y qué? A ver si vas a ser tú peor que padre. ¡Arre! —espoleó al caballo airoso para salir de allí.

En esa parte de Zafra, en las traseras de las grandes casas solariegas, había cuadras, almacenes y casillas pobres y mezquinas habitadas por gañanes y criados. Más allá, casi a las afueras, se alzaba el convento de la Encarnación y Mina, con su campanario y sus espadañas coronados por enormes nidos de cigüeñas. Detrás se extendían los campos poblados de olivares y vides, que crecían desde el pie mismo de las viejas murallas ruinosas y amarillentas. A lo lejos se alzaba la escarpada cadena de sierras, la pared oscura grisácea y desnuda de árboles, que como un muro pétreo limitaba el horizonte, a la cual los segedanos llamaban el Castellar.

Los hermanos Llera emprendieron una calle en cuesta, solitaria, en la que resonaron los cascos de sus caballos. Después pasaron bajo un arco abierto en un espeso muro, y percibieron el familiar aroma de las velas que se quemaban al pie de una hornacina tras una reja que custodiaba una imagen. Ahora las callejuelas eran tortuosas, estrechas, y las casas algo más elevadas a medida que se aproximaban al centro de la Villa. En el corazón de aquel laberinto, cruzaron una plaza rodeada de soportales de arcos sostenidos por columnas, sobre los cuales, muy encaladas, lucían típicas casas con hermosas rejas y balconadas. Más adelante, en otra plaza algo más grande, se extendía un colorido mercado aprovechando el festivo día de los Santos.

Cerca de la iglesia, en una calle principal, se encontraron con los amigos de Tomás, que a su vez venían a caballo, y que no podían ocultar sus ganas de juerga. Ya desde lejos, saludaron a su cabecilla con grotesca solemnidad y todos descabalgaron. Eran tres, de edades semejantes, y vestidos de semejante manera, con atuendos impropios de su edad: jubones de tafetán, calzas bien rematadas, capas y sombreros o gorras con plumas.

La preocupación de Tomás Llera era mandar, demostrar su superioridad y producir asombro entre sus amigos. Y para estos menesteres no se ahorraba ningún esfuerzo. Actuaba con la arrogancia de un caballero maduro, lo cual le reportaba estar continuamente metido en líos, de los cuales procuraba salir siempre airoso o hacer ver que así era.

Esa mañana, como otras veces, el mayor aliciente era la salida de Misa Mayor para ver a las mozas. Así que ataron los caballos a una reja y los cinco se fueron muy compuestos a ponerse delante de la escalinata de la puerta principal. Pronto comenzaron a salir los fieles y se fueron arremolinando en el atrio para saludarse y darse parabienes como de ordinario.

—Mirad, mirad, ahí está Mariquilla —indicó Tomás sin señalar.

—Y la Bene con ella —añadió uno de los amigos, el Miguelito, que tenía cierta expresión de rata, pues los dos dientes incisivos superiores le impedían cerrar la boca y le agudizaban el labio, como un hocico de roedor.

—Y ahora salen las hermanas Najarro —se entusiasmó un tercero llamado Agustín, pero al que decían Centeno—. Y con su tata como siempre.

—¡Madre mía, qué mozas! —exclamó el cuarto, frotándose las manos; uno grueso al que llamaban sencillamente el Gordo.

Hernando empezó a disimular entonces y sólo miraba de reojo. Algo preocupado, advirtió entre dientes:

—Que se están dando cuenta sus padres.

Pero el Miguelito, aguzando sus ojillos oscuros y vivos, se fijó en algo y dijo a Tomás:

—Eh, que me parece que la Mariquilla nos ha hecho una seña disimulada con la mano.

—¿Una seña? —se exaltó Tomás y se adelantó unos metros—. Voy a ver.

Al ver llegar al muchacho al pie de la escalinata, el grupo de mocitas, muy garbosas y pizpiretas, se alborotaron enseguida, pues no andaban ajenas a las maniobras de los cinco mozos. Las más de ellas estaban acompañadas por sus ayas, padres o por algún familiar que andaban entretenidos en el revuelo de saludos. Pero la tal Mariquilla iba más suelta, cogida solamente del brazo de su amiga Bene. Haciéndose las desentendidas, ambas se acercaron al extremo del atrio muy serias, como buscando a alguien.

—Qué, ¿de misa? —les preguntó Tomás con socarronería.

Mariquilla, fingiéndose sorprendida, le miró de arriba abajo y contestó con voz seca.

—Ya ve vuaced, de misa.

—Pues qué bien —dijo el muchacho con una alegre sonrisa.

Durante un rato estuvieron mirándose el uno al otro, seca ella y sonriente él, hasta que Mariquilla, orgullosa, le preguntó a Tomás:

—¿Y vuaced? ¿Qué por aquí?

—Ya veis, a veros —respondió él guiñando un ojo.

—¡Ah! —exclamó la Bene con cara horrorizada—. ¡Mari-quilla, vámonos, que es tarde! —Y tiró de su amiga.

—¡Eh, que no muerdo! —les dijo Tomás.

—Eso faltaba —le espetó Mariquilla resistiéndose a ser sacada de allí por la Bene.

Tomás se recreó mirando a la muchacha. Nunca la había contemplado desde tan cerca. Ella estaba sofocada, con los ojos encendidos y las mejillas muy sonrosadas. El pelo castaño claro, recogido bajo el velo de encaje, le escapaba un mechón hacia la frente. Sus cejas eran finas y sus ojos grandes tenían el color de la miel. Le pareció tan hermosa, que no pudo resistirse y le dijo con franqueza:

—¡Qué guapa estás, Mariquilla!

—¡Ah! —gritó otra vez la Bene enrojecida de cólera—. ¡Vámonos, que éste es un…! ¡Vámonos Mariquilla!

Las dos se dieron media vuelta, airadas, y fueron a perderse entre el gentío que ya iba abandonando el atrio. Tomás las siguió y, como suponía, Mariquilla se volvió a mirarle y le sonrió. Pero ellas ya no se detuvieron y se marcharon a toda prisa en dirección a sus casas.

El muchacho regresó entonces donde sus amigos, muy satisfecho, y se los encontró admirados de su atrevimiento.

—Que te la estás buscando, Tomás —le dijo su hermano—; que ya sabes cómo se las gasta don Sisenando, el padre de Mariquilla. Que no creo que al secretario del duque le guste que andes rondando a su hija.

—¡Andando! —exclamó Tomás con una sonrisa de oreja a oreja, sin inmutarse por estas sombrías advertencias de Hernando—. ¡Vámonos a la taberna de la Tía Guarra!

—Eso —dijo el Gordo llevándose las manos a la barriga—, que siento un runrún aquí en las tripas.

La taberna era un viejo bodegón al que se llegaba atravesando un huerto rodeado de tapias donde escarbaban las gallinas y gruñían los cerdos. Empujaron el postigo y entraron en una amplia nave llena de tinajas de todos los tamaños, donde un mozo con el rostro y las manos tiznadas asaba panceta, chorizos y orejas de cerdo que emitían su inconfundible aroma de grasa quemada. El mesonero extraía el vino de los toneles y lo iba distribuyendo con una jarra donde se lo solicitaban. Era un hombretón grueso y de rostro colorado, siempre sudoroso, que andaba sin parar fatigosamente entre las mesas, pasando de vez en cuando un mugriento paño de color indefinido con el que retiraba el vino derramado, la grasa y la porquería de las tablas. A su mujer, la mesonera, la llamaban la Tía Guarra y su aspecto decía el porqué: andaba siempre desgreñada, sucia y maloliente, con las manos negras y la uñas largas incrustadas de mugre. Entre el humo de los fogones y las parrillas, el vaho que despedía el gentío que se concentraba allí y el olor del vino avinagrado hacían a veces irrespirable el aire de la taberna.

Los cinco amigos juntaron el dinero que llevaban y pidieron vino y para comer lo más barato: tocino asado y pan correoso del día anterior. En una mesa situada en un extremo, disfrutaron de tan elemental banquete que les sabía a gloria. Tomás, después de beberse sin darse respiro los primeros tragos, le pidió a su hermano:

—Cuéntales, Hernando, cuéntales a éstos lo de la mujer esa, en Sevilla.

Hernando lo estuvo contando, mientras los otros le escuchaban muy atentos, con ojos como platos.

—Si me sale a mí esa… —comentaba Tomás—. ¡Me cago en…! Anda, Miguelito, acércate y que te dé el Guarro otra jarra.

El muchacho, obediente, cogió una moneda de la mesa y fue veloz a cumplir el mandato de Tomás, el cual, cuando aún iba su pequeño amigo de camino, añadió:

—Y que te dé también una morcilla asada.

En aquella taberna mugrienta mandaba la mesonera, por eso la llamaban la Taberna de la Guarra, y el mesonero era sólo un mandado que no se atrevía a rechistar ante el poderío y el mal genio de su mujer. Así que, cuando Miguelito le hizo el pedido, el Guarro le dio la jarra de vino y recogió la moneda, pero, en lo referente a la morcilla, le avisó:

—Dile a don Tomasito Llera que sin dinero no hay más de comer, que mi mujer dice que le debe tanto y cuanto.

Diligente, el muchacho llevó la jarra a la mesa y explicó lo que le había dicho el mesonero. Tomás contó el dinero que quedaba en la mesa: veintisiete maravedíes en total.

—¿Cuánto vale la morcilla? —le preguntó a Miguelito.

—Medio real —contestó el muchacho.

—Pues no hay —dijo Centeno—; nos faltan catorce.

—Se acabó la fiesta —sentenció apesadumbrado el Gordo.

—Dejadme a mí —añadió Tomás. Se puso en pie y se fue hacia donde estaba la Guarra.

—No le va a fiar —comentó Hernando—, con lo que le debe.

Desde lejos vieron cómo Tomás, muy zalamero, intentaba convencer a la mesonera y cómo ésta, huraña, negaba con la cabeza y le despachaba furiosa reclamándole lo que ya le debía. El muchacho regresó cabizbajo a donde esperaban sus amigos y su hermano.

—La puta Guarra no fía —observó—. ¿No tenéis ni un real más por ahí?

Todos se rebuscaron en las faltriqueras y mostraron los fondos vacíos de sus bolsillos.

—Se acabó la fiesta —volvió a sentenciar el Gordo.

Pero Tomás no se resignaba a estar allí de brazos cruzados, sin nada que llevarse a la boca. Así que sacó una baraja que llevaba y dijo guiñando un ojo:

—Voy a jugármela con los carreteros.

—Pero, Tomás, si no tienes blanca —le replicó su hermano—, ¿con qué vas a apostar?

—Ya me las apañaré —respondió Tomás.

Le vieron alejarse entre el gentío que abarrotaba ya el bodegón e ir a la parte trasera, donde se jugaban las partidas.

—¡Éste está loco! —exclamó Centeno.

—¡Dejadle! —terció el Gordo—, que ya sabéis la maña que tiene.

—Vamos a verlo —propuso Miguelito.

Y los cuatro fueron en pos de Tomás, a ver en qué quedaba la cosa.

En la parte trasera de la taberna se reunía la gente de peor traza: arrieros desaliñados, tratantes de poca monta, y algunos maleantes de conocida mala reputación. Tomás se metió entre las mesas y se fue a donde le pareció que podía meter cabeza; en un rincón donde un par de carreteros jóvenes se aburrían frente a frente, apurando una jarra de vino; el uno pelirrojo y lleno de pecas, cetrino el otro.

—¿Os falta uno para hacer tercio? —les preguntó el muchacho con soltura.

—¿A qué? —preguntó a su vez desdeñoso el de las pecas.

—A la veintiuna —contestó Tomás mostrando su baraja.

—¡Ea! —asintió el carretero cetrino.

Miguelito, Centeno, el Gordo y Hernando los vieron sentarse a los tres en triángulo y cómo Tomás barajaba hábilmente las cartas. Cortaron, repartieron y llegó la hora de apostar. Los carreteros echaron sus reales sobre la mesa y se quedaron mirando interrogativamente a Tomás, el cual, se quitó decidido su buena chaqueta de tafetán y la ofreció.

—Por lo menos vale treinta reales —aseguró.

Con su gesto desdeñoso, el carretero de las pecas estuvo manoseando la prenda y después se la pasó a su compañero. Este último, con cara de desprecio, la colgó en el respaldo de una silla vacía y observó:

—Vale veinte, no más de eso.

Tomás asintió con la cabeza y dieron comienzo a la partida. En las tres primeras manos, el muchacho acumuló diez reales y pidió vino para todos, para sus amigos y para los carreteros. El juego continuó durante casi una hora. Unas veces perdía y otras ganaba, pero pronto superó el valor de su prenda y pudo retirarla, pudiendo apostar ya con lo que había ganado. Encantado, se puso la chaqueta y se jugó una última mano en la que perdió. Pero ya no le importaba, puesto que había acumulado dieciocho reales y doce maravedíes. Así que se puso en pie, recogió su dinero y se despidió amablemente.

—¡Eh, tú no te vas! —le gritó furibundo el de las pecas, que había enrojecido aún más de su color natural por la rabia.

—El juego es el juego, señores —sentenció Tomás sin amedrentarse, empuñando fuertemente sus monedas.

Entonces, el carretero de la piel cetrina le dio un fuerte tirón de la ropa y le sentó a la fuerza en la silla.

—¡Siéntate ahí, espabilado! —rugió—. ¡A ver si vas a venir aquí pelado y te vas a ir con nuestros cuartos!

Tomás echó entonces mano a la media espada y la sacó sin titubear. Los dos carreteros dieron un salto atrás, sobresaltados, y se quedaron lívidos, con las espaldas pegadas a una tinaja.

—¡Eh, mozo! —le quiso apaciguar el pelirrojo—. ¡Que no es para tanto! Guarda esa arma, por Santa María.

—¡Os destripo aquí mismo, desgraciados! —les gritó fuera de sí Tomás. Tenía la cara desencajada y los ojos encendidos de furia. Se acercaba hacia ellos con unos ademanes que hacían temer que fuera a ensartar a alguno en cualquier momento.

Alrededor se había hecho un gran silencio. Todo el mundo se quedó muy quieto, interrumpidas las partidas y las conversaciones. Era una situación tensa.

De repente, la mesonera empezó a dar gritos y descendió de sus fogones, abriéndose paso hacia la calle.

—¡Justicia! ¡Justicia! ¡Que se matan!

En eso Tomás volvió la cabeza y se distrajo un momento; el que aprovecharon unos cuantos hombres para abalanzarse sobre él y sujetarle por todas partes para arrebatarle la espada. Cuando le hubieron desarmado, los dos carreteros quisieron vengarse de la afrenta, pero un caballero que había un poco más allá les salió al paso y les detuvo diciéndoles:

—¿Adónde vais, rufianes? ¡Dejad en paz al mozo! A ver si vais a atreveros con él ahora los dos, una vez que está desarmado.

Tomás entonces se soltó de los que le sujetaban y se dirigió airado hacia la calle. Su hermano y sus amigos salieron con él.

—¡Aquí no vuelvas tú a hacer pendencias! —le gritó el mesonero cuando se marchaban.

—¡Vete a la mierda, Guarro! —le contestó el muchacho.

—¡La madre que te…! ¡Llera tenías que ser, bribón! —replicó el Guarro.

Tomás entonces se revolvió hacia él, fuera de sí, le saltó encima y le agarró por los cabellos grasientos haciéndole tambalear y finalmente caer al suelo. El mesonero, grueso y fatigoso como era, rodó por el barro gritando:

—¡A mí! ¡Valedme! ¡Justicia!

Tomás le golpeaba con los puños cerrados en la abultada barriga y en el rostro, con una furia incontenible. Luego agarró unas boñigas de las que abundaban en el suelo y se las refregó por el rostro y se las introdujo en la boca, al tiempo que le decía:

—¡Toma, come mierda! ¿Quién te crees que eres tú para mentar a los Llera con esa boca guarra y asquerosa?

—¡Ay! ¡A mí! —se quejaba medio asfixiado el mesonero—. ¡Justicia!

La Guarra había ido en busca de los alguaciles, los cuales aparecieron apresuradamente por el fondo de la calle. Tomás, al verlos venir, soltó al mesonero y corrió hacia su caballo. Su hermano y sus amigos, que habían asistido atónitos a la escena, reaccionaron y corrieron también. Pronto estaban los cinco escapando a galope tendido en dirección a los campos.

—¡Ya te cogeremos, don Tomasito! —le gritaba el jefe de la ronda—. ¡Ya caerás, que sabemos dónde vives! ¡Ya lo sabrá tu señor padre!