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Zafra, 29 de agosto de 1617

—Por más que me lo cuentes no salgo de mi asombro —le decía a Hernando su hermano Tomás, retirándose el cuello de la camisa con un dedo a causa del calor que le daba—. ¿Esa mujer te entró así, a la brava, en plena calle?

—Como lo oyes —consintió Hernando, orgulloso—. ¡Ah, qué mujeres las de Sevilla! Y no veas cómo estaba la moza. Mira, abundante de aquí y de aquí —le explicaba a su hermano con expresivos gestos.

—¿Y se lo palpaste todo?

—Todo, todo.

—¡Ay, que me pongo malo! —exclamó Tomás echándose hacia atrás en el poyete donde estaba sentado—. ¡Qué suerte la tuya, hermano!

—Ya ves.

—¿Y padre, dónde dices que estaba?

—Bueno, estaba por ahí, haciendo tratos.

—Qué raro que padre te dejara solo, con lo que es.

—Bueno, yo me buscaba la manera de escabullirme. Y porque tuve poco tiempo, que si no, hubiera tenido oportunidad de beneficiarme a más de una.

—¡Qué exagerado!

—¿Que no? —se enardeció Hernando—. ¡Tendrías que haber visto tú lo que hay en Sevilla! La gente está echada a las calles, hermano, a lo que les cae. ¡Da miedo esa barahúnda! Todo el mundo te habla aquí o allí, en cualquier esquina, sin recato ni modestia. Hay de todo: holandeses, franceses, blancos, negros, indios… ¿No ves que hay mucho negocio con eso de la flota de Indias? Vienen mujeres de todos sitios, con otros aires y otras mentalidades… Ya lo sabes: «Quien no ha visto Sevilla no ha visto maravilla», que se dice por ahí.

Tomás se quedaba meditabundo, escuchando a su hermano, mientras arrojaba piedrecillas a la alberca que estaba un poco más allá, llena de agua estancada y verdosa. Los huertos del viejo caserón familiar se extendían en pendiente, desde una galería con arcos de ladrillos rojos que daba sombra a las traseras de las cocinas. A esa hora, en plena siesta, el calor hacía languidecer las hojas de los árboles frutales y el sol se colaba en finos rayos entre las hojas de las parras, donde los dorados racimos exhalaban sus aromas de mosto dulce. Sólo el zumbido de algún moscardón, monótono, rompía el silencio.

—Pero… —preguntó Tomás—. ¿Por qué padre no ha querido finalmente apañarte lo de ir a Indias?

—¡Qué sé yo! —respondió Hernando apesadumbrado—. Ya sabes cómo es padre: hoy piensa una cosa, mañana lo contrario…

—Parecía tan convencido… —declaró su hermano.

—¡Ca! Aparentemente. Una vez allí empezó a echarse para atrás. Que si hay demasiados picaros, que si aún no estoy hecho, que si necesitaba estar muy seguro de a quién encomendarme… En fin, que no se fía. Que ahora le parece que hay peligro por ahí, recorriendo mundo; cuando antes le parecía que era lo más oportuno. ¡Cosas de nuestro señor padre!

—Lástima. Porque me da a mí que tú andas ya con ganas de hacerte a lo de Indias. Al contrario que antes, que no se te veía nada seguro.

—Ya te digo, Tomás. ¡Tendrías que haber visto Sevilla!

Tomás perdía la mirada en el vacío, con ojos ensoñadores, y trataba de imaginarse cuanto acababa de escuchar. Era el más joven de los hermanos, con dieciséis años, uno menos que Hernando, y sabía que estaba destinado por su padre a permanecer en casa, encargado de los negocios familiares. Los dos hermanos eran muy distintos: Hernando, alto, esbelto, castaño y algo atolondrado; con frecuencia solía actuar con dichos o hechos inoportunos, quedando mal al demostrar su falta de discreción y de sentido. Además era perezoso y rehusaba cualquier clase de esfuerzo. Tomás, más bajo, fuerte y de pelo casi negro, gustaba de trabajar en los huertos, y en el campo, de recorrer la hacienda; pero había en él tal ansia de aventuras que le hacían estar con frecuencia imaginando sus propias historias, en las que se veía como un héroe en mil batallas contra los moros o conquistando lejanas tierras.

Este hijo pequeño de don Diego Llera se había criado un poco a su aire, por ser el último, y sus travesuras le habían dado a su padre más de un quebradero de cabeza. Tenía una corte de cinco o seis amigos de su edad a los que manejaba a su antojo desde la infancia. Robaban gallinas o corderos e iban a comérselos por ahí; habían empezado pronto a beber, jugar y frecuentar garitos, y hacían todas las tunantadas propias para granjearse en todo el pueblo la fama de mozos algo libertinos. De manera que, cuando se tenía noticia de alguna bribonería en Zafra, los vecinos decían: «Es Tomasito Llera y sus amigos», lo cual enardecía a su padre que, a pesar de que sus oscuros negocios de contrabando eran conocidos por todo el mundo, no gustaba en absoluto de estar en boca de la gente. Así que frecuentemente tenía a su hijo «arrestado», como él decía, o andaba buscándolo por ahí para darle una paliza cuando estaba escapado por haber hecho alguna de sus famosas travesuras y huía de las consecuencias.

Zafra, 30 de agosto de 1617

El palacio de los duques de Feria era una sólida fortificación adosada a la muralla de Zafra. A pesar del aspecto exterior, con robustas torres y austeros muros, que le daba el aire de un impenetrable alcázar, el interior de la imponente mole de piedras era un refinadísimo edificio que se disponía alrededor de un elegante patio revestido con mármoles, en cuyo centro resplandecía una hermosa fuente esculpida también en mármol que borboteaba resonando alegre en las galerías. El resto de la residencia estaba dispuesto en terrazas, a las que se accedía por un intrincado sistema de corredores abovedados.

Cuando don Diego Llera fue a entrevistarse con el secretario del duque, era media mañana y las señoriales estancias estaban abiertas de par en par, para ventilarse. Un ir y venir de criados recorría los pasillos y de vez en cuando se escuchaba el apaleo de los tapices, para sacudirles el polvo. Armaduras, objetos de cobre, plata y bronce eran limpiados detenidamente por el aplicado ejército de sirvientes, y un olorcillo a comidas cuidadosamente guisadas emanaba desde las cocinas, haciendo levantarse los jugos gástricos a la llamada del apetitoso aroma.

En el despacho del secretario no había ni un solo espacio libre en las paredes, pues las estanterías se elevaban hasta los techos abarrotadas con libros de cuentas y cajas archivadoras repletas de papeles.

—¡Hombre, don Diego! —exclamó el secretario, al verle entrar—. ¡Por fin habéis regresado de Sanlúcar!

Don Sisenando López, que así se llamaba el secretario del duque, era un hombre locuaz y dicharachero, muy inteligente, pequeño, colorado y de un amor propio exagerado; sentía la convicción de su valor, que llegaba a comunicar a los otros, lo cual le daba siempre un cierto aire paternal al tratar a sus paisanos, que le venía de saberse gran hacedor de favores.

—Aquí estoy —saludó don Diego—, para servir.

—Bueno, bueno, amigo don Diego, y ¿qué hay de nuevo por Sanlúcar? ¿Venía rica la flota?

—¡Ca! —contestó don Diego meciendo la cabeza—. El negocio de Indias va por mal camino. La plata va a pique y el oro… ¡Qué desastre! No viene nada de oro, don Sisenando, nada, nada.

—Bueno, bueno, algo llegará, ¿no?

—Nada de nada.

—Llega don Diego, llega, pero se va por otros caminos.

—Que al fin y al cabo es como no llegar.

—Sí, claro. ¡Vaya por Dios! Entre corsarios, funcionarios, sinvergüenzas y extranjeros negociantes… ¡Estamos listos!

—Se palpa en Sevilla, don Sisenando. Algo pasa, algo grave… ¡Con lo que era Sevilla hace treinta años! Y ahora, ¿qué hay hoy en día en Sevilla? Picaros, mujerzuelas, tratantes de negocios, mozos piojosos y gentuza, mucha gentuza.

—Bueno, bueno, querido amigo, no se desole —le animó el secretario palmeándole paternalmente el hombro—. Vuaced ha sacado ya su partido del Nuevo Mundo. ¿Qué más puede pedir? Ha colocado bien a los hijos, ha rehecho la hacienda que vuestros antepasados os dejaron en mala disposición, ha pagado deudas… Esté vuestra merced orgulloso, don Diego, que los Llera están hoy bien altos. Si lo de Indias se viene a pique, ¿a vos qué? Ya está vuaced apañado, ¡déjelo! No se dé ya ni un solo mal trago más en Sanlúcar. ¡Que negocien los jóvenes!

—Sí, sí —asintió apesadumbrado don Diego—. No crea que no lo vengo pensando, pero me sabe mal que algo que ha sido fructífero y tan beneficioso se venga abajo. No puedo remediarlo. Que son muchos años, don Sisenando, muchos. Que tenía yo diecisiete años cuando empecé a ir a Sanlúcar con mi tío Pedro Llera, la misma edad que tiene mi Hernandito.

—¡Ah, don Diego, aquéllos eran otros tiempos! Menudo despabile tenía vuaced cuando comenzó en los negocios. Pero, hoy, la gente joven… Mire mismamente a vuestro Hernandito. Si esa criatura… Por cierto, me habían dicho que quería vuestra merced agenciarle el pase a las Indias… ¿Es verdad o son rumores?

—Verdad, y tan verdad. Me había hecho ilusiones, lo confieso. Se me hacía que podía encontrarle a algún señor para que entrara al servicio… Ya sabe, algún corregidor, algún cargo… Pero, lo que vuaced dice muy bien, mi Hernando no tiene despabiladeras para eso. Es un ignorantón, no ha salido a mí, no; mi Hernando no es Llera, que es Bermúdez. Le quema el dinero en las manos, se fía de todo el mundo, es parado… Bermúdez, eso, mi Hernando es Bermúdez.

—Lástima —le dijo el secretario, solidariamente—. Es una pena que de cuatro varones que tenéis ninguno haya tirado por ese camino. Aunque… ¿Y el pequeño, Tomasito? ¡Menudo es Tomasito!

—¡Uf, mi Tomasito! —exclamó don Diego sacudiendo la mano—. A mi Tomasito no le pueden dar largas. Ése es para estar aquí, en la hacienda, con la correa bien corta. Fuera de mi mano Tomasito es un peligro. ¡Demasiado Llera es Tomasito!, que se parece a mi tío Pedro en todo… ¿Qué digo? Peor que mi tío Pedro Llera es Tomasito. Un peligro, don Sisenando, un peligro.

—Sí, de casta le viene al galgo —sentenció el secretario—. Parece mentira lo que llega a pasar en las familias… Ya me acuerdo, ya, del terremoto que era don Pedro Llera: pendencias, calaveradas, borracheras, juego, mujeres… ¡Con el capital que pudo hacer el dichoso tío vuestro con la plata y el oro! Y, ya se ve, lo hizo polvo, lo desparramó… Y cómo fue a terminar sus días el infeliz. Porque… ¡hay que ver cómo acabó don Pedro Llera!

—Pues como acaban las malas cabezas.

—Así que, claro, vuaced que ha sacado todo lo listo de los Llera, sin embargo ha sido un administrador eficiente y un buen señor de sus cosas y de su casa. Y así le ha ido.

—Gracias, gracias —dijo agradecido don Diego, con ojos llorosos—, no merezco tanto reconocimiento, don Sisenando. He cumplido, eso es todo, que el hombre está en esta tierra para cuidar de otros; que los maridos y padres han de cuidar de esposa e hijos y, si pueden y Dios les da fuerzas, de nietos; los militares han de cuidar del reino, los reyes de los súbditos, los curas de las almas y Dios de todos. ¿No es eso?

—Eso es —asintió solemnemente don Sisenando—. Muy sabias palabras, querido amigo. Y yo he de cuidar de los bienes y los asuntos de mi señor el duque de Feria. Y ahora, el señor duque está en agradecer unos dones a Nuestra Señora de la Candelaria, así que quiere regalar una custodia a la Colegiata. ¿Qué hay del noble metal? ¿Se ha hecho vuestra merced con él?

—Sí —contestó con orgullo don Diego—, claro que me he hecho con la plata. ¡Cómo iba yo a dejar de complacer al señor duque con lo que le debo!

Don Sisenando se frotó las manos, nervioso, sonrió muy satisfecho y preguntó:

—¿Cuánta plata ha traído vuestra merced?

—Trescientas onzas.

—¿Eh? ¿Sólo trescientas?

—Y dese por contento, que está la cosa muy mala, pero que muy mala. Si quiere vuaced, pregunte por ahí, a ver si se hace con más de eso que le he conseguido.

—Bueno, bueno, que confío en lo que dice. ¿A cuánto?

—Seiscientos reales justos, ni uno más ni uno menos —contestó con firmeza don Diego.

—¡Don Diego, por la Virgen!

—Muy bien, don Sisenando, si no quiere vuesa merced esa plata… Me la quedo yo y en paz, que en Córdoba encontraré quien la necesite.

—No, no, no… ¡Por Dios, querido amigo! ¿No vamos a entendernos ahora, después de tantos años? ¡Quinientos cincuenta!

—Quinientos setenta y cinco, ni uno más ni uno menos.

—¡Hecho! —asintió conforme el secretario tendiéndole la mano.

—¿No íbamos a entendernos vuaced y yo? —observó don Diego estrechándosela con una sonrisa bonachona.

—Hala, vamos a beber vino —propuso don Sisenando echándole el brazo por encima del hombro.

Recorrieron los nobles pasillos y atravesaron la luminosa galería de arcos de medio punto sostenidos por marmóreas pilastras adosadas de remates toscanos. Las ménsulas, las columnas y las cornisas eran clásicas, rectilíneas, y las bóvedas, de perfectas aristas. A esa hora, en torno al medio día, el sol caía casi vertical y destacaba las balaustradas, radiantes por el brillo que arrancaba de las piedras. Al final de un amplio corredor, don Sisenando empujó una gran puerta de madera labrada y tachonada con adornos de bronce. Una majestuosa sala apareció ante los ojos de don Diego. Un maravilloso alizar de azulejos recubría parte de los muros, desplegando un colorido enramado de motivos vegetales y heráldicos: hojas de higuera, leones rampantes, cuartelados con cruces y canes rojos. El artesonado que cubría la sala era un espectacular firmamento de estrellas doradas y líneas geométricas, de genuino estilo mudéjar, que proporcionaba al conjunto un envolvente sabor oriental.

—¡Oh, don Sisenando! —exclamó don Diego—. ¡Ésta es la célebre sala dorada!

—¡Claro, claro, querido amigo! —asintió orgulloso el secretario—. Es la estancia más privilegiada de este palacio; el lugar donde los duques reciben a sus apreciados invitados.

—¡Cuánto honor! Gracias, gracias —le dijo don Diego agarrándole afectuosa y agradecidamente las manos.

—No es nada, no es nada. ¿Un vinito? —ofreció el secretario sacando de una alacena una labrada botella de vidrio que dejaba ver en su interior un brillante caldo rojo—. Es el mejor vino; el que el señor duque bebe.

Don Diego elevó el vaso y contempló los sanguíneos reflejos del vino. Se lo acercó a los labios y lo saboreó gustoso.

—¡Ah, excelente, don Sisenando!

—Siéntese vuaced, siéntese, mi querido amigo; ahí en ese sillón.

Ambos se dejaron caer muy satisfechos en unos sillones lujosos que había junto al alfeizar de una ventana, desde la que se contemplaba Zafra. Las tejas brillaban a esa hora y las paredes encaladas deslumbraban por el radiante sol de mediodía. Una campana, en alguna parte, dejó escuchar su tintineo alegre llamando al Ángelus. Estuvieron en silencio, muy relajados, saboreando el vino, satisfechos ambos por el negocio hecho. Hasta que el secretario rompió el silencio y dijo:

—Volviendo a lo de antes, don Diego. ¿No cree vuestra merced más oportuno ver la manera de que sea vuestro Tomasito el que se pase a Indias?

—¡Oh, no, no!

—¡Qué empecinamiento el de vuaced! ¡Si Tomás está hecho para esa vida aventurera y difícil! Vuestra merced mismo ha reconocido lo intrépido que es el mozo.

—Sí, puede que tenga razón en eso, pero… no sé… Mi Tomasito es muy complicado, demasiado complicado… Me da miedo.

—En fin, vuaced sabrá, que es su padre… ¡Humm, qué rico está este vinito! Qué, ¿otra copita?

—Naturalmente, don Sisenando, naturalmente.

A aquella hora, en el fresco salón, con la luz derramándose por los dorados muebles desde el gran ventanal, un placentero sopor empezó a dominar a don Diego. Aunque un nudo de preocupaciones no dejaba de inquietarle en su mente.