Salamanca, 10 de octubre de 1617
El cielo de Salamanca tenía el color del plomo. Las torres y las cúpulas recibían la fina lluvia, fría, que llegaba en densos nubarrones desde las tristes tierras portuguesas, como cada otoño para robarles a las piedras de los edificios sus dorados encantos. Las fachadas labradas estaban sombrías en las calles solitarias a primera hora de la mañana. Sólo algún estudiante rezagado arrastraba su fatiga y su sueño bajo el oscuro capote en el que resbalaban las brillantes gotas.
Cuando arreciaba, el aguacero crepitaba en los tejados, y en los patios de la Universidad resonaban los chorros que escupían gárgolas y canalones. Una voz solemne, monótona y grave se derramaba en una lección magistral que un profesor impartía en el aula de Cánones.
La estancia estaba abarrotada de estudiantes, maestros, catedráticos, superiores y religiosos de las diversas congregaciones. En los bancos se alineaban los hábitos blanquinegros de los dominicos, marrones de los franciscanos, capuchinos y carmelitas, blancos mercedarios y negros jesuitas. También en los laterales y al fondo no había ni un solo espacio libre, pues numerosos oyentes habían acudido ese día para escuchar atentamente la elocuencia del padre Silva. Entre ellos estaba Enrique Madrigal, el jesuita trujillano que, repuesto ya de su percance en Monfragüe, llevaba un mes incorporado a la vida salmantina a la espera aún de recibir destino.
La numerosa audiencia congregada en el aula de Cánones se debía al discurso que, con permiso del rector, pronunciaba fray Juan de Silva, el famoso franciscano que recientemente había presentado al rey Felipe III sus conocidos memoriales titulados: Advertencias importantes acerca del buen gobierno y administración de las Indias, así en lo espiritual como en lo temporal. El impacto que habían causado estos escritos en las universidades y en la Iglesia en general había sido enorme. Los informes del padre Silva pasaban de mano en mano y eran considerados ya documentos básicos a la hora de condenar los abusos cometidos en las exploraciones y conquistas de las Indias, al tiempo que suponían un verdadero tratado sobre los métodos que debían ser adoptados en las próximas campañas de evangelización.
Recientemente, había llegado a Salamanca la noticia del fallecimiento en Coimbra de Francisco Suárez el pasado 25 de septiembre, el que fuera profesor de esta misma universidad, y cuyas doctrinas eran admiradas y seguidas por un gran número de maestros salmantinos. Por este motivo, el rector había determinado realizar un homenaje a tan querido doctor y había considerado que la mejor manera de honrarle era trayendo al padre Silva, cuyos célebres memoriales profesaban las tesis suaristas en lo referente a la valiente defensa que hacían de la predicación pacífica a los infieles.
Fray Juan de Silva no era un hombre corpulento, aunque su estatura era elevada. Su cabeza era grande y tenía las mejillas redondas, los ojos tiernos, verdosos, y una expresión rara, perdida a veces, como si le resultase difícil concentrarse. A pesar de su ancianidad, pues tendría ya los setenta años cumplidos, permanecía todavía en él algo del militar que un día fue, aunque muy envuelto por un halo espiritual y venerable. Se sabía que luchó como soldado en el cerco de Malta en 1565 y que después fue con don García de Toledo en persecución de la armada turca; estuvo también en Flandes con el duque de Alba, y con el de Medina Sidonia en la jornada de Inglaterra. Luego se hizo franciscano y trabajó como misionero en Nueva España durante más de veinte años. En 1595 llegaba a la Florida al frente de una expedición misionera de doce franciscanos. Ahora, en su vejez, era una verdadera leyenda viviente y una voz autorizada a la hora de decir cómo debían hacerse las cosas en el Nuevo Mundo. Esta última etapa de su vida la pasaba como morador del convento de San Francisco el Grande de Madrid y confesor en el palacio real, dedicado preferentemente a defender la doctrina de que la predicación a los indios debía hacerse amorosamente, sin violencia alguna. Para este menester escribió sus memoriales y se los presentó al rey Felipe III, quien se sabía que los leyó con particular cuidado y quedó muy impresionado y convencido de la necesidad de acudir a poner remedio a los desmanes cometidos en las Indias.
Mientras hablaba desde el estrado, el padre Silva no dejaba de mover sus largas manos, con lentitud. Su voz era ronca y profunda, cargada de convencimiento. De vez en cuando se quedaba mirando al techo, como perdido. Pero enseguida retomaba el hilo para manifestar sus interesantes reflexiones. Daba la impresión de ser un hombre amante de la paz y de la tranquilidad.
Enrique, muy atento, hervía interiormente al escuchar los argumentos rotundos del franciscano, pues expresaban con la mayor lógica y perfección lo que él pensaba acerca de estos asuntos.
—La doctrina del insigne maestro Suárez —decía—, a quien hoy recordamos y homenajeamos llenos de agradecimiento por sus enseñanzas, defiende unas normas cristianas y éticas que deben guardarse en toda evangelización: «Los infieles —nos dice el maestro—, aunque estén sujetos a los príncipes cristianos, no han de ser compelidos a la fe, y lo contrario es pecado mortal. Porque Cristo, cuando mandó a sus discípulos a predicar, no los armó con poder y con espadas, sino con milagros y doctrina y mansedumbre…».
Un aplauso entusiasta le interrumpió, pues la mayoría de los asistentes al discurso venían a escuchar precisamente eso. Cuando cesó aquella manifestación aprobatoria, el padre Silva prosiguió en el mismo tono:
—Este modo tan propio y eficaz nos lo enseñó Cristo nuestro Redentor en su santa predicación y conversación en el mundo, tratando y conversando pacíficamente con los pecadores, comiendo y bebiendo con ellos, como parece a la letra en los sagrados evangelios. Y este mismo modo enseñó y mandó a sus apóstoles y discípulos diciéndoles que los enviaba como ovejas y corderos entre lobos: Ecce ego mitto vos sicut agrios inter lupos. Y que lo primero que hiciesen, a donde quiera que entrasen, fuese convidar con la paz diciendo: Pax huic domini. Que les curen sus enfermos, sanen los leprosos y endemoniados, que no prediquen por interés de oro ni plata, sino quae gratis accepistis, gratis date. Y, finalmente, que hagan tales obras y tan amorosas, que con ellas atraigan a los infieles y aficionen sus voluntades a que crean y reciban su Evangelio.
Un nuevo aplauso celebró estas palabras y un asentimiento general se manifestó en elocuentes movimientos de cabeza. Ahora, con algo más de vehemencia, el padre Silva alzó ambos brazos en un gesto tranquilizador y se apresuró a proseguir:
—Por eso, hermanos, es necesario advertir que en las Indias Occidentales, que de ochenta y tantos años a esta parte se descubrieron, se ha tomado un modo bien diferente del de Nuestro Señor para su conversión; pues se ha pretendido reducir a los infieles a la fe, de manera que con grandes violencias y atrocidades, más pretenden sus propios intereses que el bien de las almas de los tales indios. Lo cual no fuera muy de espantar, si fueran hombres de capa y espada los que principalmente los han encaminado, porque su mucha ignorancia y desenfrenada codicia de oro y plata, y hacienda, les hace dar en llevarlo todo por las armas y crueldades tan atroces…
Un murmullo de indignación se levantó de los oyentes, y los rostros ensombrecidos y apesadumbrados de maestros y estudiantes reflejó el sentimiento de pesar por lo que ya era conocido acerca de tales hechos. Un siseo surgido del fondo del aula pidió silencio para que el franciscano pudiera continuar con su discurso.
—Mas, que haya hombres doctos en diversas facultades y materias —acusó el Padre Silva elevando su largo índice—, que hayan dicho y escrito argumentos justificadores de tanto daño y asolamiento, ¡eso es lo que me espanta! Y lo que a mí me ha obligado, aunque reconozco mi corto caudal, a escribir estos memoriales con el deseo que tengo de que la verdad se manifieste y el daño se remedie, y Dios sea glorificado.
Un nuevo y encendido aplauso retumbó bajo el artesonado, al tiempo que muchos de los asistentes al acto se ponían de pie en señal de conformidad total con las palabras valientes del fraile.
Durante dos horas, el discurso elocuente del padre Silva prosiguió desgranando sus teorías acerca del traído y llevado tema de la evangelización en las Indias, que últimamente era debatido con frecuencia en las aulas de las universidades. Desde los escritos de Fray Bartolomé de las Casas o el sermón del padre Montesinos, pasando por los tratados de Cayetano, el Maestro Vitoria, Domingo de Soto, Córdoba, Quiroga, Betanzos, Gregorio de Beteta, el homenajeado y recientemente fallecido Francisco Suárez, hasta Ledesma y los salmanticenses, el franciscano esgrimió todos los argumentos de los defensores de la evangelización exclusivamente pacífica y apostólica. Habló en contra de los repartimientos que imponían un estado de esclavitud para los indios, así como los servicios personales, crueles e injustos que supondrían el fin de los muchos naturales de las Indias al ser obligados a duros trabajos en minas y haciendas.
Cuando hubo concluido, los aplausos duraron un buen rato. Pero, una vez que cesaron, se puso en pie el profesor Melchor de Siruela, cuya posición abiertamente contraria a la evangelización pacífica era conocida por todos y últimamente le había reportado cierta impopularidad en la universidad salmantina. Era un dominico grueso y de rostro sonrosado, que usaba unas lentes que le daban el aspecto de un búho.
—Hermosas, elocuentes palabras las vuestras, padre Silva —dijo con los dedos entrelazados sobre la barriga—. Ciertamente, es de distinguir el sistema de evangelización que habéis propuesto: el apostólico, sin ningún aparato militar, confiados sólo en el ámbito divino. No es fácil elegir un método que sea mejor. No obstante, quien quiera seguir esta forma de evangelización con todos sus pormenores, en las Indias Occidentales, dará pruebas manifiestas de una extrema insensatez.
Con esto se ganó un murmullo desaprobatorio que le impidió continuar de momento.
—¡Por favor, señores, silencio! —llamó al orden el rector desde el estrado—. Dejad a su señoría que exprese sus planteamientos.
Cuando los estudiantes volvieron a estar en calma, el profesor Siruela continuó su réplica al padre Silva.
—Bien, veo que mis posiciones no están… digamos… de moda, eso, de moda, pues en esto de los trabajos de apostolado, como en tantas otras cosas, imperan las modas…
Un severo abucheo le interrumpió nuevamente.
—¡Señores! ¡Por caridad, tengan respeto! —pidió el rector—. No den lugar a que suspendamos la sesión.
El silencio volvió a reinar y Siruela prosiguió:
—Decía yo, hermanos, que el que haga uso del método propuesto por el padre Silva dará pruebas manifiestas de una gran insensatez. Y ello es porque es un método ajeno a la verdadera realidad de las Indias. Ciertamente, para el Oriente puede valer; pero, para las misiones occidentales ha de ser la experiencia testigo de mayor excepción. De manera que, si bien el orden y modo de los apóstoles, como bien dice el padre José de Acosta en un tratado al respecto, «es el mayor y el más preferible», no debe considerarse adaptable en absoluto al Nuevo Mundo.
—Si opináis así —le demandó el padre Silva—, es menester que deis la razones de tan rotunda consideración.
—¿Razones? —respondió el dominico Siruela—. Dos principales: La primera es la barbarie de las tribus, hechas a vivir como bestias, desconocedoras de las costumbres humanas y totalmente ajenas al más elemental Derecho de Gentes; aficionadas al sacrificio humano, práctica de la antropofagia, poligamia y a los vicios más abominables. La segunda, la falta de un poder taumatúrgico que tanto ayudó a los apóstoles. Es decir, nos falta la facultad de hacer milagros. Con lo cual, como dije al principio, es una grandísima insensatez exponerse a los feroces indios para dar al traste con todo, perdiendo la vida y con ello toda posibilidad de evangelizar.
Un buen número de cabezas se movieron en señal manifiesta de asentimiento ante estas razones y un moderado aplauso dejó entender con claridad que la posición de Siruela tenía también sus partidarios.
El padre Silva se puso nuevamente en pie y le pidió al dominico:
—Si ésas son las razones por las que consideráis que no se debe evangelizar pacíficamente a los indios, diga vuestra reverencia cuál es el método adecuado para llevar la fe al Nuevo Mundo.
—Naturalmente —contestó el profesor Siruela—, que los misioneros vayan protegidos con soldados que defiendan sus vidas.
—Eso es lo que se ha hecho —replicó el padre Silva—, y de todos es sabido lo que ha reportado: guerras y violencias innecesarias, matanzas de pobres inocentes, calamidades, crueldades e injusticias sin cuento.
La ovación y el aplauso de los partidarios del franciscano estalló y algunos, los más exaltados, gritaron:
—¡Predicación pacífica! ¡Fuera las armas! ¡Defended a los indios!
—¡Señores, señores, calma! —rogó el rector golpeando la mesa con el mazo.
—Desengañaos, padre Silva —dijo con potente voz el padre Siruela—. Lo que habéis dicho suena muy bonito, pero vos sabéis mejor que nadie que hay tribus salvajes cuya ferocidad exige un trato duro, hasta que comiencen poco a poco a deponer su nativa fiereza.
Los partidarios de uno y otro se pusieron demasiado rabiosos y comenzaron a gritar y a golpear el suelo y la madera de los pupitres con fuerza, de manera que el rector decidió interrumpir el acto. Pidió silencio por última vez y cerró la sesión con estas palabras:
—Ha de existir el método adecuado para llevar la fe a los indios. Hay que buscarlo, pues debe de existir, ya que el mandato del Señor de predicar el Evangelio es categórico y no admite excepción. Hay pues que descubrir algún método de predicar el Evangelio que sea acomodado a la condición nueva de estas naciones. Dios nos mostrará la manera. ¡Señores, se levanta la sesión!